Si hoy me preguntaran por mi
primer recuerdo, no sabría con certeza qué responder. Bien se ha dicho, hasta
casi rayar en el cliché, que la memoria es un pantano cenagoso, un gigantesco
mar de arena movediza que no deja huella permanente en su dueño, que va
acumulando capas y capas de tiempo, de emociones, de pensamientos, hasta tal
punto que no se vive dos veces el mismo recuerdo (y entonces el famosísimo
aforismo de Heráclito podría aplicarse tanto a la vida misma como a la memoria,
que es uno de sus sucedáneos, y entonces podría decirse de la misma forma que
la memoria es también tiempo, no solo presente sino también pasado y futuro, y
ahí hasta el Big Bang, y ya se armó un gran embrollo…). Cuando escarbo en las
fosas de mi memoria me encuentro con situaciones más o menos recurrentes, más o
menos fijas, que, sin embargo, de acuerdo a millones de factores (mi estado de
ánimo general, una nueva palabra de aquel o aquella a quien pertenece el
recuerdo, la música de fondo del momento, el silbido de un pájaro en el Amazonas
profundo) adquiere siempre un matiz distinto. Entonces me acerco a aquel día en
que yo jugaba fútbol con mi papá, cuando él aún tenía fuerzas y paciencia para
jugar fútbol conmigo, y al verme patear insistentemente con la pierna derecha,
como el 93% de la población mundial de jugadores de fútbol, me dice, muy
sabiamente, previendo un futuro consagrado con fervor a ese deporte, ‘Con la
izquierda, Juancho, patea con la izquierda’. Algunos años atrás ese era mi
primer recuerdo, inmóvil, casi eterno. Era el primer gran momento de mi vida:
el día en que me convertí en jugador zurdo por sugerencia de mi padre.
Pero hoy que me he acercado a
él de nuevo ya no estoy tan seguro. Porque aún no sé si aquello sucedió antes o
después de que ingresara al colegio, y ese hecho es fundamental porque después
del colegio recuerdo muchísimas cosas. Como mi primer día de los muchos que
durante trece años pasaría allá. Feliz de ser por fin un ‘niño grande’, como decía
mi mamá, de estar en un colegio gigante con prados inmensos y varias canchas de
fútbol, y niños y niñas de mi edad que no se veían tan felices como yo. Me tomó
mucho tiempo darme cuenta de que aquel no era mi lugar. De que el hecho de que esa
felicidad que yo sentí aquel día no fuera compartida por nadie era un vaticinio
de mis días venideros encerrado en ese lugar hermosísimo del que aprendí muchas
cosas menos a sentirme parte de algo.
Muchas veces a lo largo de mi
vida he llegado, por diversos caminos, a la misma conclusión que raya en la
tragicomedia: he estado siempre en el lugar equivocado. No era ese el colegio
adecuado para mí; no eran esos los compañeros en quienes tendría algo de
resonancia; no eran esas las mujeres a quienes debía prestar atención; no era
eso lo que yo quería ser. Lo cual demuestra también una gran dificultad para
aceptarme a mí mismo. Es así: me cuesta aceptarme a mí mismo porque hasta no
hace mucho encontré finalmente lo que quería ser y hacia dónde quería
dirigirme.
No sé por qué llegué a esto.
Porque de lo que yo quería hablar era de mi primer recuerdo. Pero quizás era a
esto a lo que apuntaba sin darme cuenta, o quizás mi primer recuerdo está tan
estrechamente ligado a este sentimiento generalizado de mi vida que para hablar
de él tenía que dar este rodeo. Así que junto a mi primer día de colegio y a mi
ritual de iniciación futbolístico veo un día de 1989, a mediados de septiembre,
cuando conocí a mi hermano menor. La atmósfera era oscura, no había mucha luz,
filtrada por lo que ahora se me antoja eran gruesas cortinas, en la Clínica El Country
de Bogotá. Recuerdo el sigilo y la ansiedad por verlo, por no despertarlo, por
darle tan solo una rápida ojeada porque los niños de 4 años como yo era en ese
entonces no debían permanecer por mucho tiempo en las salas de maternidad. Yo
entré con afán y expectativa, vi una cosita pequeñita durmiendo plácidamente, y
desde ahí supe que lo querría por siempre. Y veo también, ahí cerquita a ese
recuerdo, a mi hermana mientras jugábamos con el equipo de sonido de la casa,
mientras peleábamos por cualquier estupidez, entre más pequeña más grande la
pelea. Y también me veo en la mesa de la sala coloreando (o para ser más
preciso, masacrando) un libro de dibujos de animalitos que mi papá me había
traído de algún viaje.
Todo eso es mi primer
recuerdo, porque uno tras otro llegan hoy a mí, sin aparente orden, sin ningún
tipo de cronología. Entonces mis primeros días son una masa compacta, móvil,
confusa; son el núcleo de una memoria que hasta el día de hoy, en esencia, no
ha dejado de ser así, desordenada, muy fiel a ciertos detalles pero tendiente a
las generalidades, un océano en perpetuo movimiento, con temporadas de lluvia y
tormentas y también de días soleados.
Esos recuerdos son mi mayor
tesoro. Representan el núcleo mismo de mi vida, mi ser más íntimo. Y, sin
embargo, son un tesoro paradójico, porque al mismo tiempo que representan el
alimento espiritual de toda una vida, son también el símbolo de una humanidad
efímera y pasajera, en este caso la mía propia. Que mis recuerdos se inflen, se
hagan luminosos, se estrechen, cambien de tonalidad, me produzcan nostalgia o
me sean indiferentes según el clima o la cantidad de barba que tenga demuestra
que todo lo nuestro, nuestro sueños, nuestras esperanzas y nuestros miedos,
están hechos de polvo, de arena movediza, de tiempo que huye y se aleja volando
como pájaro multicolor. Comprenderlo da nostalgia, pero también fortaleza.