domingo, 12 de enero de 2020

Los matices del cielo

El cielo ya no oscila entre los matices del azul y del blanco.

Los días ahora son entre verde montaña
verde mar
y color barro
Como el entorno de un río desbocado
en medio de la selva.

Nadie sabe qué pasó, aunque abundan las historias.
Yo era muy joven cuando los primeros síntomas empezaron a percibirse.
Primero en la sensación del aire.
Aún se puede respirar, no es tóxico.
Pero ahora pesa más.
O eso es lo que dicen.
Yo ya no lo recuerdo.

En mi memoria los días de mi infancia
pasan fugaces,
son cascadas caudalosas de tormenta.
Mi presente, en cambio, es como los pasos
de un perro viejo y achacoso
que debe reposar a cada tanto.

El aire más pesado ha hecho lento el paso del tiempo,
y todo menester humano ha debido reducir su ímpetu.

Ya no hay telecomunicaciones.
Sólo comunicaciones verbales
gestuales
corporales
escritas en papel
cantadas.
Ya no hay pantallas
ni electricidad.

Sólo ojos atentos y oídos atentos.
Y personas dispuestas a comentar
los matices del cielo.
A jugar con sus recuerdos pasajeros.
A intentar traer de nuevo el azul
que ya no existe allá arriba,
sólo adentro, y en algunas pinturas que aún quedan.

Ahora respiramos y estamos como más presentes.

jueves, 10 de noviembre de 2016

Sobre la perplejidad

No es coincidencia, ni meramente circunstancial, el hecho de que las tres manifestaciones democráticas más importantes del 2016 obtuvieran todas el mismo resultado. En cada una de ellas se le preguntó a la sociedad civil por el rumbo a tomar con respecto a temas de vital importancia. En el Reino Unido por su continuación o no como integrantes de la Unión Europea. En Colombia, por la implementación o no de los acuerdos de paz entre el gobierno y las FARC. En EEUU, por el nuevo presidente, la continuación o no del modelo de país representado por Barack Obama. En todas ganó la opción que a ojos de los analistas, los intelectuales y los artistas era la menos sensata y la menos racional.

Analizados todos los casos desde afuera, con la mirada de un extranjero, queda una sensación de perplejidad. ¿Cómo puede la sociedad civil estar votando en contra de su propio beneficio? ¿Cómo pueden pueblos enmarcados dentro de tradiciones democráticas estables (no necesariamente perfectas ni ideales, pero sí estables) optar por la alternativa más incierta, la menos conciliadora?

***

A primera vista podría parecer que los votantes se han vuelto locos. O, lo que muy frecuentemente sucede, que se los tilde de ignorantes, de racistas, de xenófobos, de amantes de la guerra. Muchos creen que en nuestra época ha proliferado la estupidez y la ignorancia, que los medios masivos de comunicación y las redes sociales han atrofiado nuestra capacidad de pensar. Yo creo, por el contrario, que no es esta una época particularmente estúpida ni ignorante, ni más estúpida e ignorante que las sociedades del pasado. No considero que hayamos sido presas de una epidemia de estupidez sin precedentes. Quizás ahora sea más fácil notarlo que antes. Pero la barbarie, el egoísmo, los intereses privados por encima de los comunes son temas que se han repetido como bucles a lo largo de la historia.

No estamos llegando al ‘final’ ni al abismo de la humanidad. Estamos llegando al final de la idealización de la democracia y al clímax de la exacerbación de la individualidad.

Yo considero que todos aquellos que apoyaron en sus respectivos países la alternativa ‘menos sensata’ lo que están demostrando es que ese viejo ideal de la democracia como el sistema de gobierno más racional, más respetuoso de la libertad, está mandado a recoger. Fracasó, o quizás nunca logró consolidarse del todo. Es eso, un ideal, un paradigma al cual apuntar, pero que solo existe en el reino de las expectativas fallidas. Aquella época en que se llegó a creer que por medio de la razón seríamos libres ahora nos resulta ingenua y ciega. El camino racional ha permitido un crecimiento tecnológico sin par, pero al mismo tiempo ha generado una exacerbación de lo individual nunca antes vista. Es ese, en mi concepto, el ‘espíritu de nuestro tiempo’: la sensación irreductible de que somos individuos desconectados de absolutamente todo lo que nos rodea, de individuos cuyas relaciones con el mundo están mediadas por su propia voluntad, su atracción o su rechazo, no por la empatía. De ahí el papel preponderante de la emoción en nuestro tiempo: sólo nos importa nuestro propio cuerpo, nuestro propio goce. Lo que afecte a otros no es de nuestra incumbencia.

Los resultados de las tres votaciones antes mencionadas son consecuencia de ello. Son emocionales, más que racionales. Por eso nos parecen insensatos, porque la razón no estuvo particularmente presente en ninguno de ellos. Esto es lo que sucede cuando se le da tanta preponderancia a la individualidad, y cuando se deja la emocionalidad a la deriva, ciega, inconsciente. Más que ser producto de estupidez e ignorancia, estos resultados son consecuencia de una inconsciencia absoluta sobre el significado de una comunidad, de una sociedad. Cuando se la juzga como un conglomerado de individuos aislados entre sí, y cuando sólo se llama a la participación cada cuatro años y no de manera constante, cotidiana y activa (en una búsqueda de diálogo sobre las diferencias, de bienestar de quienes están en una situación más vulnerable que nosotros, de conciliación), es imposible obtener resultados sensatos y racionales. En esas circunstancias ganará siempre el capricho y la necesidad del mayor beneficio individual posible, esa espiral de hedonismo apolítico en la que ya llevamos bastante tiempo.

***

En la raíz de estos resultados se encuentra, pues, el hecho de que hemos perdido la noción de comunidad y de acción política en su sentido más original. Somos hijos de una época en la que los denominados ‘valores absolutos’ de la sociedad no incluyen en sí una noción colectiva de la misma. El denominado neo-liberalismo ha tomado del liberalismo clásico solamente lo concerniente al mercado y al capital, y ha excluido por completo el aspecto humano de ese pensamiento, que en su conjunto abarcaba una cosmovisión y un sentido del hombre como un ser libre, igual a sus semejantes, cuya racionalidad era el instrumento idóneo para su felicidad. Aún existía una noción de comunidad: los hombres, hermanados por su capacidad para pensar, podrían entre todos construir una sociedad justa y benévola con cada uno de sus miembros. (Cabe señalar que esta postura nunca se consolidó efectivamente en ninguna sociedad, aunque este espíritu impregne gran parte de la creación de los Estados Unidos y de la amplia mayoría de naciones democráticas del mundo). De esa cosmovisión solo queda la idea de que la sociedad está compuesta por individuos (hoy en día poco más que potenciales consumidores) que poseen, sobre el papel, igualdad de derechos en cuanto a la propiedad privada y la posibilidad de conseguir bienes y acumular capital. Eso es lo que básicamente ofrece una sociedad como la estadounidense o la colombiana en el presente.

De manera que más que impulsar la unidad de la sociedad, el mundo de hoy exacerba las diferencias y hace de la individualidad el único valor digno de ser perseguido. La democracia, como sistema político participativo, está demostrando ser cada vez menos efectiva y eficiente porque la sociedad ha dejado de ser un tejido humano, de vínculos de empatía entre iguales, para convertirse en un conglomerado de seres aislados que buscan su bienestar sin importar el resto, y que además creen estar haciendo siempre lo correcto, según su propio sistema de creencias y de expectativas. Sin contar con la gran cantidad de abstencionistas que abiertamente renuncian a participar en el ‘juego democrático’.

***

La fragmentación del tejido social se hace más evidente en momentos de perplejidad política como los que se han vivido tan repetidamente durante el 2016. Aquellos que han defendido la postura ‘más sensata’, y se consideran, por ende, conciliadores (los del SI en Colombia, los anti-Trump en EEUU, por mencionar algunos) han caído con frecuencia en comportamientos propios de la insensatez: han señalado, juzgado, rechazado, denigrado, insultado, se han indignado con quienes no piensan como ellos (basta con ver los innumerables post de los defensores del SI en Colombia, o las recientes publicaciones de Moby respecto a las elecciones en EEUU). Se han parado en algo que no puedo llamar más que ‘superioridad moral’ que, creen ellos, quizás de manera inconsciente, se han ganado gracias a su ‘progresismo’ y su ‘mente abierta’. Olvidan que la unión no se hace sólo con quien piensa igual, sino sobre todo con quien piensa diferente. Y terminan jugando mejor que nadie el juego de la polarización.

Por eso la indignación y el menosprecio hacia el otro es infértil, pues es precisamente con ese otro con quien hay disenso con quien se debe dialogar y a quien se debe entender y aceptar. Defender públicamente ideas progresistas no nos hace automáticamente progresistas. Defender el respeto por la diferencia no nos exime de efectivamente trabajar día a día por el respeto a la diferencia, así esa diferencia no se ajuste a nuestras convicciones. Defender a viva voz la paz no es lo mismo que construir efectivamente paz. Esa es, quizás, la esencia del espíritu democrático tan ausente de nuestras democracias contemporáneas, y la gran lucha que debemos dar si queremos una sociedad más justa, incluyente y respetuosa de las diferencias.

***

No creo que quienes apoyaron las causas ‘menos sensatas’ estén más confundidos que los otros. Todos lo estamos. Algunos queremos hacer cosas diferentes, pero realmente no sabemos cómo. Algunos quisiéramos construir un mundo mejor para nosotros y para los otros, pero es evidente que votar cada cuatro años no es el camino.

Lo que nos corresponde es encontrar nuevas vías de participación política. Dejar de lavarnos las manos cada vez que votamos, sintiendo en nuestro interior que hemos cumplido nuestra labor democrática y patriótica, y actuar día a día como seres responsables de nosotros mismos y de los demás, conscientes de nuestro papel simultáneo de individuos y seres políticos. La construcción de un mundo más justo no se hace necesariamente desde la plaza pública o desde las marchas (aun cuando sean mecanismos tradicionales muy válidos); se hace desde toda acción cotidiana; desde dejar de insultar al otro porque piensa diferente y votó por el NO e intentar comprender sus razones y motivos; o desde dejar de decirle al que votó por el SI que es un ‘guerrillero castrochavista’ y comprender sus ansias de unión y de conciliación; desde dejar la mala leche y la envidia; desde dejar de juzgar a los demás y de mirar qué es lo que nos hace falta mejorar en nuestro interior, para luego intentar construir en un nivel más amplio, desde las capacidades y posibilidades de cada quien.


El llamado es a reconstruir nuestra noción de la sociedad y a empezar a transformar la fragmentación a la que nuestra individualidad exacerbada nos ha llevado. El mundo no es estúpido; lo estúpido es creer que no tenemos nada que ver con el estado de cosas actual, que todo es culpa de los políticos y de los otros. Lo estúpido es mantenerse ciegamente en unas convicciones quizás anacrónicas, y en indignarse por la situación del mundo con un quejido espontáneo y fugaz, sin consecuencias efectivas. Hace falta una revolución, no de masas ni violenta, sino de consciencia, de empatía, de reconstrucción del tejido social. Quizás la perplejidad sea el motor que nos hacía falta para iniciarla de una buena vez.

domingo, 6 de diciembre de 2015

Retiro

- ¿Es definitivo, Jota?

Jota fumaba y veía la lluvia golpear la ventana. Se sentía bien, cómodo, en ese tercer piso, y apreciaba, sobre todo, la vista: un extenso campo verde que a esa hora de la mañana contrastaba con el gris y blanco intenso del horizonte, que se antojaba inacabable. Apenas miró a Nicolás de reojo.

- Pensé que era temporal – dijo Nicolás, sentado en el sillón junto a la cama destendida.

Jota seguía absorto en el paisaje. Tosió, luego fumó de nuevo. Abrió la ventana, soltó el humo. Se sentía bien el viento salpicado por pequeñas gotas de lluvia suave en el rostro.

- Todo es temporal. O no, según el ánimo con que uno se levante.

Nicolás se quedó mirándolo por un rato. Podía estar a punto de lanzar alguno de sus monólogos interminables, aunque cada vez hablaba menos. Jota le devolvió la mirada y sonrió con suavidad.

-  Ya lleva cuánto, ¿tres años?
-  Cuatro – respondió Jota.

Quizás por la certeza que le imprimía a sus palabras, Nicolás recordó la energía de niño que tuvo siempre Jota en la universidad. Su determinación en los partidos de fútbol. La vitalidad con que bailaba durante las noches de salsa. La convicción de sus argumentos en las clases o en las tardes de marihuana en el campus. Le pareció que de eso había sido ya mucho tiempo.

-   Habrán sido provechosos, me imagino – dijo Nicolás.

Jota pareció de repente muy cansado, como si la pregunta le hubiera soltado todo un océano encima. Le dio una última fumada al cigarrillo y sin soltar el humo botó la colilla por la ventana. ‘Provechoso’, pensó Jota, indiferente.

-   ¿Ha vuelto a escribir? – preguntó Nicolás.
-   No. Hace mucho no escribo nada.

Jota había abandonado la literatura a los 28 años, casi dos antes de recluirse.

Todavía extrañaba a Lucía, su ex esposa, quien había renunciado a visitarlo seis meses atrás. Jota sabía, muy adentro, que el motivo de su ausencia era esa ‘rasquiña del alma’, como ella llamaba con sarcasmo, que se había ido apoderando de él poco a poco y que para ella se había vuelto insoportable. Ese algo que se había gestado desde mucho antes (quizás desde esa infancia congelada en su memoria en un puñado de imágenes y sensaciones más bien confusas), y que se manifestaba en cierta desidia vital, como en el hecho de no querer tener hijos o en no emocionarse nunca demasiado con nada. Porque nada importa, pensaba Jota. La constante sucesión de días y noches podría dar la impresión de que algo más allá de los hombres ocurre, pero vistas las cosas con crudeza, nada importa. Es más imprescindible una rosa cualquiera perdida en un campo cualquiera que un pensamiento estúpido de cualquier hombre.

-   Camine a dar una vuelta, Nico.

Salieron del edificio. Jota se dirigió, con la mirada absorta en el piso, hacia el campo verde. Todavía lloviznaba. Nicolás pensó en decirle que habría sido buena idea ponerse un saco, porque ese viento tan frío que hacía en Zipaquirá podría enfermarlo, pero prefirió guardarse el consejo.

Caminaron durante varios minutos, uno junto al otro, en silencio. Jota le ofreció un cigarrillo a Nicolás y tomó otro para sí. Los recuerdos de todo lo compartido en la universidad (los paseos a aquella finca en Anapoima, las borracheras de dos y hasta tres días seguidos con los amigos en común, las discusiones literarias impulsadas más por un espíritu de competencia que por el simple gusto de discutir, los domingos de fútbol en el estadio, la muerte de Julio) llegaban a Nicolás impregnados de nostalgia, y le hacían sentir que Jota se había apagado. Este Jota que ahora fumaba a su lado, que caminaba sin afán y de vez en cuando miraba absorto al horizonte, le parecía otro: un fantasma, quizás un impostor (un hermano gemelo no reconocido, un doble idéntico). Mientras caminaban, Nicolás pensó que para comprobar la identidad de su amigo debía someterlo a un interrogatorio riguroso en el que sólo pudiera responder el verdadero Jota. ¿Primer libro que intercambiamos? ¿Nombre del mujerón que nos besó a ambos en tercer semestre? ¿Existió en realidad tal mujerón? ¿Qué opinión tiene de García Márquez? Sí, sí, la respuesta con groserías, por favor. Pensó en esto con una sonrisa. Ese tipo de juegos con Jota eran muy comunes en el pasado. Pero en ese instante su amigo era un misterio que no podía descifrar muy bien. Era como si algo se hubiera roto en él, o como si algo que estaba roto antes hubiera empezado a restaurarse.

Después de varios minutos de caminar sin rumbo por el prado, llegaron a unas bancas rodeadas de árboles. Se sentaron.

-   Esto es a lo que yo llamaría ‘provechoso’, Nico.

Estuvieron largo rato, sin hablar, cada uno inmerso en su propio silencio. Nicolás tomó otro cigarrillo, mientras miraba a Jota sin querer ser demasiado incisivo. La lluvia se había intensificado junto con el viento. En su vientre la necesidad de volver a casa, junto a Juliana y la bebé, empezó a sentirse incontrolable. Se paró e hizo un ademán con la cabeza a Jota, invitando a seguirlo.

-  Usted siempre ha sido raro, Jota. Ahora más que nunca – sonrió. - Pero creo que por eso es que lo quiero.
-  No se ponga con maricadas, Nico. No hace falta. Igual gracias por la visita.


Llegaron a la puerta del hogar de retiro. Ambos se miraron a los ojos. Se dieron un apretón de manos vehemente, varonil, como siempre lo habían hecho. Y sin decirse adiós, Nicolás se fue caminando hacia su carro, estacionado en una trocha llena de barro que hacía las veces de parqueadero. No volteó a mirar, aunque sabía que Jota se había quedado fumando en la puerta, observándolo alejarse. No sabía si Jota le despertaba pena o total admiración por haberlo dejado todo, algo que él jamás lograría porque, siendo honesto consigo mismo, era un cobarde muy cómodo en su cobardía. Encendió su carro. El radio lanzó a medio volumen la música del CD de The Doors que venía escuchando antes de llegar, y durante un segundo de introspección se preparó para el viaje de dos horas que le esperaba rumbo a su casa.

martes, 26 de agosto de 2014

el cadáver del pasado yace sobre el desierto

el cadáver del pasado yace sobre el desierto

ya no hiede

relumbra 
sobre la arena 
como cráneo de elefante

exhala un silencio elocuente
y reclama
la arbitrariedad de lo efímero

quedan los huesos

un eco

una huella

sólo eso

lunes, 28 de julio de 2014

En una loma

Vivir días sin nombre, horas anónimas regidas por el aliento y el capricho de los aires y los insectos. Despojarse de ataduras, de esas cárceles inservibles que la ciudad envuelve sobre nosotros. Desaprender el lenguaje de todos los días y seres, darle nuestra sangre a las palabras, hacer de ellas un camino a nuestra alma y nuestros dioses. Descifrar lo que parece no tener clave, motivo, huella.

Todo es arbitrario y sin embargo esa arbitrariedad es también una diosa, emparentada con el caos y el misterio. El universo es arbitrario e indescifrable, pero es, está, lo soy a cada paso y lo vivo con cada palpitar y cada parpadeo. Es gracias a mi propia arbitrariedad y mi propia conciencia de ella que por un instante comprendo, realmente comprendo, que el milagro de respirar es arbitrario pero no azaroso.


Sumergirse en lo que "es" (nada tan esquivo e impreciso como el lenguaje, las palabras que ahora intento encaminar hacia adentro) me acerca a lo divino; el tiempo todo, 'imagen móvil de la eternidad', es el reflejo, a veces roto, a veces profundo, del universo; el fractal. Sincronía. Y no sé por que me pongo tan trascendental pero la evidencia es desbordante.


Mis palabras se las comerán los pájaros o los perros como lo que son, testimonios efímeros y quizás marchitos de algo que siempre se me escapa. No me puedo bañar ni vestir con palabras y sin embargo son mi instrumento. Oficio vano, como todo oficio humano, el de escribir. Mas oficio de cazador de atardeceres, de soles de matices eternos que se diluyen en el horizonte. Oficio vacío, y, sin embargo, hermoso.


22-jul-2014

jueves, 24 de abril de 2014

23 y 24 de abril de 2014

Se aproxima la medianoche y algo se me quiere escapar a través de las letras. Aún no sé qué es; algo así como un cosquilleo en la punta de los dedos, un brote de hormigas en la garganta que calla, porque la noche exige silencio. Mucho he pensado sobre el arte, mi momento y los niveles de mi vitalidad. Quizás porque luego de días y días de ansiedad, de esa que te sumerge en el humo del cigarrillo y que te lleva a mirar a las estrellas buscando respuestas, por fin he encontrado el reposo. Era necesario. Mis nervios y mi corazón ya estaban acusando el desgaste de la incertidumbre y de la penumbra. En la ansiedad no es posible la reflexión, sólo el vértigo. Por eso cuando llega la calma, las neuronas o el espíritu, como quiera llamárselo, encuentran refugio y por fin germinan. Hoy, con frío y ganas de dormir, las letras me llaman; no puedo ser ajeno a su canto.

Hay en el artista una contradicción. No sé si implícita en todos. Al menos en mí, sí. He estado siempre sometido a un impulso perfeccionista que, bien visto, ha sido más obstáculo que impulso para mí. El querer hacer algo más allá de lo común, de hacerlo sobresalientemente, y de ser reconocido por ello, debo reconocerlo, han sido parte de mis intentos artísticos. Grita en ello un deseo de aceptación, un rechazo a la marginalidad que por fin he comprendido como recurrente en mi vida. He sido siempre un marginal y nunca quise ni me gustó serlo. Pero, por esas ironías de los dioses que juegan, he ahí mi virtud y mi condena: la marginalidad, aún repudiada, es mi signo. De ahí han surgido todos mis intentos por encontrarme, reconciliarme, reconstruirme. Sé que no soy un músico demasiado bueno, ni un escritor demasiado bueno tampoco, pero me empeño en recorrer ambos caminos porque siento que allí por fin me abrazaré conmigo mismo; porque allí encuentro refugio, porque allí me siento libre aunque no del todo cómodo a ratos, porque allí tengo algo mío que nadie me puede quitar o pisotear. Sigo siendo un marginal; mis letras y mis melodías me sirven fundamentalmente a mí y no deberían servir para nada más. Soy disperso, indisciplinado, perezoso a ratos y falto de convicción con más frecuencia de lo que quisiera. Pero a pesar de mí mismo, algo tengo, algo he podido construir.

Sé que divago. Que las ideas no se conectan con suavidad como obliga el manual. No importa. Algo se me escapa a través de las palabras, algo que buscaba salir hace mucho y que debo empezar a purgar si no quiero atragantarme. Mañana será otro día.

lunes, 7 de abril de 2014

El abismo

En el abismo nos damos cuenta de qué estamos hechos porque estamos solos con nuestra penumbra y con las voces de nuestros fantasmas que retumban en el vacío. En la penumbra, todo sonido, incluso el palpitar de nuestro corazón, se amplifica de tal manera que nos devela algo, lo oculto, el misterio. Sin la soledad del abismo no podemos acercarnos a ello. Sin su silencio, sin sus tinieblas, jamás podremos escucharnos con atención, percibir los matices infinitos de nuestra propia voz, que contiene en sí los murmullos de las piedras, el bramar orgánico del mundo y de todos los dioses y sátiros de la Naturaleza. En nuestra voz, aún desprovista de articulación o palabra (es decir, en su estado primigenio) resuenan los ecos de la eternidad.