Cuando el universo habla hay que hacer silencio y saber
escuchar. El ruido de nuestras dudas, caprichos y obsesiones es tan fuerte e
incesante que ya no sabemos cómo ni cuándo prestar atención a los mensajes que
nos llegan por doquier. Por eso cuando el universo alza la voz, e incluso nos
toca el hombro con su mano cálida y firme, debemos detenernos, respirar y
prepararnos para abrir los oídos del corazón y el espíritu.
Solemos considerarnos imbatibles, infalibles, casi eternos.
Con demasiada frecuencia nos engañamos a nosotros mismos y creemos (queremos)
tener el mundo entero bajo control. Por la fuerza de la costumbre vemos que
todo a nuestro alrededor es sólido como árbol, y nos abrazamos con fervor a la
estabilidad. Pero no son más que apariencias. Porque en el momento en que nos
aferramos, quizás sin quererlo, a lo sólido, suele caer una lluvia tan intensa
que derrite toda certeza y toda piedra. Por falta de humildad (por no tener
presente, como el pensamiento oriental, la absoluta levedad del ser) nos vemos
abocados al abismo de la incertidumbre y a la crisis. Y es ahí cuando,
obligados por el soplo eterno de la existencia, comprendemos que nada es para
siempre, que incluso el edificio mejor construido puede colapsar en un instante
de turbulencia y temblor, y que ahí nada, ni nuestro ego, ni nuestra terquedad,
ni nuestra insolencia pueden evitar la catástrofe.
En ese instante nos damos cuenta de que no tenemos nada. Ni
siquiera la fuerza para hacerle frente al abismo. Porque preocupados por lo
transitorio, engañados por nuestra vanidad y nuestro exceso de orgullo, solo
hemos tenido ojos para fantasmas que al menor problema se esfuman. Fantasmas
que en esencia son uno solo: el futuro, las proyecciones que a todo momento
hacemos, cimentados en lo sólido que vemos por todos lados. Quedamos entonces
abandonados a nuestra suerte en un territorio que suele sernos esquivo y
desconocido: el hoy, el simple y llano día a día.
Ese es el primer mensaje del universo: lo fundamental, lo
que no debemos nunca olvidar, es el presente. La vida que nos ha tocado por
suerte no nos ofrece otra dimensión distinta al instante. Podemos salir de él
transitoriamente por medio del recuerdo, o de la imaginación del futuro que
podría estarnos esperando en la otra esquina, en el bus del mediodía, en el
viaje de mitad de año. Pero incluso esas escapatorias momentáneas son
engañosas, porque se hacen desde un momento siempre presente, siempre sometidas
a las circunstancias de ese hoy que no se puede evadir jamás. Por eso nuestros
recuerdos son elásticos: se ensanchan o se achican dependiendo del día y la
hora en que vuelven a nosotros.
De ahí la importancia de estar siempre atentos, de no
dejarnos nublar por los fantasmas que nos acechan todo el tiempo. Porque el
presente es la vida, y dejarlo escapar sin saborearlo, sin darle su justa
medida, es morir en la víspera. Es sentir sed ante el manantial.
Y esa es una lección de humildad que debería ser aprendida
con todos sus matices y consecuencias, pues a partir de esa única certeza de
que no tenemos otra cosa que el hoy (una certeza que no nace de ningún análisis
abstracto ni de un algoritmo, sino de la carne y la piel en llamas), y de que
además el universo puede apabullarnos con su furia y su caudal en cualquier
momento, no tenemos otra salida que despojarnos de nuestro orgullo y aceptar
que de ese torrente universal que somos y vivimos y del cual nos nutrimos todo
el tiempo no somos nada más que átomos dóciles y flores marchitas.
Lejos de ser una visión preocupante, la destrucción de
nuestra arrogancia debería ser acogida como un consuelo. Porque bajo la mirada
del primate orgulloso, autosuficiente, el más inteligente de todos, nuestras
capacidades son infinitas, nuestro único obstáculo la ignorancia. Y cuando todo
colapsa, a ese primate no le queda más que lamentarse por su adversidad o caer
en el total desaliento. Pero cuando nos asumimos como lo que somos (pájaros
vulnerables en un vendaval, suspiros en medio de un bosque oscuro) comprendemos
que nuestra única fuerza y nuestro mejor consuelo es vivir intensamente, es
nadar en la corriente universal guiados por nuestra luz interior, con belleza,
amor y confianza. Porque el universo es feroz, pero no nos abandona. Por eso
cuando lo necesitamos él nos habla, nos grita o nos susurra según nuestra
disposición, y nos dice que no estamos solos. Quizás a la deriva. Pero no
solos.