Seda
Alessandro
Baricco
Anagrama,
1997
“De repente vio algo que creía
invisible.
El fin del mundo.”
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Antes
de que Hervé Joncour se fuera al Japón, tierra desconocida y recóndita en los
tiempos de esta historia, su maestro Baldabiou le dice que palpar la seda de
ese país es como tener la nada entre los dedos. Tan etérea, fina y fantasmal es
la seda del oriente que nos arroja al vacío de la existencia, a su cara desnuda.
Algo similar ocurre con la novela en sí misma, una prenda de seda de la más
fina confección, en la que se siente, de inmediato, que muchos años de paciente
labor tuvieron que ser invertidos para permitirle al lector tocar con sus ojos,
por un instante, la belleza terrible de la nada, la inevitable nostalgia de la
perfección.
Ningún
elemento sobra. Desde que son enunciados, los personajes adquieren una
carnosidad que asombra por la sencillez con que el autor los perfila. Pueden
verse ahí, a la mano, aunque sea poco lo que realmente se dice de ellos. En
principio se muestran como personajes comunes, sumergidos en sus ocupaciones
cotidianas y en los deseos más inmediatos de su voluntad. Pero esta impresión
es aparente. Porque así como la novela misma, los personajes pueden palparse
pero tan solo para perderse al instante en lo inasible, en lo insondable de la
existencia misma.
Todos
ellos ríen, y aman, y son felices, y al instante abren los ojos y sienten,
agazapada, la soledad irremediable, el vacío, la nada del mundo.
Seda es, a
su manera, una novela total, que gracias a su brevedad acaricia una profundidad
pocas veces lograda en novelas de mayor aliento. Y es total porque ninguno de
los grandes temas queda excluido de ella: la muerte, el amor, la nostalgia, la
libertad, la guerra, la amistad, que se esbozan desde una poesía leve, sin
afectación. Que se esbozan, en palabras del autor, con el trasfondo de una
música blanca.
Al
terminar la novela queda uno con la sensación de que algo definitivo ha
sucedido en su vida. Pero es tal la sutileza con que nos ha sido contada que no
es fácil precisar en qué consiste ese punto de quiebre. Quizás en una
incertidumbre que se antoja deseable, en la necesidad de una travesía al abismo
de nosotros mismos.