jueves, 16 de febrero de 2012

C.M. no récord, rockear o morir


C.M. no récord
Juan Álvarez
Editorial Alfaguara, 2011.

Al leer C.M. no récord se viene a la mente Bogotá y sus montañas, Bogotá y sus buses, Bogotá y la Nacho, pero una Bogotá impregnada de rock’n’roll, de ansiedades juveniles, de frustraciones, de punk, de rebeldía en su más pura expresión porque sale de las entrañas y se plasma en los acordes brumosos de las Policarpas, de resistencia frente al establecimiento, que ha convertido hasta la música (eso tan íntimo, tan místico) en un despreciable negocio del que pareciera no existir salida. Se siente, sin haberlo vivido, el fulgor de los primeros Rock al Parque, los de antes de la burocracia, esos festivales que en los corazones de los rockeros bogotanos han adquirido un carácter casi mítico, un mito fundacional que polvorientos libros de historia no lograron nunca forjar en el imaginario de las nuevas generaciones y que al son de las Almas revive recuerdos quizá no vividos por muchos en carne propia, pero nítidos y navegando libres en el inconsciente colectivo capitalino.

En el corazón del libro palpita la música, el eje de una historia que se desenvuelve como una sinfonía bogotana de tonos lluviosos. Gracias a esta musa confluyen todos los anhelos de una generación perdida que no halló satisfacción más que en la vitalidad y decadencia del rock, en la calidez de sus armonías (oscuras unas veces, incandescentes otras), en la ilusión de estar dialogando con unos oráculos que tan ajenos han sido a estas tierras. Una diosa que urde los destinos de los solitarios personajes de esta historia, que es también un trazo del pasado de la ciudad del tipo que no se aprende en las aulas.

Ahí está Vicente Pizarro, un enamoradizo adolescente sin rumbo a quien la música sirve de rito iniciático a la vida y lo lleva de la mano al camino que durante tanto tiempo lo escabulle, anhelado por él en secreto. No lo saca del abismo precisamente: lo hunde aún más en ese vértigo incierto que él con tanto desespero busca, y al hundirlo le permite mirarse al espejo de frente, sin máscaras, y encontrarse a sí mismo. El amor imposible de Tatiana, que lo llena de amargura, encuentra eco y sosiego en los sonidos de la trompeta y en los vericuetos del solfeo, y con obstinación y paciencia, a expensas de la tranquilidad de sus vecinos, domestica poco a poco a la bestia cobriza que se hará inseparable de su alma. Cuando C.M. (Candidatos Muertos) llega a su vida, el mundo deja de existir: C.M. se trasforma para él en el universo entero. Y nada más importa.

También están Daniel Talero, y Lucas Alcázar, y Pac Guzmán, los gestores de la utopía musical de una banda de rock sin guitarra eléctrica que estalla y se extingue en una misma tarde de concierto inolvidable. A Daniel, el pianista, la música lo acompaña desde siempre, pero solo encontrará refugio en ella a los trece años, el día que descubre a Charlie García, su voz quebrada, sus melodías sin ley. Una epifanía lograda al amparo de Paulina, su deslumbrante tía veinteañera, hechicera que le abre las puertas de la lucidez y la lujuria y lo condena a la insatisfacción por el resto de su vida. Sobre Lucas recae una fatalidad: el sino inevitable de morir por lo que ama o de abandonarlo para siempre. Peón en el gran tablero de la industria musical, bajista de un grupo vendido a la rosca, en un arranque de libertad rompe las cadenas que lo atan y decide buscar su inspiración en otra parte, más suya, más sincera. Junto a su viejo compañero Pac, el baterista, y empujado por una pulsión desenfrenada (que busca salir a como dé lugar), aun a riesgo de morir en el intento se embarca en una locura solo comparable a su pasión: hacer música por el simple gusto de hacerla, sin más pretensiones que gozársela toda.

Es así como se forma, a lo largo de tres meses de música frenética, ensayos, porros, chelas, rayes y lecciones aprendidas y también desaprendidas, una banda que quiere salirse del molde, que no duda en buscar alternativas al círculo vicioso de favores-por-amistad que tanto daño le ha causado a la escena del país, que para burlarse del establecimiento y salirse con la suya llega incluso a hacer uso de prácticas ilegales (aunque no precisamente inmorales: a manera de ironía). C.M. no récord es, en suma, una experiencia de Bogotá desde los ojos de esos jóvenes sin esperanzas, esas piedras que aun ruedan por la ciudad sin dirección a casa, que cabecean incesantemente con la música de fondo de un blues-rock andino, que aún se resisten a morir encarcelados en un mundo que no pidieron nunca vivir y que no les pertenece.

Por: Juan Carlos Urrea Veloza
jcuv_jcuv@hotmail.com
@jcurreav