martes, 25 de junio de 2013

A La Deriva

Cuando el universo habla hay que hacer silencio y saber escuchar. El ruido de nuestras dudas, caprichos y obsesiones es tan fuerte e incesante que ya no sabemos cómo ni cuándo prestar atención a los mensajes que nos llegan por doquier. Por eso cuando el universo alza la voz, e incluso nos toca el hombro con su mano cálida y firme, debemos detenernos, respirar y prepararnos para abrir los oídos del corazón y el espíritu.

Solemos considerarnos imbatibles, infalibles, casi eternos. Con demasiada frecuencia nos engañamos a nosotros mismos y creemos (queremos) tener el mundo entero bajo control. Por la fuerza de la costumbre vemos que todo a nuestro alrededor es sólido como árbol, y nos abrazamos con fervor a la estabilidad. Pero no son más que apariencias. Porque en el momento en que nos aferramos, quizás sin quererlo, a lo sólido, suele caer una lluvia tan intensa que derrite toda certeza y toda piedra. Por falta de humildad (por no tener presente, como el pensamiento oriental, la absoluta levedad del ser) nos vemos abocados al abismo de la incertidumbre y a la crisis. Y es ahí cuando, obligados por el soplo eterno de la existencia, comprendemos que nada es para siempre, que incluso el edificio mejor construido puede colapsar en un instante de turbulencia y temblor, y que ahí nada, ni nuestro ego, ni nuestra terquedad, ni nuestra insolencia pueden evitar la catástrofe.

En ese instante nos damos cuenta de que no tenemos nada. Ni siquiera la fuerza para hacerle frente al abismo. Porque preocupados por lo transitorio, engañados por nuestra vanidad y nuestro exceso de orgullo, solo hemos tenido ojos para fantasmas que al menor problema se esfuman. Fantasmas que en esencia son uno solo: el futuro, las proyecciones que a todo momento hacemos, cimentados en lo sólido que vemos por todos lados. Quedamos entonces abandonados a nuestra suerte en un territorio que suele sernos esquivo y desconocido: el hoy, el simple y llano día a día.

Ese es el primer mensaje del universo: lo fundamental, lo que no debemos nunca olvidar, es el presente. La vida que nos ha tocado por suerte no nos ofrece otra dimensión distinta al instante. Podemos salir de él transitoriamente por medio del recuerdo, o de la imaginación del futuro que podría estarnos esperando en la otra esquina, en el bus del mediodía, en el viaje de mitad de año. Pero incluso esas escapatorias momentáneas son engañosas, porque se hacen desde un momento siempre presente, siempre sometidas a las circunstancias de ese hoy que no se puede evadir jamás. Por eso nuestros recuerdos son elásticos: se ensanchan o se achican dependiendo del día y la hora en que vuelven a nosotros.

De ahí la importancia de estar siempre atentos, de no dejarnos nublar por los fantasmas que nos acechan todo el tiempo. Porque el presente es la vida, y dejarlo escapar sin saborearlo, sin darle su justa medida, es morir en la víspera. Es sentir sed ante el manantial.

Y esa es una lección de humildad que debería ser aprendida con todos sus matices y consecuencias, pues a partir de esa única certeza de que no tenemos otra cosa que el hoy (una certeza que no nace de ningún análisis abstracto ni de un algoritmo, sino de la carne y la piel en llamas), y de que además el universo puede apabullarnos con su furia y su caudal en cualquier momento, no tenemos otra salida que despojarnos de nuestro orgullo y aceptar que de ese torrente universal que somos y vivimos y del cual nos nutrimos todo el tiempo no somos nada más que átomos dóciles y flores marchitas.

Lejos de ser una visión preocupante, la destrucción de nuestra arrogancia debería ser acogida como un consuelo. Porque bajo la mirada del primate orgulloso, autosuficiente, el más inteligente de todos, nuestras capacidades son infinitas, nuestro único obstáculo la ignorancia. Y cuando todo colapsa, a ese primate no le queda más que lamentarse por su adversidad o caer en el total desaliento. Pero cuando nos asumimos como lo que somos (pájaros vulnerables en un vendaval, suspiros en medio de un bosque oscuro) comprendemos que nuestra única fuerza y nuestro mejor consuelo es vivir intensamente, es nadar en la corriente universal guiados por nuestra luz interior, con belleza, amor y confianza. Porque el universo es feroz, pero no nos abandona. Por eso cuando lo necesitamos él nos habla, nos grita o nos susurra según nuestra disposición, y nos dice que no estamos solos. Quizás a la deriva. Pero no solos.