A Jonnathan Blake, por su
generosidad y sabiduría
Caminé un largo
trecho para llegar allá.
Empaqué mis
maletas, pensé en todo lo que podría necesitar, tomé un avión, luego otro.
Deambulé durante
mucho tiempo por mis valles interiores, a oscuras, arropado por un viento
incesante. Días. Quizás largos meses. Quizá mi vida entera. Desde esos días ya
lejanos de mi adolescencia, sumido en una soledad que se me hacía enemiga,
aquejado por tristezas y demonios demasiado fuertes para el ser vulnerable que
era, ya había iniciado el camino. En ese entonces me adentré en mis infiernos,
dejando, al entrar en ellos, toda esperanza. Pero no se llega a ningún paraíso
sin antes haberse abandonado.
De tal forma
que el camino ha sido largo y fatigoso. Pero así tenía que ser. Hoy sé, con
total certeza, que solo transitando por los abismos pude llegar al lugar donde
tenía que estar en el instante en el que debía estar.
Y allá estuve.
Esa mañana me
levanté tarde. Tenía sueño. Los pies extenuados y las piernas adoloridas de
tanto caminar. Mi mente estaba rebosante de imágenes, músicas, rostros hermosos
y delirantes. Sensaciones que me aturdían como en esas ocasiones en las que he
bebido demasiada cerveza y fumado demasiados cigarrillos. Estaba aturdido pero
alegre, como poseído por ese espíritu dionisíaco del que tanto se ufanan los
poetas malditos. Indigesto de vida. Con todo el deseo de seguir alimentándome
de ella.
Mi destino era
otro. Yo quería ir a Tigre por todo lo que había oído de ese lugar, y me
preparaba para ir hacia allá. Pero las cosas tomaron otro rumbo. Y tuve que
decidirme por otro destino; más bien, me vi obligado a seguir otro destino del
que no sabía muy bien qué esperar.
Así se me ha
pasado la vida. Yo, que intento mantener el control de aquello que puedo controlar,
he vivido las cosas más intensas, más conmovedoras cuando me he resignado a
perderlo. También las más dolorosas. Pero sin dolor no hay vida. Sin dolor solo
hay letargo, sueño, nostalgia. Así que eso de querer mantenerme bajo control ha
sido muy racional, sí, pero muy poco vital también. He derrochado energía en controlarme
y he perdido la oportunidad de vivir debido a ello. Así que ahora pienso que
quizá el mundo me ha estado gritando todo el tiempo que me resigne y que me
deje llevar, que querer ser río siendo tan solo una rama sacudida en la mitad
del caudal es solo testarudez disfrazada de voluntad.
Así que como
esa rama fui andando por las calles de Buenos Aires con el cuerpo algo cansado
de tantas experiencias acumuladas pero con el espíritu alerta a cualquier
mensaje, a cualquier señal. El aire estaba impregnado de ellas. El mundo era,
sin lugar a dudas, un reflejo de mis profundidades; todo lo que bullía en mí,
todo lo que se desplegaba en mi universo interior tenía algún tipo de
resonancia en mi alrededor, algún eco insospechado. Estaba solo, completamente
solo en medio del bullicio y el afán propios de una gran ciudad, pero al mismo
tiempo estaba en mi lugar. Mientras caminaba me iba preparando sin saberlo para
un momento indispensable de mi vida, y todo el recorrido, los pasos, las
miradas, la contemplación, eran sutiles pinceladas del cuadro que debía pintar
unos instantes después.
Jardín Botánico |
En aquellos
momentos de soledad recordaba lo mucho que sufría cuando joven por estar solo. Que
unos años atrás el hecho de estar abandonado a mí mismo en medio de gente
desconocida habría significado un dolor y una humillación tan grandes como la
traición. Y al estar ahí solo, recordando, comprendí lo mucho que me había
costado llegar a ese punto en el que lo único que importaba era yo, un bonito
cielo, un momento de reconciliación total consigo mismo. No más reproches. No
más excusas. Simplemente asumirse y reconciliarse. Dejar atrás tanta
desolación. Darse, por fin, un lugar.
El camino a la
reconciliación está lleno de obstáculos. Porque uno siempre puede ser su peor
enemigo, o su mejor aliado. Y si las condiciones interiores no están dadas,
jamás podrá existir la reconciliación. Es como si, en palabras de Platón, uno
llegara al mundo como una unidad y debido a la exposición a la materia, esa
unidad (llámese alma, espíritu, mente) colapsara en mil pedazos, y uno tuviera
que irlos recogiendo de a poquitos, amontonándolos, uniéndolos como un
rompecabezas, y finalmente encontrarse y reconciliarse con lo que se es. Por
momentos nos deja de importar, o sencillamente dejamos de encontrarlos porque
se han escondido o porque estamos tan ciegos o tan inmersos en la oscuridad que
no podemos verlos, aun cuando estén justo delante o detrás nuestro. Pero
eventualmente los pedazos brillan de manera tan intensa que no nos queda de
otra que ir tras ellos y seguirlos reuniendo. Y cuando eso sucede es porque el
universo mismo nos está llamando la atención.
Me quedé
durante una media hora o quizás más ahí. Por un error de cálculo, por
ignorancia de la geografía en la que estaba, yo pensé que del Planetario a la
Costanera a pie el trayecto sería breve, a lo sumo unos diez o quince minutos.
Y me encontré con que no había una ruta directa hacia allá ni un camino
peatonal transitado, sino que tocaba bordear la carretera, y caminar y caminar,
para llegar. Pregunté a un par de personas qué opciones podría tener, y solo
uno me respondió, y me dijo que caminando por la carretera llegaba. Pensé tomar
un taxi o un bus, pero entonces una parte fundamental de la travesía se habría
perdido: no es cuestión de llegar rápido, sino de saber llegar, de irse
preparando para lo que se avecina, y solamente caminando, sintiendo el
cansancio en todos los huesos y articulaciones de las piernas, el sudor en la
frente, la ansiedad por llegar al destino anhelado, es que uno puede realmente prepararse.
De todo eso me
fui haciendo consciente a cada paso del trayecto. Durante la hora o más que caminé
una voz muy profunda me decía que me estaba preparando para algo grande, que
algo fundamental estaba por suceder. No importaba la fatiga, ni la ansiedad, ni
la total soledad del camino. Todo ello era parte del proceso, como un ritual de
iniciación por el que debía transitar, un umbral que debía cruzar para
acercarme al tesoro escondido. Y todo tuvo sentido cuando por fin, en
lontananza, se desplegó ante mí el Río de la Plata, inmenso, casi océano, con
sus aguas ondeantes y multicolores, y ese horizonte infinito y luminoso.
Por fin había
llegado.
Lo primero que
encontré en mi camino, justo al lado del pasaje peatonal que bordea la orilla
del río, fueron unos escombros que de inmediato me hicieron pensar en lo efímera
que es la vida humana, comparada con la eternidad de las aguas. Aquellas aguas
que en ese momento golpeaban la costa habrán transitado por lugares que mi
imaginación no puede siquiera concebir; las profundidades de la Tierra, las
escamas de los peces, las arenas del Nilo, los glaciares. Y bañadas por ellas,
residuos humanos en descomposición: la miseria humana hecha símbolo. Asombroso
el destino del hombre que en su finitud y pequeñez puede albergar en su
espíritu la certeza, así sea momentánea, de la infinitud del universo, de la
conexión de todo con todo, del Espíritu Total. Y ahí mismo, para completar el
cuadro, dos pescadores abandonados a su presente, quizá pensando en lo mismo
que yo, quizá solo encontrando consuelo temporal a sus pesares.
Y por primera
vez en mi vida experimenté el presente en toda su plenitud. Simplemente
respirar, observar, escuchar a la gente hablando, beber un sorbo de cerveza. Sin
más pretensiones que el simple estar ahí, en la plenitud del momento. No fue
casual que algunos días antes hubiera conversado con mi amigo Blake sobre las
experiencias místicas y los estados de contemplación, pues justo eso estaba
viviendo ahí en la Costanera con mi cerveza en mano y todo mi ser concentrado:
ahí estaba precisamente el infinito en lo mundano, el Todo en lo particular, el
fractal desplegándose en toda su magnitud. A lo mismo se refería Jung con la
sincronía, un punto en el que todo está en su lugar, en el que la cadencia del
viento, la oscilación de las ramas de los árboles, la ondulación de las olas
del río, la mirada de la gente, la propia música interior, se mueven a una
velocidad armónica y conjunta que obedece a algo que no controlamos pero que
lleva en sí toda luz y toda fuerza.
Esos momentos
están siempre ahí, han estado siempre, en todo instante, pero hace falta
atención y sensibilidad para atraparlos, para dejarse llevar por ellos. De ese
espíritu se alimenta la poesía y la música. Ese día yo, por fortuna, tenía el
corazón palpitando en la frecuencia adecuada para ver más allá de lo evidente.
No puedo decir
que el tiempo pasaba, porque no sería preciso. El tiempo estaba, era. Se
desplegaba con toda su potencia y su belleza. Al cabo de un rato de
contemplación, me acerqué al borde del mirador, junto a un pescador gordo y
grande que se encontraba allí con su familia (una mujer grande también, y tres
hijos inquietos y peleadores). Me acerqué a pedirle fuego, encendí un
cigarrillo, le pregunté si había pescado algo y me contestó que no, que en tres
días de ir y regresar no había sacado nada pero que en realidad eso no
importaba mucho porque él estaba ahí para distraerse y darle tiempo de juego a
su familia.
Después regresé
a mi lugar, solo sobre una barda de cemento, y algo absolutamente deslumbrante,
milenario y majestuoso absorbió por completo mi atención: el reflejo del sol
del poniente sobre las aguas cadenciosas del río.
En las aguas,
el sol se reflejaba con todo su poder y vejez. Una vejez sabia, incontenible,
anterior a todos los hombres. Los rayos se extendían a lo largo del río
formando patrones de luz irregulares pero melodiosos, plenos de significado.
Como si en el agua muchos de los secretos de la luz se hicieran visibles y
cobraran forma. Potenciados por la cadencia de las olas, el reflejo se hacía
más fuerte en los extremos, luego en el centro, luego simultáneamente en ambos
bordes, como si un oculto artífice hubiera activado una pirotecnia marina. A
primera vista, los reflejos más fuertes no parecían tener ritmo. Simplemente se
encendían y apagaban al azar, ese azar que todos creemos llevan las olas. Pero
al cabo de un rato de observación detenida, de sincronía con el momento, de
silenciar mi espíritu y de entregarme a la luz que tocaba mi corazón, empecé a
notar ciertos patrones regulares, constantes, orgánicos, que surgían del
contacto entre las aguas y la luz. El río y el sol me estaban hablando. Por
fortuna yo tenía los oídos atentos, y los escuché. En aquella danza que no
puedo nombrar de otra forma que mística, las ondulaciones del agua acariciadas
por el sol me hablaron de mí y de mi vida, de mi historia y de mi destino, de
todo aquello que puedo llegar a ser y que llevo dentro. De todo eso que he
dejado morir por indolencia, desidia o debilidad. De todos mis miedos y
frustraciones, que han sido los más grandes obstáculos para convertirme en
quien quiero ser. Me vi a mí mismo con los ojos de aquel pescador que me brindó
fuego, desde afuera, contemplando mi destino cifrado en las profundas aguas del
Río de la Plata. Vi mi tristeza presente y la que me esperaba a mi regreso a
Bogotá. Vi mi rostro anciano, lleno de arrugas, cada una de ellas una historia
y un aprendizaje.
No
transcurrieron minutos. Pasaron siglos y siglos, porque la travesía fue al
interior no solo de mí sino del universo que se ofrecía a mis ojos. Los
patrones de luz se fueron haciendo cada vez más regulares y coherentes, y por
momentos pude ver a una serpiente milenaria (símbolo de infinito y de vida en
tantas culturas) que emergía de las aguas hacia el cielo y luego regresaba para
elevarse de nuevo. Esa serpiente también me estaba hablando.
Supongo que
miles de hombres a lo largo de la historia de la humanidad han tenido el
privilegio de ser impactados por esa visión. Que claramente no fui yo el
primero en abandonarme a ese espectáculo sobrehumano que aquel día tuve en
suerte vivir. En el Ganges, en el Nilo, en el Amazonas, ahí mismo en el Río de
la Plata, en tantos y tantos lugares. La magnitud de esa visión es algo que aún
hoy no logro comprender por completo, pero que sin duda me hizo otro, me
transformó profundamente, me hizo sentir por primera vez en mi vida algo
sobrecogedor que no puedo más que llamar plenitud divina.
Y las
consecuencias de esa experiencia aún exceden mi comprensión. Algunas de ellas
ya se han manifestado de maneras que me tomaron por sorpresa, pero que a pesar
de lo inesperadas y dolorosas que han sido hoy sé con total certeza que así
debían ser. Porque todas esas pulsiones y potencialidades que yacían dormidas
en mi interior se sacudieron del letargo en el que se encontraban desde mucho
tiempo atrás, y cuando una bestia dormida por siglos es despertada, y tiene
hambre, se comporta con ferocidad y sin miramientos.
No puedo
explicar por qué razón pude ver lo que vi aquel día. Sé que no fue un proceso
de una tarde, ni de una semana, ni siquiera de un mes. Era algo que venía
gestándose desde muchos años antes. Y no sé muy bien por qué tuve yo esa
fortuna. Lo único que puedo decir, con total humildad y con la responsabilidad
de los dones recibidos, es que el haber vivido esa experiencia me habla de todo lo que puedo ser y hacer, de que el tiempo
desperdiciado ya no vuelve pero que ser consciente hoy de ese tiempo
desperdiciado es una llamada de atención y un compromiso ineludible con mi
destino. Ese día se desataron energías cuyas repercusiones no comprendo ni
puedo controlar, pero que de seguro me llevarán a donde debo ir. Las fuerzas
que me habitan han sido sacudidas y necesitan entrar en combustión, necesitan
explotar como una estrella caduca, sin pausa hasta el final de mis días.