miércoles, 3 de julio de 2013

La danza de las aguas


A Jonnathan Blake, por su generosidad y sabiduría


Caminé un largo trecho para llegar allá.

Empaqué mis maletas, pensé en todo lo que podría necesitar, tomé un avión, luego otro.

Deambulé durante mucho tiempo por mis valles interiores, a oscuras, arropado por un viento incesante. Días. Quizás largos meses. Quizá mi vida entera. Desde esos días ya lejanos de mi adolescencia, sumido en una soledad que se me hacía enemiga, aquejado por tristezas y demonios demasiado fuertes para el ser vulnerable que era, ya había iniciado el camino. En ese entonces me adentré en mis infiernos, dejando, al entrar en ellos, toda esperanza. Pero no se llega a ningún paraíso sin antes haberse abandonado.

De tal forma que el camino ha sido largo y fatigoso. Pero así tenía que ser. Hoy sé, con total certeza, que solo transitando por los abismos pude llegar al lugar donde tenía que estar en el instante en el que debía estar.

Y allá estuve.

Esa mañana me levanté tarde. Tenía sueño. Los pies extenuados y las piernas adoloridas de tanto caminar. Mi mente estaba rebosante de imágenes, músicas, rostros hermosos y delirantes. Sensaciones que me aturdían como en esas ocasiones en las que he bebido demasiada cerveza y fumado demasiados cigarrillos. Estaba aturdido pero alegre, como poseído por ese espíritu dionisíaco del que tanto se ufanan los poetas malditos. Indigesto de vida. Con todo el deseo de seguir alimentándome de ella.

Mi destino era otro. Yo quería ir a Tigre por todo lo que había oído de ese lugar, y me preparaba para ir hacia allá. Pero las cosas tomaron otro rumbo. Y tuve que decidirme por otro destino; más bien, me vi obligado a seguir otro destino del que no sabía muy bien qué esperar.

Así se me ha pasado la vida. Yo, que intento mantener el control de aquello que puedo controlar, he vivido las cosas más intensas, más conmovedoras cuando me he resignado a perderlo. También las más dolorosas. Pero sin dolor no hay vida. Sin dolor solo hay letargo, sueño, nostalgia. Así que eso de querer mantenerme bajo control ha sido muy racional, sí, pero muy poco vital también. He derrochado energía en controlarme y he perdido la oportunidad de vivir debido a ello. Así que ahora pienso que quizá el mundo me ha estado gritando todo el tiempo que me resigne y que me deje llevar, que querer ser río siendo tan solo una rama sacudida en la mitad del caudal es solo testarudez disfrazada de voluntad.

Así que como esa rama fui andando por las calles de Buenos Aires con el cuerpo algo cansado de tantas experiencias acumuladas pero con el espíritu alerta a cualquier mensaje, a cualquier señal. El aire estaba impregnado de ellas. El mundo era, sin lugar a dudas, un reflejo de mis profundidades; todo lo que bullía en mí, todo lo que se desplegaba en mi universo interior tenía algún tipo de resonancia en mi alrededor, algún eco insospechado. Estaba solo, completamente solo en medio del bullicio y el afán propios de una gran ciudad, pero al mismo tiempo estaba en mi lugar. Mientras caminaba me iba preparando sin saberlo para un momento indispensable de mi vida, y todo el recorrido, los pasos, las miradas, la contemplación, eran sutiles pinceladas del cuadro que debía pintar unos instantes después.

Jardín Botánico
Desde el momento mismo en que llegué a Buenos Aires supe que debía ir a la Costanera, ubicada justo enfrente del Aeroparque en el cual aterricé. Así que ese día mi itinerario se acomodó de tal manera que terminaría allá, justo para contemplar durante largo tiempo la puesta del sol. Primero llegué al Jardín Botánico. La sombra penetrante, los mosquitos, los niños explorando y riéndose, los paseantes que allí se tomaban un descanso. Luego el Zoológico, pero solo de pasada, pues no me interesaba entrar. Como en aquel sector de la ciudad se concentran varios parques inmensos, tuve la oportunidad de caminar y perderme entre mucho verde, mucho cielo, incluso patos y gansos. El sol ofrecía sus mejores rayos, y era generoso, porque no hacía calor. Al llegar al Planetario, luego de caminar durante horas entre los prados, las estatuas y las inmensas calles de la ciudad, me senté y retomé fuerzas, me alimenté de la energía de la gente a mi alrededor, un último aliento antes de la travesía definitiva.

En aquellos momentos de soledad recordaba lo mucho que sufría cuando joven por estar solo. Que unos años atrás el hecho de estar abandonado a mí mismo en medio de gente desconocida habría significado un dolor y una humillación tan grandes como la traición. Y al estar ahí solo, recordando, comprendí lo mucho que me había costado llegar a ese punto en el que lo único que importaba era yo, un bonito cielo, un momento de reconciliación total consigo mismo. No más reproches. No más excusas. Simplemente asumirse y reconciliarse. Dejar atrás tanta desolación. Darse, por fin, un lugar.

El camino a la reconciliación está lleno de obstáculos. Porque uno siempre puede ser su peor enemigo, o su mejor aliado. Y si las condiciones interiores no están dadas, jamás podrá existir la reconciliación. Es como si, en palabras de Platón, uno llegara al mundo como una unidad y debido a la exposición a la materia, esa unidad (llámese alma, espíritu, mente) colapsara en mil pedazos, y uno tuviera que irlos recogiendo de a poquitos, amontonándolos, uniéndolos como un rompecabezas, y finalmente encontrarse y reconciliarse con lo que se es. Por momentos nos deja de importar, o sencillamente dejamos de encontrarlos porque se han escondido o porque estamos tan ciegos o tan inmersos en la oscuridad que no podemos verlos, aun cuando estén justo delante o detrás nuestro. Pero eventualmente los pedazos brillan de manera tan intensa que no nos queda de otra que ir tras ellos y seguirlos reuniendo. Y cuando eso sucede es porque el universo mismo nos está llamando la atención.

Me quedé durante una media hora o quizás más ahí. Por un error de cálculo, por ignorancia de la geografía en la que estaba, yo pensé que del Planetario a la Costanera a pie el trayecto sería breve, a lo sumo unos diez o quince minutos. Y me encontré con que no había una ruta directa hacia allá ni un camino peatonal transitado, sino que tocaba bordear la carretera, y caminar y caminar, para llegar. Pregunté a un par de personas qué opciones podría tener, y solo uno me respondió, y me dijo que caminando por la carretera llegaba. Pensé tomar un taxi o un bus, pero entonces una parte fundamental de la travesía se habría perdido: no es cuestión de llegar rápido, sino de saber llegar, de irse preparando para lo que se avecina, y solamente caminando, sintiendo el cansancio en todos los huesos y articulaciones de las piernas, el sudor en la frente, la ansiedad por llegar al destino anhelado, es que uno puede realmente prepararse.

De todo eso me fui haciendo consciente a cada paso del trayecto. Durante la hora o más que caminé una voz muy profunda me decía que me estaba preparando para algo grande, que algo fundamental estaba por suceder. No importaba la fatiga, ni la ansiedad, ni la total soledad del camino. Todo ello era parte del proceso, como un ritual de iniciación por el que debía transitar, un umbral que debía cruzar para acercarme al tesoro escondido. Y todo tuvo sentido cuando por fin, en lontananza, se desplegó ante mí el Río de la Plata, inmenso, casi océano, con sus aguas ondeantes y multicolores, y ese horizonte infinito y luminoso.

Por fin había llegado.

Lo primero que encontré en mi camino, justo al lado del pasaje peatonal que bordea la orilla del río, fueron unos escombros que de inmediato me hicieron pensar en lo efímera que es la vida humana, comparada con la eternidad de las aguas. Aquellas aguas que en ese momento golpeaban la costa habrán transitado por lugares que mi imaginación no puede siquiera concebir; las profundidades de la Tierra, las escamas de los peces, las arenas del Nilo, los glaciares. Y bañadas por ellas, residuos humanos en descomposición: la miseria humana hecha símbolo. Asombroso el destino del hombre que en su finitud y pequeñez puede albergar en su espíritu la certeza, así sea momentánea, de la infinitud del universo, de la conexión de todo con todo, del Espíritu Total. Y ahí mismo, para completar el cuadro, dos pescadores abandonados a su presente, quizá pensando en lo mismo que yo, quizá solo encontrando consuelo temporal a sus pesares.

Todo ese pasaje peatonal fue maravilloso. El ruido, los colores, los pescadores que seguían apareciendo en mi camino. Por fin sentía que las cosas se acomodaban, que yo estaba donde debía estar. Al final del sendero peatonal se llega a una especie de bahía o mirador donde la gente va a tomarse algo, a contemplar el horizonte, también a pescar, a pasar un rato con la familia. Ahí llegué, y lo primero que busqué fue una cerveza helada, un regalo que me debía luego del largo camino. Eran las cuatro de la tarde. Sin ningún afán ni ningún itinerario que cumplir, decidí quedarme ahí a hacer algo que desde mucho tiempo atrás había deseado: deleitarme con el atardecer a la orilla de las aguas, cualesquiera que fueran, porque en esencia las aguas son una, como el universo, aun cuando adopten diversas formas y matices.

Y por primera vez en mi vida experimenté el presente en toda su plenitud. Simplemente respirar, observar, escuchar a la gente hablando, beber un sorbo de cerveza. Sin más pretensiones que el simple estar ahí, en la plenitud del momento. No fue casual que algunos días antes hubiera conversado con mi amigo Blake sobre las experiencias místicas y los estados de contemplación, pues justo eso estaba viviendo ahí en la Costanera con mi cerveza en mano y todo mi ser concentrado: ahí estaba precisamente el infinito en lo mundano, el Todo en lo particular, el fractal desplegándose en toda su magnitud. A lo mismo se refería Jung con la sincronía, un punto en el que todo está en su lugar, en el que la cadencia del viento, la oscilación de las ramas de los árboles, la ondulación de las olas del río, la mirada de la gente, la propia música interior, se mueven a una velocidad armónica y conjunta que obedece a algo que no controlamos pero que lleva en sí toda luz y toda fuerza.

Esos momentos están siempre ahí, han estado siempre, en todo instante, pero hace falta atención y sensibilidad para atraparlos, para dejarse llevar por ellos. De ese espíritu se alimenta la poesía y la música. Ese día yo, por fortuna, tenía el corazón palpitando en la frecuencia adecuada para ver más allá de lo evidente.

No puedo decir que el tiempo pasaba, porque no sería preciso. El tiempo estaba, era. Se desplegaba con toda su potencia y su belleza. Al cabo de un rato de contemplación, me acerqué al borde del mirador, junto a un pescador gordo y grande que se encontraba allí con su familia (una mujer grande también, y tres hijos inquietos y peleadores). Me acerqué a pedirle fuego, encendí un cigarrillo, le pregunté si había pescado algo y me contestó que no, que en tres días de ir y regresar no había sacado nada pero que en realidad eso no importaba mucho porque él estaba ahí para distraerse y darle tiempo de juego a su familia.

Después regresé a mi lugar, solo sobre una barda de cemento, y algo absolutamente deslumbrante, milenario y majestuoso absorbió por completo mi atención: el reflejo del sol del poniente sobre las aguas cadenciosas del río.

En las aguas, el sol se reflejaba con todo su poder y vejez. Una vejez sabia, incontenible, anterior a todos los hombres. Los rayos se extendían a lo largo del río formando patrones de luz irregulares pero melodiosos, plenos de significado. Como si en el agua muchos de los secretos de la luz se hicieran visibles y cobraran forma. Potenciados por la cadencia de las olas, el reflejo se hacía más fuerte en los extremos, luego en el centro, luego simultáneamente en ambos bordes, como si un oculto artífice hubiera activado una pirotecnia marina. A primera vista, los reflejos más fuertes no parecían tener ritmo. Simplemente se encendían y apagaban al azar, ese azar que todos creemos llevan las olas. Pero al cabo de un rato de observación detenida, de sincronía con el momento, de silenciar mi espíritu y de entregarme a la luz que tocaba mi corazón, empecé a notar ciertos patrones regulares, constantes, orgánicos, que surgían del contacto entre las aguas y la luz. El río y el sol me estaban hablando. Por fortuna yo tenía los oídos atentos, y los escuché. En aquella danza que no puedo nombrar de otra forma que mística, las ondulaciones del agua acariciadas por el sol me hablaron de mí y de mi vida, de mi historia y de mi destino, de todo aquello que puedo llegar a ser y que llevo dentro. De todo eso que he dejado morir por indolencia, desidia o debilidad. De todos mis miedos y frustraciones, que han sido los más grandes obstáculos para convertirme en quien quiero ser. Me vi a mí mismo con los ojos de aquel pescador que me brindó fuego, desde afuera, contemplando mi destino cifrado en las profundas aguas del Río de la Plata. Vi mi tristeza presente y la que me esperaba a mi regreso a Bogotá. Vi mi rostro anciano, lleno de arrugas, cada una de ellas una historia y un aprendizaje.

No transcurrieron minutos. Pasaron siglos y siglos, porque la travesía fue al interior no solo de mí sino del universo que se ofrecía a mis ojos. Los patrones de luz se fueron haciendo cada vez más regulares y coherentes, y por momentos pude ver a una serpiente milenaria (símbolo de infinito y de vida en tantas culturas) que emergía de las aguas hacia el cielo y luego regresaba para elevarse de nuevo. Esa serpiente también me estaba hablando.


Supongo que miles de hombres a lo largo de la historia de la humanidad han tenido el privilegio de ser impactados por esa visión. Que claramente no fui yo el primero en abandonarme a ese espectáculo sobrehumano que aquel día tuve en suerte vivir. En el Ganges, en el Nilo, en el Amazonas, ahí mismo en el Río de la Plata, en tantos y tantos lugares. La magnitud de esa visión es algo que aún hoy no logro comprender por completo, pero que sin duda me hizo otro, me transformó profundamente, me hizo sentir por primera vez en mi vida algo sobrecogedor que no puedo más que llamar plenitud divina.

Y las consecuencias de esa experiencia aún exceden mi comprensión. Algunas de ellas ya se han manifestado de maneras que me tomaron por sorpresa, pero que a pesar de lo inesperadas y dolorosas que han sido hoy sé con total certeza que así debían ser. Porque todas esas pulsiones y potencialidades que yacían dormidas en mi interior se sacudieron del letargo en el que se encontraban desde mucho tiempo atrás, y cuando una bestia dormida por siglos es despertada, y tiene hambre, se comporta con ferocidad y sin miramientos.


No puedo explicar por qué razón pude ver lo que vi aquel día. Sé que no fue un proceso de una tarde, ni de una semana, ni siquiera de un mes. Era algo que venía gestándose desde muchos años antes. Y no sé muy bien por qué tuve yo esa fortuna. Lo único que puedo decir, con total humildad y con la responsabilidad de los dones recibidos, es que el haber vivido esa experiencia me habla de todo lo que puedo ser y hacer, de que el tiempo desperdiciado ya no vuelve pero que ser consciente hoy de ese tiempo desperdiciado es una llamada de atención y un compromiso ineludible con mi destino. Ese día se desataron energías cuyas repercusiones no comprendo ni puedo controlar, pero que de seguro me llevarán a donde debo ir. Las fuerzas que me habitan han sido sacudidas y necesitan entrar en combustión, necesitan explotar como una estrella caduca, sin pausa hasta el final de mis días.