jueves, 10 de noviembre de 2016

Sobre la perplejidad

No es coincidencia, ni meramente circunstancial, el hecho de que las tres manifestaciones democráticas más importantes del 2016 obtuvieran todas el mismo resultado. En cada una de ellas se le preguntó a la sociedad civil por el rumbo a tomar con respecto a temas de vital importancia. En el Reino Unido por su continuación o no como integrantes de la Unión Europea. En Colombia, por la implementación o no de los acuerdos de paz entre el gobierno y las FARC. En EEUU, por el nuevo presidente, la continuación o no del modelo de país representado por Barack Obama. En todas ganó la opción que a ojos de los analistas, los intelectuales y los artistas era la menos sensata y la menos racional.

Analizados todos los casos desde afuera, con la mirada de un extranjero, queda una sensación de perplejidad. ¿Cómo puede la sociedad civil estar votando en contra de su propio beneficio? ¿Cómo pueden pueblos enmarcados dentro de tradiciones democráticas estables (no necesariamente perfectas ni ideales, pero sí estables) optar por la alternativa más incierta, la menos conciliadora?

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A primera vista podría parecer que los votantes se han vuelto locos. O, lo que muy frecuentemente sucede, que se los tilde de ignorantes, de racistas, de xenófobos, de amantes de la guerra. Muchos creen que en nuestra época ha proliferado la estupidez y la ignorancia, que los medios masivos de comunicación y las redes sociales han atrofiado nuestra capacidad de pensar. Yo creo, por el contrario, que no es esta una época particularmente estúpida ni ignorante, ni más estúpida e ignorante que las sociedades del pasado. No considero que hayamos sido presas de una epidemia de estupidez sin precedentes. Quizás ahora sea más fácil notarlo que antes. Pero la barbarie, el egoísmo, los intereses privados por encima de los comunes son temas que se han repetido como bucles a lo largo de la historia.

No estamos llegando al ‘final’ ni al abismo de la humanidad. Estamos llegando al final de la idealización de la democracia y al clímax de la exacerbación de la individualidad.

Yo considero que todos aquellos que apoyaron en sus respectivos países la alternativa ‘menos sensata’ lo que están demostrando es que ese viejo ideal de la democracia como el sistema de gobierno más racional, más respetuoso de la libertad, está mandado a recoger. Fracasó, o quizás nunca logró consolidarse del todo. Es eso, un ideal, un paradigma al cual apuntar, pero que solo existe en el reino de las expectativas fallidas. Aquella época en que se llegó a creer que por medio de la razón seríamos libres ahora nos resulta ingenua y ciega. El camino racional ha permitido un crecimiento tecnológico sin par, pero al mismo tiempo ha generado una exacerbación de lo individual nunca antes vista. Es ese, en mi concepto, el ‘espíritu de nuestro tiempo’: la sensación irreductible de que somos individuos desconectados de absolutamente todo lo que nos rodea, de individuos cuyas relaciones con el mundo están mediadas por su propia voluntad, su atracción o su rechazo, no por la empatía. De ahí el papel preponderante de la emoción en nuestro tiempo: sólo nos importa nuestro propio cuerpo, nuestro propio goce. Lo que afecte a otros no es de nuestra incumbencia.

Los resultados de las tres votaciones antes mencionadas son consecuencia de ello. Son emocionales, más que racionales. Por eso nos parecen insensatos, porque la razón no estuvo particularmente presente en ninguno de ellos. Esto es lo que sucede cuando se le da tanta preponderancia a la individualidad, y cuando se deja la emocionalidad a la deriva, ciega, inconsciente. Más que ser producto de estupidez e ignorancia, estos resultados son consecuencia de una inconsciencia absoluta sobre el significado de una comunidad, de una sociedad. Cuando se la juzga como un conglomerado de individuos aislados entre sí, y cuando sólo se llama a la participación cada cuatro años y no de manera constante, cotidiana y activa (en una búsqueda de diálogo sobre las diferencias, de bienestar de quienes están en una situación más vulnerable que nosotros, de conciliación), es imposible obtener resultados sensatos y racionales. En esas circunstancias ganará siempre el capricho y la necesidad del mayor beneficio individual posible, esa espiral de hedonismo apolítico en la que ya llevamos bastante tiempo.

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En la raíz de estos resultados se encuentra, pues, el hecho de que hemos perdido la noción de comunidad y de acción política en su sentido más original. Somos hijos de una época en la que los denominados ‘valores absolutos’ de la sociedad no incluyen en sí una noción colectiva de la misma. El denominado neo-liberalismo ha tomado del liberalismo clásico solamente lo concerniente al mercado y al capital, y ha excluido por completo el aspecto humano de ese pensamiento, que en su conjunto abarcaba una cosmovisión y un sentido del hombre como un ser libre, igual a sus semejantes, cuya racionalidad era el instrumento idóneo para su felicidad. Aún existía una noción de comunidad: los hombres, hermanados por su capacidad para pensar, podrían entre todos construir una sociedad justa y benévola con cada uno de sus miembros. (Cabe señalar que esta postura nunca se consolidó efectivamente en ninguna sociedad, aunque este espíritu impregne gran parte de la creación de los Estados Unidos y de la amplia mayoría de naciones democráticas del mundo). De esa cosmovisión solo queda la idea de que la sociedad está compuesta por individuos (hoy en día poco más que potenciales consumidores) que poseen, sobre el papel, igualdad de derechos en cuanto a la propiedad privada y la posibilidad de conseguir bienes y acumular capital. Eso es lo que básicamente ofrece una sociedad como la estadounidense o la colombiana en el presente.

De manera que más que impulsar la unidad de la sociedad, el mundo de hoy exacerba las diferencias y hace de la individualidad el único valor digno de ser perseguido. La democracia, como sistema político participativo, está demostrando ser cada vez menos efectiva y eficiente porque la sociedad ha dejado de ser un tejido humano, de vínculos de empatía entre iguales, para convertirse en un conglomerado de seres aislados que buscan su bienestar sin importar el resto, y que además creen estar haciendo siempre lo correcto, según su propio sistema de creencias y de expectativas. Sin contar con la gran cantidad de abstencionistas que abiertamente renuncian a participar en el ‘juego democrático’.

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La fragmentación del tejido social se hace más evidente en momentos de perplejidad política como los que se han vivido tan repetidamente durante el 2016. Aquellos que han defendido la postura ‘más sensata’, y se consideran, por ende, conciliadores (los del SI en Colombia, los anti-Trump en EEUU, por mencionar algunos) han caído con frecuencia en comportamientos propios de la insensatez: han señalado, juzgado, rechazado, denigrado, insultado, se han indignado con quienes no piensan como ellos (basta con ver los innumerables post de los defensores del SI en Colombia, o las recientes publicaciones de Moby respecto a las elecciones en EEUU). Se han parado en algo que no puedo llamar más que ‘superioridad moral’ que, creen ellos, quizás de manera inconsciente, se han ganado gracias a su ‘progresismo’ y su ‘mente abierta’. Olvidan que la unión no se hace sólo con quien piensa igual, sino sobre todo con quien piensa diferente. Y terminan jugando mejor que nadie el juego de la polarización.

Por eso la indignación y el menosprecio hacia el otro es infértil, pues es precisamente con ese otro con quien hay disenso con quien se debe dialogar y a quien se debe entender y aceptar. Defender públicamente ideas progresistas no nos hace automáticamente progresistas. Defender el respeto por la diferencia no nos exime de efectivamente trabajar día a día por el respeto a la diferencia, así esa diferencia no se ajuste a nuestras convicciones. Defender a viva voz la paz no es lo mismo que construir efectivamente paz. Esa es, quizás, la esencia del espíritu democrático tan ausente de nuestras democracias contemporáneas, y la gran lucha que debemos dar si queremos una sociedad más justa, incluyente y respetuosa de las diferencias.

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No creo que quienes apoyaron las causas ‘menos sensatas’ estén más confundidos que los otros. Todos lo estamos. Algunos queremos hacer cosas diferentes, pero realmente no sabemos cómo. Algunos quisiéramos construir un mundo mejor para nosotros y para los otros, pero es evidente que votar cada cuatro años no es el camino.

Lo que nos corresponde es encontrar nuevas vías de participación política. Dejar de lavarnos las manos cada vez que votamos, sintiendo en nuestro interior que hemos cumplido nuestra labor democrática y patriótica, y actuar día a día como seres responsables de nosotros mismos y de los demás, conscientes de nuestro papel simultáneo de individuos y seres políticos. La construcción de un mundo más justo no se hace necesariamente desde la plaza pública o desde las marchas (aun cuando sean mecanismos tradicionales muy válidos); se hace desde toda acción cotidiana; desde dejar de insultar al otro porque piensa diferente y votó por el NO e intentar comprender sus razones y motivos; o desde dejar de decirle al que votó por el SI que es un ‘guerrillero castrochavista’ y comprender sus ansias de unión y de conciliación; desde dejar la mala leche y la envidia; desde dejar de juzgar a los demás y de mirar qué es lo que nos hace falta mejorar en nuestro interior, para luego intentar construir en un nivel más amplio, desde las capacidades y posibilidades de cada quien.


El llamado es a reconstruir nuestra noción de la sociedad y a empezar a transformar la fragmentación a la que nuestra individualidad exacerbada nos ha llevado. El mundo no es estúpido; lo estúpido es creer que no tenemos nada que ver con el estado de cosas actual, que todo es culpa de los políticos y de los otros. Lo estúpido es mantenerse ciegamente en unas convicciones quizás anacrónicas, y en indignarse por la situación del mundo con un quejido espontáneo y fugaz, sin consecuencias efectivas. Hace falta una revolución, no de masas ni violenta, sino de consciencia, de empatía, de reconstrucción del tejido social. Quizás la perplejidad sea el motor que nos hacía falta para iniciarla de una buena vez.