viernes, 27 de diciembre de 2013

Desde un cafetal, bajo la lluvia



23-dic-2013




No solo el rumor de la lluvia me dice algo. También los pájaros. También las hojas de los árboles y de las matas que en su seno acogen las gotas de agua milenaria. Cuando el agua y las hojas se encuentran se abre un portal. La hoja se estremece, se sacude, como si hubiera sido despertada. Y un ser invisible (un ave, un insecto, quizás una creatura divina) se posa sobre una de las hojas, luego otra, cientos más, en un carnaval etéreo y fugaz.

Pasa un instante mecido por el murmullo del viento y la lluvia. Esta vez el que vuela es un pájaro de carne y sangre, con su pico y todo su plumaje multicolor. Quizás alentado por búsquedas que no comprendo, sigue los rastros de las gotas de lluvia sobre las hojas. Ahora veo que sí son aves invisibles, o dioses encarnados que en una lengua ajena a mi entendimiento, de vibraciones cálidas e inaudibles, revelan a los pájaros de este mundo los secretos del agua y del fuego y del llanto.

***

Una magia que me sobrepasa ocurre cuando me siento a leer el mundo desnudo y cuando intento abarcar, siquiera por un instante, sus esquivos mecanismos. Algo sucede cuando me despojo del afán, de la ansiedad, y dejo que mis palpitaciones se sincronicen con el latido del mundo. El sentido de todas las cosas se me escapa, pero sé que más allá de mi ignorancia y de mis limitaciones hay voces eternas que cantan y gritan. Mi llamado, si es que tales voces se han rebajado a hablarme, es a seguir sus huellas de viento y darles un lenguaje humano, traducirlas a una forma que me sea más cercana.

jueves, 14 de noviembre de 2013

Manifiesto

La cosa empezó con un vacío que no se curaba con nada. Un plato de salchichas en trocitos, una copa de vino blanco, un puñado de dulces multicolores. Intentó con toda clase de comida, desde los pinchos a mil pesos del centro de la ciudad hasta el sushi preparado en vivo. Pero la infructuosidad de la tarea pronto se le hizo palpable: era imposible sentirse lleno porque el vacío no era fisiológico. Ni toda la carne del mundo podría cubrirlo. A la luz de la evidencia del fracaso gastronómico, empezó entonces a buscar una solución distinta. Primero, la marihuana. Luego, el fútbol a toda hora, en televisión y en la cancha del barrio. Por último, y hasta el día de hoy, cerveza en cantidades descomunales. Estas alternativas generaron algún bienestar temporal. Uno que otro momento memorable. Muchas noches de insomnio, eso sí, y monumentales guayabos. No mucho más. Ante la desesperación de las vísceras incómodas y de las manos que no dejaban de temblar optó por una última opción. Al final el vacío no se ha llenado, pero escribir le ha permitido al menos disfrutar de la comida.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Incertidumbre


Lo más difícil es la incertidumbre. Quizá la ruptura definitiva y total de la rutina. O lo inesperado del momento, de no haberlo nunca vislumbrado y de verse abrumado por el fuego del relámpago. Aun cuando el universo (o Dios, o la Energía, como quiera ser llamado) no lo desampara a uno y le ofrece lo que uno mismo busca o necesita o desea intensamente, no es fácil asumir la pérdida. No es fácil sentirse rechazado. Se acostumbra uno a la comodidad del día a día, a los pequeños pactos tácitos como la llamada matutina, la pregunta de rigor por la salud o por los gatos. Y encontrarse de repente sin nada de eso es una tragedia personal que solo estando en ella se dimensiona. Ni el más pesimista de los balances o de los análisis de antemano, en frío, nos dice nada del momento de la turbulencia, ese estallido de agua en las rocas, ese temblor de arena movediza que trastorna el alma entera.

Las emociones son incontrolables. Por eso están más cerca de la vida misma que la razón: a esta podemos ponerle límites, podemos trabajar con ella, emplearla en tareas específicas que distan mucho de los procesos biológicos más básicos. Las emociones son incontrolables porque no se someten a nada. No obedecen a ningún freno. No aceptan fronteras, no se dejan encerrar en ninguna parte. Son como un río inmenso (de nuevo se encuentra uno con la imagen de Heráclito), rodeado de montañas y árboles y bosques, en el cual, si uno llega a caer por suerte o fatalidad, se verá arrastrado a la par que el lodo, los escombros, las ramas y piedras. Habrá momentos de engañosa calma, de contemplación del universo, de, quizás, ver a Dios en el reflejo del agua, de deleite con los ruidos marinos y del bosque. Pero tales momentos de contemplación se irán tan rápido como llegan, porque el río es incontenible, vital, poderoso, un dios más grande que todas las mitologías, que sin atenerse a la triste y frágil voluntad humana (nada más que lodo y piedras) hace Su voluntad. Y uno se ve arrastrado a los rápidos, a las zonas rocosas contra las cuales nuestro cuerpo indefenso se estrella, se desgarra, se magulla. Se hunde en los torbellinos innumerables del caudal (que guardan en su seno todas las cosas, incluso los recuerdos del primer hombre, como atrapados en la eternidad), sumiéndose en largas temporadas de incertidumbre y vacío.

Pero en ningún otro momento se está más vivo, precisamente porque no está uno amarrado a ningún consuelo ni a ninguna esperanza. Porque solo en ese momento se sienten las fuerzas de la naturaleza tal cual son: desnudas, desatadas, inmensas.

Para vivir hay pues que lanzarse al río. Y si uno cae en él empujado por algún ángel o algún demonio que se atraviese en el camino, deberá aceptarlo como lo que es: un regalo del universo, una travesía laberíntica al fondo de la vida y de uno mismo, el momento crucial de la existencia, ese que le dicta a uno su destino y le muestra su reflejo.

10-jun-13 

martes, 27 de agosto de 2013

Languidez


I.
hay días en los que no me la llevo bien conmigo mismo 
y camino cabizbajo 
con las manos en los bolsillos

la gente
las casas derruidas
las calles
aceras casi ruinas
me abruman 

y mi cuerpo me es ajeno 
el mundo me es ajeno 

me desconozco y me pierdo

me imagino como pájaro en lontananza

como pájaro en vuelo 
que busca cielos más amables 
al vaivén del viento caprichoso

pero no soy pájaro ni viento ni cielo

voy caminando
y nada soy

y si hace sol el esplendor me agobia
y si hace frío anhelo fuego en mis entrañas

¿será eso lo que llaman tristeza? 
¿nostalgia? 
¿vacío?

solo bajo la lluvia hallo algo de sosiego 
quizás porque me siento en casa

el consuelo de las gotas en mi rostro 
purifica el peso del tiempo

ya ni la música me alegra 
y busco melodías mórbidas trágicas grises 
como cielo bogotano de invierno

y ahí también me siento en casa


II.
solo en días aciagos
la vida se desnuda 
se muestra en su pureza 
transitoria 
           voraz 
                 hermosa

y descubro que ese caos que me habita 
esa fuerza incontrolable 
de la vida desatada 
es el camino

la única vía

no hay perfección 
sin vértigo

no hay paraíso perdido

los perdidos somos nosotros 
porque el paraíso está ahí 
atrás adelante adentro

saborear el caos 
los pequeños infiernos cotidianos 
las emociones sin fuero

eso es el paraíso

si debo perder 
perderme 
para comprender 
bienvenida la pérdida 
el duelo 
y la tristeza

pues sin abandono 
no hay sabiduría

Dualidad

“-Una buena parte del mundo va naciendo y otra buena parte muriendo, y todos sabemos que todos tenemos que vivir o todos morir: en esto no hay término medio.”
Roberto Bolaño, primer manifiesto infrarrealista

No hay sino una única verdad, absoluta, contundente, irrefutable: nacemos y morimos. Ni la existencia de Dios, ni la realidad del mundo tal y como lo vemos y experimentamos pueden considerarse irrefutables. Tampoco la convicción de que el Big Bang en efecto ocurrió tal y como lo describen los físicos (quienes navegan a tientas entre especulaciones y luces borrosas, entre imágenes de telescopios poderosísimos pero en últimas producto de la imperfecta industria humana). Como hombres, nuestra única verdad y nuestro único consuelo es ese: nacemos y morimos.

En nuestra existencia consciente no hay más límites concretos que esos dos puntos definitivos. Hemos nacido en un lugar y momento específicos del que la mayoría tenemos noticias por nuestros padres o por alguien mayor que nosotros. Aunque bien es cierto que miles de personas en el mundo desconocen su origen, ya sea por abandono, por engaño o por obra de tiranías, sobre el hecho mismo de que todos y cada uno de los habitantes de este planeta hemos nacido no cabe la menor duda. Hemos nacido. Eso es incuestionable.

Con la muerte solo hay incertidumbre. Sabemos que es una realidad, algo así como una guillotina que pende sobre nuestro cuello permanentemente y que no sabemos nunca en qué momento nos cercenará la cabeza. Con mucha frecuencia, quizás, nos olvidamos de esa carga sobre nosotros. Nos sumergimos tanto en el flujo cotidiano, en el afán consumista, en el vivir desentendido, que por momentos nos sentimos inmortales. Otras veces, empujados por la fatalidad, la evidencia de la muerte se nos hace tan urgente que su sombra nos atormenta incluso en el sueño. Pero seamos indiferentes a ella o estemos sometidos a la psicosis, la muerte es un fardo que cargamos desde el momento mismo de nuestro alumbramiento y que mientras estemos vivos, nunca, querámoslo o no, podremos quitarnos de encima.

Los griegos (ese pueblo trágico, por lo mismo extremadamente creativo) creían que la existencia toda era una condena a la muerte. Que desde el momento mismo de nuestra concepción ya estábamos muriendo. Sócrates, uno de los más lúcidos de ellos, fue aún más allá, y estableció que la vida misma no era nada más que una preparación para una buena muerte: nada de lo que hacemos en vida tiene sentido si no está dirigido a aceptar y a asumir de la mejor manera nuestra partida.

No poca razón tenían. Pues tan solo en un aspecto fisiológico, es evidente que nuestro cuerpo a partir de cierta edad, en la cual todas sus funciones alcanzan su plenitud, comienza a decaer inevitablemente. Y que nuestras facultades mentales (en particular la memoria) se ven seriamente afectadas con el tiempo. Y que cada día que pasa nos hacemos menos proclives al cambio y a la transformación, una manera de empezar a morir en vida.

Pero en algo se quedaron cortos. Porque aunque es cierto que parte de nosotros muere todo el tiempo, también obedecemos a fuerzas poderosas, creativas, fértiles, que nos obligan constantemente a reconstruirnos, a redescubrirnos, a incinerarnos. En una palabra, nos obligan a renacer.

Así que nos debatimos constantemente entre uno y otro punto; entre el punto fijo, inamovible, de nuestro nacimiento, y el punto siempre flotante e incierto de la muerte. Esos dos límites determinan nuestra existencia, y no es ilícito suponer que todo el tiempo nos movemos en repercusiones a pequeña escala de esos límites. Como el universo es dinámico, nosotros, sometidos a sus leyes, lo somos también. Por eso la diversidad de estados de ánimo, de emociones, de deseos. Por eso la inestabilidad de nuestros anhelos y de nuestras convicciones. Todos los días se mueren en nosotros aspectos que en otros tiempos y en otras circunstancias constituían la esencia misma de nuestras vidas, y se abren paso nuevas realidades. Cada mañana nacemos de nuevo. Cada noche morimos un poco. Cada mañana al bañarnos muere algo que ya no es nuestro. Cada noche al entrar en el mundo de los sueños algo a lo que no estábamos atentos se despierta en nosotros. Pero con frecuencia nos negamos a esas muertes y a esos nacimientos, porque no hemos sido lo suficientemente educados para asumir la transitoriedad de todo lo que somos, ni para vivir de acuerdo a ella. Asumirnos como energía fluctuante, como olas de mar arrastradas por la corriente y por la intensidad de la luna.

No significa esto, sin embargo, que en momentos específicos de nuestras vidas dejamos de ser totalmente lo que éramos y que nuestro ‘yo’ del pasado se convierte en un cadáver putrefacto al que hay que enterrar. Somos más bien un árbol repleto de frutas diversas, de todos los colores y sabores, que brotan y se caen de nosotros todo el tiempo. Algunas de ellas, enterradas en lo más profundo, dejan de ser vitales y se pudren. Y ahí se hace necesario escarbar en nosotros y botarlas, porque como ocurre con las manzanas enfermas, si no son sacadas a tiempo terminarán por pudrir al árbol entero.

Más que en rupturas radicales con nuestro pasado, deberíamos creer en la transformación paulatina y constante de nuestras fuerzas interiores. Emparentados con los reptiles y las aves, mudamos de piel con regularidad y abrimos las alas a nuevas realidades, a nuevos estados de conciencia y aprendizaje.

El motor de estos cambios es sin duda la existencia misma, con sus grandes dosis de inestabilidad y caos. Y de inevitable sufrimiento. Pero es ahí, en el sufrimiento, donde el proceso de nacimiento y muerte más evidente se hace, donde con más virulencia se manifiesta la dinámica dual de nuestra existencia. Porque gracias a ese motor, que en principio no sabemos enfrentar y que nos abruma, nos vemos obligados a hacer limpieza de nuestro árbol interior, arrojamos lejos las frutas podridas y encontramos otras nuevas, quizás de sabores fuertes y desconocidos, quizás incluso frutas prohibidas, pero que sin duda nos abren otras puertas y otros caminos que nos llevarán, inevitablemente, a nosotros mismos.

domingo, 11 de agosto de 2013

Gabriela

Se me apareció oscura, con el rostro vuelto como hacia un callejón sin salida. Debían ser las tres de la mañana o algo así porque no mucho tiempo antes, a las 2:47 que marcaba el viejo radio-reloj de mi cuarto, me había levantado a orinar y a beber agua. Las ocho, o nueve, o diez cervezas que me tomé con Rubén en el chuzo de Chapinero donde nos encontramos para cambiar libros y opiniones de lo que escribimos me dejaron borracho, algo ganoso y algo punk, y apenas llegué a mi casa y caminé trastabillando con hambre a mi pieza, con sueño, con ese sabor amargo en la boca sin lavar, caí sobre mi cama sin quitarme la ropa como si me hubieran dado el tiro de gracia por la espalda. Estaba exhausto. Ese día me había despertado temprano, cuatro de la mañana o quizás antes. A la luz de la lámpara de mi escritorio me había puesto a leer los cuentos de Bolaño en edición de lujo (leí, recuerdo bien, Detectives y también Putas Asesinas) que me pasó Rubén la semana anterior, el cual, según me dijo sin asomo de pudor, se llevó de la casa de un desconocido amigo de su ex novia, o su ex algo, a cuya fiesta había llegado por azar. La colección de libros de Rubén es vastísima, yo diría que suma unos 600 ejemplares, casi todos en ediciones costosas, casi todos conseguidos de la misma forma que el de Bolaño. De una fiesta con los amigos de la Nacho (donde estudió literatura a medias por encontrarla insípida hace ya bastantes años), había tomado ‘prestado’, como decía siempre, el segundo tomo de las Obras Completas de Borges. En otra, a la que yo asistí junto a mi amante de entonces, una amiga casual de la dueña de casa, que celebraba no recuerdo qué experimento artístico, le había dado la oportunidad perfecta para sacarse Rayuela en edición de Alfaguara. (A esa amante mía que resultó ser tan solo transitoria la volví a ver otras cinco, seis noches; las dos primeras veces tiramos más con las ganas de sacarnos el verano compartido de encima que con verdadera lujuria, hasta que nos dimos cuenta que nuestro sexo era apenas mediocre y nos abandonamos sin despedidas bajo la lluvia bogotana de una lúgubre tarde de agosto de 2006). Podría contar la historia de por lo menos cincuenta de los libros de Rubén, de las que yo he tenido noticia de primera mano o por boca de él (Ampliación del campo de batalla de Houellebecq, El otoño del patriarca y Todos los cuentos de Gabo, el tercer o cuarto tomo de Proust, no recuerdo bien, Bioy Casares y Onetti, Los caballitos del diablo de Tomás González, la lista es larga), cada uno de ellos un trofeo en los estantes de mi amigo, para quien la literatura es tan universal que no hay nada de malo en tomarla prestada. Yo jamás le he dicho nada, no tanto por falta de censura sino porque Rubén tiene un gusto increíble, es generoso y gracias a él he podido sumergirme en las letras de todos esos personajes a quienes alguna vez me gustaría mirar de frente, hablarles de igual a igual, decirles que los jóvenes también se roban mis libros y sufren con ellos y se los regalan a sus conquistas y se enfervorizan conmigo y me dedican tesis de grado, y así se me ablanda la reprensión. No ha sido un año fácil. En diciembre pasado se venció mi afiliación a la BLAA y no he podido renovarla. De no ser por Rubén me habría tocado a mí ser el ladrón de libros.

            Y entonces, esa noche, agotado por el poco y mal sueño que había tenido durante días y sometido a la cálida embriaguez de las cervezas y el hambre, la sentí cruzando el umbral de mi cuarto, y justo cuando sus pasos sigilosos me llevaron a abrir los ojos y voltearme, giró la cabeza súbitamente. El cabello negro, tan largo que le caía sobre las nalgas, cubrió su rostro y me vedó su imagen, y se fue, y quise seguirla pero la fuerza del sueño y el peso del cuerpo me impidieron moverme, y no supe de mí ni de ella hasta el día siguiente que una llamada de mi hermano me despertó a las diez de la mañana.

            En aquel tiempo yo andaba sin trabajo fijo y hacía uno que otro encargo de amigos, o de amigos de amigos que necesitaban una mano. Eran trabajos aburridos y mal pagos: corregir “ensayos” finales de estudiantes de ingeniería sobre el Banquete de Platón para la clase de ‘Ética del ingeniero’ o tristísimas reseñas de películas para una electiva de ‘Cine y sociedad’ con muy poco de cine y mucho menos de sociedad, escritas con esa terrible ortografía contemporánea que puede producir derrame cerebral. Me habían echado de mi puesto de profesor por no resistirme a una de mis estudiantes de once y no ser lo suficientemente inteligente para esperar un par de meses y hacerle la vuelta en secreto, y no solo perdí mi trabajo sino también a Juliana, que al enterarse de todo gracias a un reportaje de no recuerdo cuál noticiero de mierda que varias de sus amigas (que no me querían, o que tal vez querían tirar conmigo y sentían celos de ella y no dudaron en lanzarme al agua) se encargaron de hacerle llegar sin demora. Así que me quedé solo en el apartamento que habíamos alquilado por seis meses, solo y sin trabajo y sin posibilidades de aspirar de nuevo a algún colegio o alguna cátedra por mi jodida “carencia de ética”, pero no podía irme porque cometí la estupidez de firmar el contrato de permanencia y estaba en la obligación de cumplirlo o pagar la recesión.

Entonces me quedé ahí, solo en ese apartamento, no, solo no, más bien rodeado por los fantasmas que he ido acumulando a lo largo de mi vida y que se me fueron haciendo visibles bajo el humo del cigarrillo o el vapor del agua de la ducha o en los peores momentos del guayabo. Al comienzo no me importó que Juliana se largara puteándome escaleras abajo a la casa de su mamá. Me sentía aburrido de ella, de su desinterés, de su excesivo esnobismo, de su cada vez más insoportable cantaleta cuando me quedaba con Rubén en alguna reunión hablando de fútbol o de libros, de sus cada vez más desaforados celos. Llegamos al punto en que no podía saludar a la portera del edificio sin luego tener que aguantarme su eterna alegadera, que yo recibía en silencio y con los ojos fijos en el piso, intentando que no me molestara pero sin conseguirlo y guardando hacia ella un rencor lento, amargo. Estuve demencialmente enamorado de su arte y de su cuerpo durante un año en que tuve los mejores polvos de mi vida, pero luego se fueron haciendo menos recurrentes y más predecibles, Juliana se volvió rutinaria y posesiva, y tan rápido y fogosamente como me desquicié por ella se me olvidó quererla.

            Pero luego vino la nostalgia, esa que desde mi juventud me va envolviendo de a poquitos como una telaraña cuando tengo frío y estoy abandonado a mi suerte, cuando llueve, cuando escucho Radiohead o Pink Floyd y me doy cuenta de mi insignificancia como escritor o como amante o como ser humano. Y empecé a extrañarla, a desearla de nuevo, a desenredar en mi cabeza toda esa maraña de emociones que me había dejado al irse del apartamento, y una noche, quizá bajo el influjo de una cerveza con amigos o de un porro o de algún poema de Rilke, me sentí miserable. La culpa se me estancó en las tripas, y se me atascó el alma, y no pude evitar la sensación de haberla cagado irremediablemente. Juliana era la única mujer que se había aguantado mis güevonadas y (creía yo) me había hecho feliz. Y ya no estaba. Y difícilmente volvería conmigo.
           
            Empecé a escribirle poemas (una humillación a la que no había cedido ni siquiera en mi adolescencia), me le aparecí intempestivamente muchas veces a la hora del almuerzo o a la salida del trabajo, atiborré su celular de mensajes y llamadas perdidas, su correo electrónico de insultos y luego de disculpas y luego de cartas de amor denigrantes, y lo único que recibía en respuesta eran sus empujones, sus muecas, su silencio. Frecuentaba los lugares que frecuentábamos juntos sabiendo de antemano que jamás se asomaría por ahí pero con el pueril deseo de que ella pensara que yo no era capaz de aparecerme por ahí y que de repente llegara y me encontrara en la barra y por fin nos sentáramos a hablar. Y así me fui sumiendo en la tristeza, en la melancolía del paraíso perdido, cada vez en mejores términos con el alcohol y las drogas, y mis amigos de entonces se fueron aburriendo de mi obsesión y de mis malos tragos, y hasta Rubén se distanció por un tiempo.
           
            Mi hermano Nicolás me despertó ese día con la noticia de que había visto a Juliana en un concierto de La 33 con otro man, que no se habían despegado ni para ir al baño, que se había hecho la pendeja para no saludarlo. «Parce», me dijo, «deje ya la güevonada por esa nena. Parece un quinceañero». Su reproche era sincero. Después de que me fui de la casa empezamos a acercarnos, pues antes, cuando vivíamos juntos, no nos hablábamos mucho, teníamos una relación apenas cordial, o al menos eso sentía yo. Nunca sospeché que mi hermano me respetara tanto en silencio, que me siguiera los pasos, que les hablara a sus amigos de mí con admiración. Y desde que me fui de la casa empezamos a hablar más, a vernos con cierta frecuencia para ir a algún concierto o a tomarnos unas chelas mientras veíamos algún partido o simplemente mientras hablábamos mierda. La última vez que nos habíamos visto, bueno, no podría decirse que ‘nos habíamos visto’, él me vio a mí en un estado tan deplorable que sólo me quedan recuerdos cargados de guaro y de la música de las Almas y Nicolás ofreciéndome un vaso con agua y los problemas para pagar la cuenta y el sabor del vómito en algún sitio cercano al bar. El mismo drama se repitió un par de veces, con lugares y personajes secundarios diferentes, pero el mismo drama en esencia. Nicolás cuidándome, Nicolás fastidiado con su hermano despechado y al borde de un coma etílico. Mientras me contaba los pormenores del concierto recordé mi noche anterior, y la vi oscura, con el rostro cubierto por el cabello negro, y sentí un estremecimiento silencioso que de repente me hizo ver a Juliana y a su nuevo amante como a través de un vidrio blindado, como dentro de aquellas esferas gringas de Navidad que al agitarlas se cubren de nieve y se ven tan bellas y muertas, y por un instante me olvidé de todo y pronuncié unas palabras que no parecían mías sino de alguno de mis fantasmas, «Esa vieja me importa un culo, Nico», y me extrañé por lo seguras que sonaban, y sonreí para luego cerrar los ojos y disfrutar de mi vacío momentáneo.

            Durante el año que viví con Juliana escribí poco, mucho menos de lo que habría deseado, concentrado más en la vida doméstica, en el trabajo de Juliana, en sus exposiciones, en sus amigos, en preparar clase (algunas veces, muy pocas en realidad), en revisar los exámenes y trabajos finales de mis estudiantes del colegio que en mis propios asuntos, y a las diez y media de la noche, cuando me desocupaba y me sentaba a leer un rato para luego escribir una o dos horas, el cansancio era tan abrumador que en cuestión de minutos empezaba a bostezar y a perder el hilo de la lectura de turno o a emputarme porque claramente esa noche no había inspiración y no iba a pasar de las cien palabras. Al otro día la alarma me arrebataba al sueño y ya no tenía tiempo más que para ducharme de afán, comer algo de mala manera y salir al colegio a aburrirme mortalmente hasta las cuatro de la tarde. Y así al día siguiente, y al siguiente. Algunos fines de semana, los que no desperdiciaba durmiendo o recuperándome de los excesos de los viernes, podía escribir, pero fueron tan pocos entre tanto ajetreo que durante ese año no escribí más de dos o tres cuentos (bastante flojos, por cierto) que ya ni sé si guardo todavía o si destruí cuando Juliana empezaba a dolerme.

Pero esa noche algo cambió. Y sentí la irremediable necesidad de escribir todo eso que tenía atorado en la garganta, y dejé de vomitar alcohol y bilis y empecé a vomitar palabras, al principio con algo de dificultad pero cada vez con mayor soltura. Después de que colgué el teléfono me levanté por un poco de agua, me preparé unos huevos revueltos y una taza de café (mal hechos) y me fui a mi escritorio plagado de libros a medio leer, hojas sueltas, rayadas, arrugadas, post-its incoherentes con alguna que otra cita de Bolaño, Cortázar, Welsh, Palahniuk, que me quedé leyendo por un rato en el que algunas imágenes, algunos versos ronroneaban en mi cabeza. Entonces, súbitamente, tal vez poseído por alguno de mis viejos fantasmas recurrentes, empecé a hacer orden, a botar las hojas inservibles que me estorbaban, y recordé mi viejo cuadernillo de notas, que tenía desde que me gradué de la universidad, y empecé a buscarlo con afán por toda la casa, pero la angustia me asaltó porque no recordaba si lo había masacrado a patadas en mis noches de desolación y rabia o si lo había dejado con vida, y con esa incertidumbre escarbé entre la biblioteca en desorden y los libros apiñados en el suelo y mi clóset, me tiré al piso a buscarlo de cualquier manera bajo los muebles, los tapetes, la cama, y no lo encontraba pero cada vez me convencía más de que era necesario un poco de limpieza en esa casa abandonada a la entropía desde que se había ido Juliana, y el cuaderno no aparecía, y yo arrastrándome en calzoncillos, maldiciendo, lamentando mi grandísima estupidez y cobardía, hasta que sin saber en qué momento terminó allí lo encontré detrás del inodoro, y me alegré como si el universo acabara de nacer con todas sus constelaciones enteritas y brillantes, y lo abrí a la altura de la última entrada, escrita más de un año atrás con pésima letra, ‘la estudiante del cuento tiene que parecer salvaje, un poco como las actrices porno que representan las fantasías masculinas más comunes. Lo jodido ahí será evitar la caricatura de la gatita, el cliché de la femme fatale de puteadero’. Me hice a un esfero cualquiera y empecé a esbozar lo que se me cruzaba por la cabeza, algunos personajes, algunos recuerdos de mis últimos meses, versos incipientes, el recuento de sueños que de repente me volvieron a la cabeza, y después de mucho tiempo sentí algo que yo sabía muy bien que no era la felicidad pero que muy bien la imitaba.

Y poco a poco algo fue tomando forma, un relato, un poema en prosa, no lo sé muy bien, que se me fue extendiendo, en el que una mujer exactamente igual a la de mi recuerdo se me aparecía oscura, y se escabullía por entre la noche, y me servía de inspiración para un relato sin fondo. Trabajé en ello día y noche, obsesivamente, sin ningún rigor pero sin tregua, dejando tiempo apenas para fumar o salir a caminar por la ciudad en las tardes cada vez más lluviosas y regresar empapado hasta la médula pero tranquilo, en un equilibrio como de alta mar. Y uno de esos días en que la lluvia se desató como debió hacerlo en los primeros días del mundo creí verla cruzando la calle, con las manos dentro de unos jeans que parecían ser negros, hermosamente mojada, e intenté alcanzarla, correr con toda la velocidad que me permitían mis músculos, pero la fuerza del agua y la falta de ejercicio y comida me dejaron exhausto sin haberla visto siquiera de lejos. Al volver, como todos los días, la casera empezó a fastidiarme con su cobradera y la amenaza de que me iba a echar a la calle en cualquier instante si no le pagaba los dos meses que le debía, que en cualquier instante llamaría a la policía, y mientras ella se esforzaba en sacarme una reacción con sus palabras venenosas y su dicción grosera y su escupidera al hablar yo la miraba y callaba, y sonriendo hacia adentro la dejé en la entrada del edificio peleando sola y subí con calma a mi cuarto a buscarla a ella, la mujer de mi recuerdo, en mis cuadernos de notas.

Ayer me volví a ver con Rubén. Le devolví el libro de Bolaño casi terminado y esta vez me prestó uno de Gómez Jattin, el poeta maldito de Cereté del que conozco la leyenda pero del que no he leído nada todavía, «para que sepa lo que es bueno, perrito». Nos pusimos cita en la Séptima con Jiménez, justo enfrente del edificio de El Tiempo, a eso de las nueve, y mientras esperábamos a dos “amiguitas” de Rubén para ir a bailar a Escobar y Rosas nos fuimos a un chuzo de la Plazoleta del Rosario a tomarnos unas polas. El sitio olía a feo, había llovido mucho, y después de dos cervezas decidimos irnos a donde Doña Ceci, mucho más barato y donde por lo menos habría más ambiente, por lo menos habría una que otra hippie a la cual echarle el ojo un rato. Ahí aproveché para contarle sobre mi nuevo proyecto pero sin ahondar en detalles, y Rubén me dijo que la idea no estaba mala, que habría que ver de qué manera lograba contarla, que le recordaba algunos pasajes de Poe y así, contada a la ligera, le traía recuerdos de Brazil de Terry Gilliam. Yo nunca he visto esa película, y ahí empezamos una discusión sobre lo que Borges dijo alguna vez, que las metáforas a las que los hombres tenemos acceso son siempre las mismas pero que sufren infinitas transformaciones, por lo que dos personas completamente desconocidas entre sí pueden tener el mismo sueño y contarlo exactamente igual tan sólo variando el color del vestido de una de las protagonistas o los rasgos en la cara de otra de ellas, y que llevando el argumento al extremo de la locura a lo mejor nosotros mismos, en ese instante, tan sólo éramos la mediocre réplica de un par de griegos discutiendo sobre el arte de la tragedia en la Atenas del siglo IV a. de C. Y nos íbamos poniendo contentos, cinco, seis, siete cervezas, empezamos a gastar monedas en la rockola del chuzo y a gritar canciones de Soda Stereo y Caifanes, no sé por qué nos dio ayer la onda del rock en español, y a eso de las once llegaron las amiguitas de Rubén, una que aguantaba mucho, la otra apenas regular, como sin muchas ganas de farrear y maquillada excesivamente. Ya en ese momento poco me importaba alguna cosa y nos fuimos de una a Escobar, que estaba repleto. Bajamos al sótano con botella de vodka en mano, y en medio del bullicio y la multitud atiborrada que intentaba bailar de cualquier manera no fue mucho lo que pude conversar con Lorena, o Liliana, no recuerdo cómo se llamaba la nena aquella, fea ya vista de cerca y a pesar de los tragos que llevaba yo encima, no sólo fea sino también rancia. No supe a qué salió anoche, y se lo dije. Se la pasó haciendo mala cara y quejándose a toda hora por la turba y el calor y lo caro del sitio, y yo hacía todo lo posible por no cagarme la fiesta e intentar despertarle un poco el ambiente a Lucía, o Laura, o como se llame, pero nada, la vieja se empeñaba en amargarse y amargarme mientras que el huevón de Rubén la pasaba bueno. Claro, ahí caí en cuenta de su plan: yo sería su idiota útil y me encargaría de la fea para que él pudiera hacerle la vuelta a la bonita, cosa que más que molestarme me hizo reír porque no era la primera vez que pasaba y ya antes lo había hecho yo también. Se besaban y bailaban al son de Ismael Rivera y Willie Colón, y ni siquiera se preocupaban por el vodka, que se convirtió en la salvación de mi aburrimiento. Sin nadie con quién pasarla decidí recostarme sobre la pared y contemplar el delirio en que Escobar y Rosas se había convertido, a mirar impasible desde el centro del caos lo que era anoche el universo.


Al cabo de un rato sentí ganas de ir al baño, y entre empujones y codazos y miradas de odio me fui abriendo paso por entre la multitud que se extasiaba en el baile como si fuera el fin del mundo. Y justo antes de llegar vi su hermosa cabellera larga y negra, la vi subiendo sola por las escaleras y mirándome a la distancia. La llamé a gritos, «Gabriela», infructuosamente en medio del bullicio, sin saber de dónde había salido su nombre, y de inmediato me fui en su búsqueda, pero me demoré tanto en cruzar el sótano que al llegar a la escalera y subir le había perdido el rastro. Aún jadeante salí por la puerta del bar, y rodeado por una gélida y despiadada brisa de páramo, por gotitas de tormenta dormida, me fui tras ella, con la firme determinación de encontrarla en algún lugar de la noche bogotana o morir en el intento.

miércoles, 3 de julio de 2013

La danza de las aguas


A Jonnathan Blake, por su generosidad y sabiduría


Caminé un largo trecho para llegar allá.

Empaqué mis maletas, pensé en todo lo que podría necesitar, tomé un avión, luego otro.

Deambulé durante mucho tiempo por mis valles interiores, a oscuras, arropado por un viento incesante. Días. Quizás largos meses. Quizá mi vida entera. Desde esos días ya lejanos de mi adolescencia, sumido en una soledad que se me hacía enemiga, aquejado por tristezas y demonios demasiado fuertes para el ser vulnerable que era, ya había iniciado el camino. En ese entonces me adentré en mis infiernos, dejando, al entrar en ellos, toda esperanza. Pero no se llega a ningún paraíso sin antes haberse abandonado.

De tal forma que el camino ha sido largo y fatigoso. Pero así tenía que ser. Hoy sé, con total certeza, que solo transitando por los abismos pude llegar al lugar donde tenía que estar en el instante en el que debía estar.

Y allá estuve.

Esa mañana me levanté tarde. Tenía sueño. Los pies extenuados y las piernas adoloridas de tanto caminar. Mi mente estaba rebosante de imágenes, músicas, rostros hermosos y delirantes. Sensaciones que me aturdían como en esas ocasiones en las que he bebido demasiada cerveza y fumado demasiados cigarrillos. Estaba aturdido pero alegre, como poseído por ese espíritu dionisíaco del que tanto se ufanan los poetas malditos. Indigesto de vida. Con todo el deseo de seguir alimentándome de ella.

Mi destino era otro. Yo quería ir a Tigre por todo lo que había oído de ese lugar, y me preparaba para ir hacia allá. Pero las cosas tomaron otro rumbo. Y tuve que decidirme por otro destino; más bien, me vi obligado a seguir otro destino del que no sabía muy bien qué esperar.

Así se me ha pasado la vida. Yo, que intento mantener el control de aquello que puedo controlar, he vivido las cosas más intensas, más conmovedoras cuando me he resignado a perderlo. También las más dolorosas. Pero sin dolor no hay vida. Sin dolor solo hay letargo, sueño, nostalgia. Así que eso de querer mantenerme bajo control ha sido muy racional, sí, pero muy poco vital también. He derrochado energía en controlarme y he perdido la oportunidad de vivir debido a ello. Así que ahora pienso que quizá el mundo me ha estado gritando todo el tiempo que me resigne y que me deje llevar, que querer ser río siendo tan solo una rama sacudida en la mitad del caudal es solo testarudez disfrazada de voluntad.

Así que como esa rama fui andando por las calles de Buenos Aires con el cuerpo algo cansado de tantas experiencias acumuladas pero con el espíritu alerta a cualquier mensaje, a cualquier señal. El aire estaba impregnado de ellas. El mundo era, sin lugar a dudas, un reflejo de mis profundidades; todo lo que bullía en mí, todo lo que se desplegaba en mi universo interior tenía algún tipo de resonancia en mi alrededor, algún eco insospechado. Estaba solo, completamente solo en medio del bullicio y el afán propios de una gran ciudad, pero al mismo tiempo estaba en mi lugar. Mientras caminaba me iba preparando sin saberlo para un momento indispensable de mi vida, y todo el recorrido, los pasos, las miradas, la contemplación, eran sutiles pinceladas del cuadro que debía pintar unos instantes después.

Jardín Botánico
Desde el momento mismo en que llegué a Buenos Aires supe que debía ir a la Costanera, ubicada justo enfrente del Aeroparque en el cual aterricé. Así que ese día mi itinerario se acomodó de tal manera que terminaría allá, justo para contemplar durante largo tiempo la puesta del sol. Primero llegué al Jardín Botánico. La sombra penetrante, los mosquitos, los niños explorando y riéndose, los paseantes que allí se tomaban un descanso. Luego el Zoológico, pero solo de pasada, pues no me interesaba entrar. Como en aquel sector de la ciudad se concentran varios parques inmensos, tuve la oportunidad de caminar y perderme entre mucho verde, mucho cielo, incluso patos y gansos. El sol ofrecía sus mejores rayos, y era generoso, porque no hacía calor. Al llegar al Planetario, luego de caminar durante horas entre los prados, las estatuas y las inmensas calles de la ciudad, me senté y retomé fuerzas, me alimenté de la energía de la gente a mi alrededor, un último aliento antes de la travesía definitiva.

En aquellos momentos de soledad recordaba lo mucho que sufría cuando joven por estar solo. Que unos años atrás el hecho de estar abandonado a mí mismo en medio de gente desconocida habría significado un dolor y una humillación tan grandes como la traición. Y al estar ahí solo, recordando, comprendí lo mucho que me había costado llegar a ese punto en el que lo único que importaba era yo, un bonito cielo, un momento de reconciliación total consigo mismo. No más reproches. No más excusas. Simplemente asumirse y reconciliarse. Dejar atrás tanta desolación. Darse, por fin, un lugar.

El camino a la reconciliación está lleno de obstáculos. Porque uno siempre puede ser su peor enemigo, o su mejor aliado. Y si las condiciones interiores no están dadas, jamás podrá existir la reconciliación. Es como si, en palabras de Platón, uno llegara al mundo como una unidad y debido a la exposición a la materia, esa unidad (llámese alma, espíritu, mente) colapsara en mil pedazos, y uno tuviera que irlos recogiendo de a poquitos, amontonándolos, uniéndolos como un rompecabezas, y finalmente encontrarse y reconciliarse con lo que se es. Por momentos nos deja de importar, o sencillamente dejamos de encontrarlos porque se han escondido o porque estamos tan ciegos o tan inmersos en la oscuridad que no podemos verlos, aun cuando estén justo delante o detrás nuestro. Pero eventualmente los pedazos brillan de manera tan intensa que no nos queda de otra que ir tras ellos y seguirlos reuniendo. Y cuando eso sucede es porque el universo mismo nos está llamando la atención.

Me quedé durante una media hora o quizás más ahí. Por un error de cálculo, por ignorancia de la geografía en la que estaba, yo pensé que del Planetario a la Costanera a pie el trayecto sería breve, a lo sumo unos diez o quince minutos. Y me encontré con que no había una ruta directa hacia allá ni un camino peatonal transitado, sino que tocaba bordear la carretera, y caminar y caminar, para llegar. Pregunté a un par de personas qué opciones podría tener, y solo uno me respondió, y me dijo que caminando por la carretera llegaba. Pensé tomar un taxi o un bus, pero entonces una parte fundamental de la travesía se habría perdido: no es cuestión de llegar rápido, sino de saber llegar, de irse preparando para lo que se avecina, y solamente caminando, sintiendo el cansancio en todos los huesos y articulaciones de las piernas, el sudor en la frente, la ansiedad por llegar al destino anhelado, es que uno puede realmente prepararse.

De todo eso me fui haciendo consciente a cada paso del trayecto. Durante la hora o más que caminé una voz muy profunda me decía que me estaba preparando para algo grande, que algo fundamental estaba por suceder. No importaba la fatiga, ni la ansiedad, ni la total soledad del camino. Todo ello era parte del proceso, como un ritual de iniciación por el que debía transitar, un umbral que debía cruzar para acercarme al tesoro escondido. Y todo tuvo sentido cuando por fin, en lontananza, se desplegó ante mí el Río de la Plata, inmenso, casi océano, con sus aguas ondeantes y multicolores, y ese horizonte infinito y luminoso.

Por fin había llegado.

Lo primero que encontré en mi camino, justo al lado del pasaje peatonal que bordea la orilla del río, fueron unos escombros que de inmediato me hicieron pensar en lo efímera que es la vida humana, comparada con la eternidad de las aguas. Aquellas aguas que en ese momento golpeaban la costa habrán transitado por lugares que mi imaginación no puede siquiera concebir; las profundidades de la Tierra, las escamas de los peces, las arenas del Nilo, los glaciares. Y bañadas por ellas, residuos humanos en descomposición: la miseria humana hecha símbolo. Asombroso el destino del hombre que en su finitud y pequeñez puede albergar en su espíritu la certeza, así sea momentánea, de la infinitud del universo, de la conexión de todo con todo, del Espíritu Total. Y ahí mismo, para completar el cuadro, dos pescadores abandonados a su presente, quizá pensando en lo mismo que yo, quizá solo encontrando consuelo temporal a sus pesares.

Todo ese pasaje peatonal fue maravilloso. El ruido, los colores, los pescadores que seguían apareciendo en mi camino. Por fin sentía que las cosas se acomodaban, que yo estaba donde debía estar. Al final del sendero peatonal se llega a una especie de bahía o mirador donde la gente va a tomarse algo, a contemplar el horizonte, también a pescar, a pasar un rato con la familia. Ahí llegué, y lo primero que busqué fue una cerveza helada, un regalo que me debía luego del largo camino. Eran las cuatro de la tarde. Sin ningún afán ni ningún itinerario que cumplir, decidí quedarme ahí a hacer algo que desde mucho tiempo atrás había deseado: deleitarme con el atardecer a la orilla de las aguas, cualesquiera que fueran, porque en esencia las aguas son una, como el universo, aun cuando adopten diversas formas y matices.

Y por primera vez en mi vida experimenté el presente en toda su plenitud. Simplemente respirar, observar, escuchar a la gente hablando, beber un sorbo de cerveza. Sin más pretensiones que el simple estar ahí, en la plenitud del momento. No fue casual que algunos días antes hubiera conversado con mi amigo Blake sobre las experiencias místicas y los estados de contemplación, pues justo eso estaba viviendo ahí en la Costanera con mi cerveza en mano y todo mi ser concentrado: ahí estaba precisamente el infinito en lo mundano, el Todo en lo particular, el fractal desplegándose en toda su magnitud. A lo mismo se refería Jung con la sincronía, un punto en el que todo está en su lugar, en el que la cadencia del viento, la oscilación de las ramas de los árboles, la ondulación de las olas del río, la mirada de la gente, la propia música interior, se mueven a una velocidad armónica y conjunta que obedece a algo que no controlamos pero que lleva en sí toda luz y toda fuerza.

Esos momentos están siempre ahí, han estado siempre, en todo instante, pero hace falta atención y sensibilidad para atraparlos, para dejarse llevar por ellos. De ese espíritu se alimenta la poesía y la música. Ese día yo, por fortuna, tenía el corazón palpitando en la frecuencia adecuada para ver más allá de lo evidente.

No puedo decir que el tiempo pasaba, porque no sería preciso. El tiempo estaba, era. Se desplegaba con toda su potencia y su belleza. Al cabo de un rato de contemplación, me acerqué al borde del mirador, junto a un pescador gordo y grande que se encontraba allí con su familia (una mujer grande también, y tres hijos inquietos y peleadores). Me acerqué a pedirle fuego, encendí un cigarrillo, le pregunté si había pescado algo y me contestó que no, que en tres días de ir y regresar no había sacado nada pero que en realidad eso no importaba mucho porque él estaba ahí para distraerse y darle tiempo de juego a su familia.

Después regresé a mi lugar, solo sobre una barda de cemento, y algo absolutamente deslumbrante, milenario y majestuoso absorbió por completo mi atención: el reflejo del sol del poniente sobre las aguas cadenciosas del río.

En las aguas, el sol se reflejaba con todo su poder y vejez. Una vejez sabia, incontenible, anterior a todos los hombres. Los rayos se extendían a lo largo del río formando patrones de luz irregulares pero melodiosos, plenos de significado. Como si en el agua muchos de los secretos de la luz se hicieran visibles y cobraran forma. Potenciados por la cadencia de las olas, el reflejo se hacía más fuerte en los extremos, luego en el centro, luego simultáneamente en ambos bordes, como si un oculto artífice hubiera activado una pirotecnia marina. A primera vista, los reflejos más fuertes no parecían tener ritmo. Simplemente se encendían y apagaban al azar, ese azar que todos creemos llevan las olas. Pero al cabo de un rato de observación detenida, de sincronía con el momento, de silenciar mi espíritu y de entregarme a la luz que tocaba mi corazón, empecé a notar ciertos patrones regulares, constantes, orgánicos, que surgían del contacto entre las aguas y la luz. El río y el sol me estaban hablando. Por fortuna yo tenía los oídos atentos, y los escuché. En aquella danza que no puedo nombrar de otra forma que mística, las ondulaciones del agua acariciadas por el sol me hablaron de mí y de mi vida, de mi historia y de mi destino, de todo aquello que puedo llegar a ser y que llevo dentro. De todo eso que he dejado morir por indolencia, desidia o debilidad. De todos mis miedos y frustraciones, que han sido los más grandes obstáculos para convertirme en quien quiero ser. Me vi a mí mismo con los ojos de aquel pescador que me brindó fuego, desde afuera, contemplando mi destino cifrado en las profundas aguas del Río de la Plata. Vi mi tristeza presente y la que me esperaba a mi regreso a Bogotá. Vi mi rostro anciano, lleno de arrugas, cada una de ellas una historia y un aprendizaje.

No transcurrieron minutos. Pasaron siglos y siglos, porque la travesía fue al interior no solo de mí sino del universo que se ofrecía a mis ojos. Los patrones de luz se fueron haciendo cada vez más regulares y coherentes, y por momentos pude ver a una serpiente milenaria (símbolo de infinito y de vida en tantas culturas) que emergía de las aguas hacia el cielo y luego regresaba para elevarse de nuevo. Esa serpiente también me estaba hablando.


Supongo que miles de hombres a lo largo de la historia de la humanidad han tenido el privilegio de ser impactados por esa visión. Que claramente no fui yo el primero en abandonarme a ese espectáculo sobrehumano que aquel día tuve en suerte vivir. En el Ganges, en el Nilo, en el Amazonas, ahí mismo en el Río de la Plata, en tantos y tantos lugares. La magnitud de esa visión es algo que aún hoy no logro comprender por completo, pero que sin duda me hizo otro, me transformó profundamente, me hizo sentir por primera vez en mi vida algo sobrecogedor que no puedo más que llamar plenitud divina.

Y las consecuencias de esa experiencia aún exceden mi comprensión. Algunas de ellas ya se han manifestado de maneras que me tomaron por sorpresa, pero que a pesar de lo inesperadas y dolorosas que han sido hoy sé con total certeza que así debían ser. Porque todas esas pulsiones y potencialidades que yacían dormidas en mi interior se sacudieron del letargo en el que se encontraban desde mucho tiempo atrás, y cuando una bestia dormida por siglos es despertada, y tiene hambre, se comporta con ferocidad y sin miramientos.


No puedo explicar por qué razón pude ver lo que vi aquel día. Sé que no fue un proceso de una tarde, ni de una semana, ni siquiera de un mes. Era algo que venía gestándose desde muchos años antes. Y no sé muy bien por qué tuve yo esa fortuna. Lo único que puedo decir, con total humildad y con la responsabilidad de los dones recibidos, es que el haber vivido esa experiencia me habla de todo lo que puedo ser y hacer, de que el tiempo desperdiciado ya no vuelve pero que ser consciente hoy de ese tiempo desperdiciado es una llamada de atención y un compromiso ineludible con mi destino. Ese día se desataron energías cuyas repercusiones no comprendo ni puedo controlar, pero que de seguro me llevarán a donde debo ir. Las fuerzas que me habitan han sido sacudidas y necesitan entrar en combustión, necesitan explotar como una estrella caduca, sin pausa hasta el final de mis días.

martes, 25 de junio de 2013

A La Deriva

Cuando el universo habla hay que hacer silencio y saber escuchar. El ruido de nuestras dudas, caprichos y obsesiones es tan fuerte e incesante que ya no sabemos cómo ni cuándo prestar atención a los mensajes que nos llegan por doquier. Por eso cuando el universo alza la voz, e incluso nos toca el hombro con su mano cálida y firme, debemos detenernos, respirar y prepararnos para abrir los oídos del corazón y el espíritu.

Solemos considerarnos imbatibles, infalibles, casi eternos. Con demasiada frecuencia nos engañamos a nosotros mismos y creemos (queremos) tener el mundo entero bajo control. Por la fuerza de la costumbre vemos que todo a nuestro alrededor es sólido como árbol, y nos abrazamos con fervor a la estabilidad. Pero no son más que apariencias. Porque en el momento en que nos aferramos, quizás sin quererlo, a lo sólido, suele caer una lluvia tan intensa que derrite toda certeza y toda piedra. Por falta de humildad (por no tener presente, como el pensamiento oriental, la absoluta levedad del ser) nos vemos abocados al abismo de la incertidumbre y a la crisis. Y es ahí cuando, obligados por el soplo eterno de la existencia, comprendemos que nada es para siempre, que incluso el edificio mejor construido puede colapsar en un instante de turbulencia y temblor, y que ahí nada, ni nuestro ego, ni nuestra terquedad, ni nuestra insolencia pueden evitar la catástrofe.

En ese instante nos damos cuenta de que no tenemos nada. Ni siquiera la fuerza para hacerle frente al abismo. Porque preocupados por lo transitorio, engañados por nuestra vanidad y nuestro exceso de orgullo, solo hemos tenido ojos para fantasmas que al menor problema se esfuman. Fantasmas que en esencia son uno solo: el futuro, las proyecciones que a todo momento hacemos, cimentados en lo sólido que vemos por todos lados. Quedamos entonces abandonados a nuestra suerte en un territorio que suele sernos esquivo y desconocido: el hoy, el simple y llano día a día.

Ese es el primer mensaje del universo: lo fundamental, lo que no debemos nunca olvidar, es el presente. La vida que nos ha tocado por suerte no nos ofrece otra dimensión distinta al instante. Podemos salir de él transitoriamente por medio del recuerdo, o de la imaginación del futuro que podría estarnos esperando en la otra esquina, en el bus del mediodía, en el viaje de mitad de año. Pero incluso esas escapatorias momentáneas son engañosas, porque se hacen desde un momento siempre presente, siempre sometidas a las circunstancias de ese hoy que no se puede evadir jamás. Por eso nuestros recuerdos son elásticos: se ensanchan o se achican dependiendo del día y la hora en que vuelven a nosotros.

De ahí la importancia de estar siempre atentos, de no dejarnos nublar por los fantasmas que nos acechan todo el tiempo. Porque el presente es la vida, y dejarlo escapar sin saborearlo, sin darle su justa medida, es morir en la víspera. Es sentir sed ante el manantial.

Y esa es una lección de humildad que debería ser aprendida con todos sus matices y consecuencias, pues a partir de esa única certeza de que no tenemos otra cosa que el hoy (una certeza que no nace de ningún análisis abstracto ni de un algoritmo, sino de la carne y la piel en llamas), y de que además el universo puede apabullarnos con su furia y su caudal en cualquier momento, no tenemos otra salida que despojarnos de nuestro orgullo y aceptar que de ese torrente universal que somos y vivimos y del cual nos nutrimos todo el tiempo no somos nada más que átomos dóciles y flores marchitas.

Lejos de ser una visión preocupante, la destrucción de nuestra arrogancia debería ser acogida como un consuelo. Porque bajo la mirada del primate orgulloso, autosuficiente, el más inteligente de todos, nuestras capacidades son infinitas, nuestro único obstáculo la ignorancia. Y cuando todo colapsa, a ese primate no le queda más que lamentarse por su adversidad o caer en el total desaliento. Pero cuando nos asumimos como lo que somos (pájaros vulnerables en un vendaval, suspiros en medio de un bosque oscuro) comprendemos que nuestra única fuerza y nuestro mejor consuelo es vivir intensamente, es nadar en la corriente universal guiados por nuestra luz interior, con belleza, amor y confianza. Porque el universo es feroz, pero no nos abandona. Por eso cuando lo necesitamos él nos habla, nos grita o nos susurra según nuestra disposición, y nos dice que no estamos solos. Quizás a la deriva. Pero no solos.

sábado, 25 de mayo de 2013

Recuerdos


Si hoy me preguntaran por mi primer recuerdo, no sabría con certeza qué responder. Bien se ha dicho, hasta casi rayar en el cliché, que la memoria es un pantano cenagoso, un gigantesco mar de arena movediza que no deja huella permanente en su dueño, que va acumulando capas y capas de tiempo, de emociones, de pensamientos, hasta tal punto que no se vive dos veces el mismo recuerdo (y entonces el famosísimo aforismo de Heráclito podría aplicarse tanto a la vida misma como a la memoria, que es uno de sus sucedáneos, y entonces podría decirse de la misma forma que la memoria es también tiempo, no solo presente sino también pasado y futuro, y ahí hasta el Big Bang, y ya se armó un gran embrollo…). Cuando escarbo en las fosas de mi memoria me encuentro con situaciones más o menos recurrentes, más o menos fijas, que, sin embargo, de acuerdo a millones de factores (mi estado de ánimo general, una nueva palabra de aquel o aquella a quien pertenece el recuerdo, la música de fondo del momento, el silbido de un pájaro en el Amazonas profundo) adquiere siempre un matiz distinto. Entonces me acerco a aquel día en que yo jugaba fútbol con mi papá, cuando él aún tenía fuerzas y paciencia para jugar fútbol conmigo, y al verme patear insistentemente con la pierna derecha, como el 93% de la población mundial de jugadores de fútbol, me dice, muy sabiamente, previendo un futuro consagrado con fervor a ese deporte, ‘Con la izquierda, Juancho, patea con la izquierda’. Algunos años atrás ese era mi primer recuerdo, inmóvil, casi eterno. Era el primer gran momento de mi vida: el día en que me convertí en jugador zurdo por sugerencia de mi padre.

Pero hoy que me he acercado a él de nuevo ya no estoy tan seguro. Porque aún no sé si aquello sucedió antes o después de que ingresara al colegio, y ese hecho es fundamental porque después del colegio recuerdo muchísimas cosas. Como mi primer día de los muchos que durante trece años pasaría allá. Feliz de ser por fin un ‘niño grande’, como decía mi mamá, de estar en un colegio gigante con prados inmensos y varias canchas de fútbol, y niños y niñas de mi edad que no se veían tan felices como yo. Me tomó mucho tiempo darme cuenta de que aquel no era mi lugar. De que el hecho de que esa felicidad que yo sentí aquel día no fuera compartida por nadie era un vaticinio de mis días venideros encerrado en ese lugar hermosísimo del que aprendí muchas cosas menos a sentirme parte de algo.

Muchas veces a lo largo de mi vida he llegado, por diversos caminos, a la misma conclusión que raya en la tragicomedia: he estado siempre en el lugar equivocado. No era ese el colegio adecuado para mí; no eran esos los compañeros en quienes tendría algo de resonancia; no eran esas las mujeres a quienes debía prestar atención; no era eso lo que yo quería ser. Lo cual demuestra también una gran dificultad para aceptarme a mí mismo. Es así: me cuesta aceptarme a mí mismo porque hasta no hace mucho encontré finalmente lo que quería ser y hacia dónde quería dirigirme.

No sé por qué llegué a esto. Porque de lo que yo quería hablar era de mi primer recuerdo. Pero quizás era a esto a lo que apuntaba sin darme cuenta, o quizás mi primer recuerdo está tan estrechamente ligado a este sentimiento generalizado de mi vida que para hablar de él tenía que dar este rodeo. Así que junto a mi primer día de colegio y a mi ritual de iniciación futbolístico veo un día de 1989, a mediados de septiembre, cuando conocí a mi hermano menor. La atmósfera era oscura, no había mucha luz, filtrada por lo que ahora se me antoja eran gruesas cortinas, en la Clínica El Country de Bogotá. Recuerdo el sigilo y la ansiedad por verlo, por no despertarlo, por darle tan solo una rápida ojeada porque los niños de 4 años como yo era en ese entonces no debían permanecer por mucho tiempo en las salas de maternidad. Yo entré con afán y expectativa, vi una cosita pequeñita durmiendo plácidamente, y desde ahí supe que lo querría por siempre. Y veo también, ahí cerquita a ese recuerdo, a mi hermana mientras jugábamos con el equipo de sonido de la casa, mientras peleábamos por cualquier estupidez, entre más pequeña más grande la pelea. Y también me veo en la mesa de la sala coloreando (o para ser más preciso, masacrando) un libro de dibujos de animalitos que mi papá me había traído de algún viaje.

Todo eso es mi primer recuerdo, porque uno tras otro llegan hoy a mí, sin aparente orden, sin ningún tipo de cronología. Entonces mis primeros días son una masa compacta, móvil, confusa; son el núcleo de una memoria que hasta el día de hoy, en esencia, no ha dejado de ser así, desordenada, muy fiel a ciertos detalles pero tendiente a las generalidades, un océano en perpetuo movimiento, con temporadas de lluvia y tormentas y también de días soleados.

Esos recuerdos son mi mayor tesoro. Representan el núcleo mismo de mi vida, mi ser más íntimo. Y, sin embargo, son un tesoro paradójico, porque al mismo tiempo que representan el alimento espiritual de toda una vida, son también el símbolo de una humanidad efímera y pasajera, en este caso la mía propia. Que mis recuerdos se inflen, se hagan luminosos, se estrechen, cambien de tonalidad, me produzcan nostalgia o me sean indiferentes según el clima o la cantidad de barba que tenga demuestra que todo lo nuestro, nuestro sueños, nuestras esperanzas y nuestros miedos, están hechos de polvo, de arena movediza, de tiempo que huye y se aleja volando como pájaro multicolor. Comprenderlo da nostalgia, pero también fortaleza.

sábado, 2 de febrero de 2013

Con toda, perritos



El fútbol no es una cuestión de vida
o muerte, es mucho más que eso.
Bill Shankly

Ese día el Negro Flores llegó tarde al colegio. No había pasado una buena noche debido al regaño de su mamá cuando revisó sus cuadernos y se encontró con la queja del profesor Ortiz, el de español. “Diego Fernando no leyó La Isla del Tesoro. Es poco probable que alcance a pasar el período”. Con ése ya eran tres los libros que no había leído en el año. Tanto trabajo que me cuesta, Diego Fernando, yo moliéndome el lomo para comprarle esos libros y usted sólo pensando en jugar fútbol, igualito a su papá, y hablando todo el día de ese tal Zimán. Zidane mamá, Zinedine Zidane. No me interrumpa, me importa un carajo cómo se llama ese señor, sea considerado Diego Fernando. Qué mala noche. Por eso había llegado tarde, tenía frío y sueño y un poco de culpa también.

En lo único que pensó durante el primer bloque fue en el descanso, en que ojalá pudiera reunirse con sus amigos, pues por la mañana no había alcanzado a hablar con ellos del asunto importante que se traía entre manos. De la clase de biología solo le quedó el recuerdo de las bolitas de papel que estuvo haciendo mientras el profesor Jiménez explicaba quien sabe qué cosas de la digestión humana. La clase de geografía no habría dejado ningún registro en su memoria de no ser por la pregunta, la capital de Italia, señor Flores, que lo tomó desprevenido y que respondió de cualquier manera. Pocos compañeros pudieron contener la risa con el acceso de rabia del profesor quien, a manera de represalia, le asignó una exposición para el día siguiente, me trae una lista de todas las capitales de Europa, señor Flores, desquitándose, de paso, de los chistes malos que con frecuencia soltaba y distraían al grupo.

El timbre sonó a las 9:30 en punto y el Negro salió corriendo del salón con la manzana que tenía de medias nueves a la tienda de los quintos y los sextos. Ahí estaban el Jirafa y Cauchola, pero ni rastros del Mono Pérez ni de Botilín, cosa extraña porque siempre llegaban de primeros a gastarse los dos mil pesos que les daban. Qui’hubo parces, ¿todo bien? Ya llegó el Negro a gorrear Chocorramo, dijo el Jirafa y lo miró mal, y alejó el paquete pero luego se rió ofreciéndole un pedazo. Aún masticando, el Negro empezó a hablar. Ustedes me entienden, desayuné a las cinco con mi mamá, solo un agua de panela y un pan. Sí, ya nos sabemos el cuentico, dijo Cauchola con expresión seria en su rostro. Te las vas a dar de actor ahora, pues, dijo el Jirafa. Dame más bien de tus chitos, Caucho, que les tengo noticias, dijo el Negro. Me crucé con el Tanque López cuando venía al colegio por la mañana. Cauchola daba sorbos a su jugo de pitillo, estará rabón, dijo, y sorbió de nuevo y comió sin decencia algunos chitos. Que quieren la revancha, dijo el Negro, dándole un mordisco a su manzana y robándole más chitos a Cauchola. Que esta vez le metamos gaseosa y empanada de las de Don Peter porque las de la Gorda Julia son muy chandas. ¿Y cuándo?, preguntó Cauchola, sacando más chitos. Hoy a las cuatro donde la vez pasada. Yo tengo que estudiar, dijo el Jirafa. Yo no tengo plata, y me duele el pie del patadón que me metió Gómez el domingo, dijo Cauchola. No podemos calcetearnos parces, dijo el Negro mientras tomaba otro pedazo de Chocorramo, yo ya acepté, revancha es revancha. Estoy a un pelo de perderme el Nintendo que me prometió mi papá, dijo el Jirafa, no quiero quedarme sin Nintendo. Yo ya no tengo plata, dijo Cauchola, y si perdemos, paila. Eso ganamos, parceritos, dijo el Negro, el domingo jugamos como los dioses. Qué partidazo, ¿no?, replicó el Jirafa. Sí Jirafita, dijo el Negro robándole un poco de jugo a Cauchola, mano de goles los que te hiciste. Y tú sí que tapaste Cauchola, dijo el Negro, que sabía que el dolor de pie se olvidaba con un halago. Ah, ¿qué hacemos?, dijo el Jirafa, ya me dieron ganas de jugar pero no puedo demorarme. Jugamos a diez goles nomás, dijo el Negro, y si es el caso, Cauchola, yo te presto para que pagues. No tienes para pagar ni lo tuyo, Negro gorrero, dijo Cauchola riéndose y empujando al Negro cariñosamente. Es que no vamos a perder.

El timbre anunció el final del descanso y los tres regresaron a sus salones. Ni el Mono ni Botilín dieron señales de vida. Ya aparecerán a la hora de la salida, pensó el Negro mientras salía del baño. La clase de historia pasó en medio de la batalla de un puñado de griegos contra el gigantesco ejército persa de Jerjes en las Termópilas, nada interesante comparada con las que había visto en el Libro de los Mundiales, de portada verde chillón, que su padre le había regalado en su cumpleaños junto con la camiseta de Francia, el último campeón del mundo. Casi nunca se veía con su padre, pero las pocas veces que iba a visitarlo lo sorprendía y llegaba con un balón, o unos guayos, o una entrada al clásico capitalino. Una verdadera batalla habían sostenido los uruguayos en 1950 sobre los verdes pastos del Maracaná contra el mejor equipo del mundo, respaldado por más de ciento ochenta mil espectadores sedientos de gloria, convencidos de ser campeones mucho antes de jugar el partido, doblemente convencidos al empezar ganando la tan anhelada final. Y después, el marcador remontado por los aguerridos uruguayos, el pitazo final, el estupor, la angustia, los suicidios cariocas, la posterior condena al ostracismo de Ademir, el arma letal de los auriverdes con ocho goles en seis partidos. Gracias al Libro de los Mundiales sabía lo que eso significaba y pudo responder la pregunta del examen sobre la democracia en Grecia escribiendo que “ostracismo es el desprecio de todo un pueblo por un hombre cuando la embarra, como el que sintieron los brasileños hacia Ademir después del mundial del 50”.

Y luego, la clase de matemáticas y la de sistemas, que tanto le gustaba. Le enseñaron a realizar diapositivas en PowerPoint y a hacer búsquedas en Altavista. No desaprovechó la oportunidad para hacer desorden con sus compañeros de al lado, que celebraron su absurda respuesta en la clase de geografía por haberles alegrado el rato. Faltaban cinco minutos para que sonara el timbre de salida y el Negro no aguantó más. Le entró el desespero. Caminaba de un lado a otro, una y otra vez, una y otra vez, anhelando que quizá de esa manera el tiempo se acelerara. Se puso a mirar los trabajos de sus compañeros, a molestar a Milena, la gordita del salón que a veces le regalaba dulces o le escribía notas pero que él nunca se tomaba en serio, charló con la profe que hasta bonita estaba ese día. De repente, la señal de la libertad. Todos afuera.

El Negro se encontró con Cauchola en medio de la cancha de básquet, rodeados por el bullicio de los demás estudiantes. ¿Vas a jugar al fin o te arrugas, niñita? Salieron del colegio y giraron a la derecha, caminando dificultosamente por entre la multitud de niños y la gritería. Ni niñita ni me arrugo, respondió con severidad. A las 4 nos vemos. Ambos sintieron un golpe en la cabeza. Era el Jirafa, que sonreía. Les dio otro calvazo. ¿Entonces qué, perros? ¿Listos pa’l cotejo? Claro que sí, dijo el Negro al mismo tiempo que se sobaba la cabeza, tenemos que hacerla igual que el domingo. Cauchola miraba al piso, pensativo. Desde lejos, acercándose, sonaba el tilín de una campana. Tienes que soltarla más rápido, Negro huevón. Por tu culpa cagamos muchos goles. Deja la maricada, Cauchola, dijo el Negro, dándole un golpe en el brazo derecho. Cruzaron la calle. Siempre se la pongo al Mono o se la centro al Jirafa si me acompañan. El Jirafa chupaba un Bon Bon Bum, pero intenta centrarla mejor, Negro patichueco, te sale uno de diez. El Negro se rió, que man pa’ exagerar, Jirafa, te puse como ocho goles la vez pasada. Dos nomás, respondió el Jirafa, y chupó de nuevo el dulce. Los demás los hice yo solito. El tilín se hacía cada vez más fuerte, y sobre la esquina siguiente divisaron un carrito de helados, empujado por una vieja grande, parsimoniosa. Jugamos a diez nomás, ¿cierto?, preguntó Cauchola, todavía pensativo. Sí, Caucho, relájate hermano, respondió el Negro. Veci, deme tres paletas, porfa, dijo el Negro al llegar junto a la vieja. ¿Me prestas pa’ pagar, Jirafín?, dijo. El Negro siempre invitando por cuenta mía, ¿no?, dijo el Jirafa, y sacó algunas monedas de mala gana. Tenemos que estar finitos, compadres, prosiguió. Recuerden que no me puedo demorar mucho. ¿Saben algo del Mono o de Botilín?, preguntó el Negro, alarmado al recordar que no los había visto a la salida. No, Negrito, dijo Cauchola. Creo que no vinieron al colegio.

Caminaron durante diez minutos más. Al llegar a la plazoleta del barrio, botaron los palitos y el papel de la paleta, y se despidieron. Quedaron en verse a las tres y cincuenta en el parque para ultimar detalles. El Negro tomó rumbo a la casa de Botilín. Timbró, y luego de una espera de algunos segundos, le abrió Doña Mercedes. Cómo está, Diego Fernando, ¿qué se le ofrece? Doña Mercedes, buenas tardes, vengo a averiguar por Botilín. No le diga así a mi Juanfer, respondió molesta. Tiene gripa y debe descansar. Con permisito. Doña Mercedes se disponía a cerrar la puerta. Vengo también a traerle las tareas, Doña Merceditas, se apresuró a decir el Negro. ¿Puedo subir a entregárselas? Doña Mercedes hizo una mueca. Pues será. Está en su cuarto.

El Negro subió apresuradamente y encontró a Botilín acostado en su cama bajo las cobijas, con un gorro de lana en su cabeza. Huy Botilín, estás en la inmunda, perrito. Botilín volteó su cabeza hacia la puerta, sorprendido, pues no esperaba visitas. Qui’hubo Negrito, acá aburrido con esta gripa, respondió débilmente. ¿Qué más? Bien, Boti, acá viniendo a saludarte. El Negro se sentó en una silla junto a la cama. ¿Y muy grave o qué?, preguntó con voz seria. Pues ni tanto, Negrito, vino el doctor Rodríguez y le dijo a mi mamá que era de dos días de cama y aguepanela y ensaladas, pero ya sabes cómo se pone la cucha con estas cosas. Paila entonces las Lecheritas, yo que te traía dos paquetes, dijo el Negro, y se echó a reír. Se puede hacer una excepción, mi Negro, dijo Botilín, e intentó reírse pero un acceso de tos lo interrumpió. Entonces ni modo de que juegues hoy, compa, dijo el Negro, sombrío. ¿Jugar? ¿Hoy?, preguntó Botilín. Sí, Boti. El Tanque me propuso la revancha. Ah no jodás, Negro marica, replicó Botilín. ¿Es en serio? Sí, dijo con preocupación el Negro. No, parce, respondió Botilín. Yo creo que paila. Con esta gripa, y mi mamá allá afuera pendiente… Sí, eso veo, dijo el Negro. Mejor te cuidas esa gripa porque está como grave. Te encogió las pelotas y todo, dijo sarcástico el Negro y soltó una nueva carcajada. Botilín se quitó el gorro y se lo lanzó al Negro a la cara. Negro huevón. Haz un esfuerzo, Boti, replicó el Negro. Te necesitamos ahí para que no dejes pasar a nadie. Botilín tosió pero intentó disimular el acceso, hacerse el fuerte. Tiró las cobijas al piso, enderezándose. Yo quiero jugar, dijo, algo tenemos que hacer. Es a las 4, dijo el Negro, un poco más animado por el interés que Botilín demostraba. Tú fresas que yo crema, mi Negro, dijo Botilín con una sonrisa, allá nos vemos. No se te olvide llevar el balón, replicó el Negro. Con ese Golty no perdemos nunca.

Bajó corriendo al primer piso y cerró de un portazo, sin despedirse de Doña Mercedes. Se fue apresurado a la casa del Mono Pérez, una de las más grandes del barrio. Al Negro le gustaba mucho el jardín, sembrado y protegido con gran esmero por Doña Estelita, la abuela del Mono. Después de cruzar con cuidado la calle, encontró a la vieja sentada en su mecedora de siempre, en medio del antejardín, tomando el sol con uno de los dos gatos siameses de la casa recostado sobre sus piernas. Buenas, Doña Estelita. Dieguito, mi amor, ¿cómo estás? Bien, bien, Doña Estelita. ¿Usted cómo se encuentra? Pues ahí vamos, mijito, todavía respirando, dijo, soltó un suspiro y acarició al gato. ¿Dónde está Manu?, preguntó de repente la vieja. Pues venía a buscarlo, Doña Estelita, dijo el Negro confundido. ¿No está aquí? La vieja alzó al gato y se levantó lentamente. No, mijito, se fue temprano al colegio y no ha vuelto. Ah, juemadre, dijo en voz baja el Negro, pensativo. ¿Quieres unas galleticas? ¿Un juguito?, preguntó Doña Estelita mientras jugueteaba con el gato, aún dormido. No, Doña Estelita, muchas gracias, vengo de pasada. ¿Dónde está Manu?, preguntó de nuevo Doña Estelita y soltó al gato, que empezó a caminar con pereza hacia el jardín. Ve, Melquiades, ve a buscarme a Manu. ¿Puedo pedirle un favor, Doña Estelita? Sí, mijito, lo que quieras. Apenas regrese el Mono, ¿le puede decir que si me busca en la cancha, a las 4? Bueno, mi niño, yo le digo. ¡Melquiades! ¡Melquiades! ¡Quieto con esas matas! Chivato éste.

El Negro le dio un beso en la mejilla a Doña Estelita y se fue, cabizbajo. Mono berraco, pensó. Otra vez capando clase. ¿Qué se habrá hecho? Se asomó por el local de maquinitas que quedaba en la plazoleta. Allá iba el Mono casi siempre que se escapaba. No lo encontró. Pasó luego por la heladería del señor Gutiérrez. Don Victor, saludó el Negro. ¿Ha visto al Mono Pérez por acá? El tendero negó con la cabeza, sin prestar atención. Tiene que aparecer, pensó preocupado. Ese Mono es un mago, nunca le quitan el balón sin hacerle falta.

Finalmente, el Negro llegó a su casa. No había nadie, como era habitual. Tiró al sofá de la sala su maleta desvencijada por el uso de varios años, bostezó y se dirigió a la cocina. En la nevera encontró dos platos cubiertos de papel aluminio. Sopa de plátano. Pollo sudado con arvejas y arroz. Junto a ellos, un vaso de jugo de mora, su favorito. Sacó los platos, los desenvolvió, buscó las ollas bajo la estufa. Con sumo cuidado, como le había enseñado su mamá para evitar accidentes, encendió dos fogones, y una vez que hubo salido la flama, le dio un sorbo al jugo. ¡Bebida de los dioses, como dice la Nana! En esas estaba cuando sonó el teléfono.

Corrió a la sala. ¡El Mono!, farfulló, y levantó la bocina. Hola mi amor. ¿Mamá? Sí, soy yo, ¿a quién esperabas? No, no, a nadie. ¿Cómo estás, mi vida? Bien. ¿Ya almorzaste?, ahí te dejé los platicos envueltos en la nevera. Sí, mamá, ya los estoy calentando. Habrás prendido los fogones como te dije, ¿cierto? Sí, mamá, todos los días los prendo como me has dicho mil veces. No sea contestón, Diego Fernando, a mí me respeta, me hace el favor… Pero mamá, yo… este culicagado anda de un grosero, uich, Dios mío, no sé qué voy a hacer con usted, Diego Fernando, Virgen Santísima… Perdón, mamá, no lo vuelvo a hac... Más le vale, Diego Fernando, porque a la próxima le vuelo el mascadero y lo meto al colegio militar a ver si… Ay, mami, todo bien, por fa discúlpame, discúlpame en serio. ¡Eh!, cosita con este vergajo, ole, ¿tiene tareas? Sí, mamá, almuerzo y me pongo a hacerlas. Más le vale, Diego Fernando, tenga por seguro que cuando llegue revisamos. Bueno, mami. Y juicioso en la casa, ¿no?, arregle su cuarto y deje todo listo para mañana. Sí señora, yo lo dejo listo. Bueno pues, un beso pues mijito, nos vemos más tarde.

Colgaron. De la cocina salía un leve olor a quemado. El Negro apagó los fogones rápidamente, tomó un limpión de la despensa y retiró las ollas con cuidado. Después de ponerlas sobre el lavaplatos y esperar a que se enfriaran, agarró la loza que había dejado en el mesón y sirvió el almuerzo.

Cuando terminó de comer, el reloj marcaba las dos y veintiocho. Hago la tarea rápido, llamo al Mono a ver si ya está en la casa y me voy para la cancha, pensó. Dejó los platos sin lavar en la cocina y se fue a la pequeña biblioteca que tenía su madre en el cuarto. Entre viejos best-sellers del Círculo, libros de Paulo Coelho y enciclopedias, el Negro ubicó el destartalado atlas de El Tiempo que su madre había coleccionado pensando en sus futuras labores escolares. Durante algunos meses el Negro se embelesó con los mapas, con los nombres de tierras desconocidas que intentaba imaginarse detalladamente, con los países lejanos que había visto jugar en televisión, cuando pequeño, en el mundial de fútbol de Estados Unidos. Pero poco a poco su interés decayó y ya solo lo consultaba cuando le era indispensable. Sacó el atlas del estante y se dirigió hacia la mesa del comedor, llevándolo sin cuidado del lomo entre sus dedos.

Dejó el atlas sobre la mesa y fue por su maleta. Una vez la tomó, se sentó en una silla del comedor, sacó su cuaderno de geografía, y de entre una multitud de lápices a punto de acabarse, de colores rotos y sin punta, de esferos medio vomitados de tinta y de borradores inservibles, separó el lápiz más decente que pudo encontrar. Todo listo para empezar la tarea.

***

Lo despertó el timbre de la casa, que sonaba con vehemencia. Tenía la cabeza recostada sobre el cuaderno de geografía, cubierto de babas. El reloj de pared de la sala daba las tres y cincuenta y cinco. Mierda. El Negro se limpió la cara con la manga del saco y fue corriendo a abrir la puerta. Qui’hubo Negrito, ¿en qué andabas, pues?, saludó Botilín, severo peinado talco. Boti, parce, respondió el Negro, me quedé dormido y no hice la tarea de geografía, juemadre, e invitó a Botilín a entrar y cerró la puerta. Espérame aquí mientras me cambio. Botilín se sentó en una de las sillas del comedor y empezó a rebotar el balón contra el piso. Tenía la cabeza cubierta con el mismo gorro, un pantalón de sudadera negro descolorido y unos guantes de lana azul oscura. ¿Y cómo hiciste para salirte, Boti marica?, gritó desde lejos el Negro, ¿emborrachaste a tu mamá o qué? Botilín se río y dejó de rebotar el balón. No, Negrito, hice la típica, le eché seguro a mi cuarto y me salí con cuidado por la ventana. ¿Y no rompiste el techo?, preguntó burlón el Negro, y soltó una risa estridente. No, Negro huevón, respondió Botilín ofendido. No rompí ningún puto techo. Ayyy, se nos delicó el nené, pues, no te sulfures, perrito, relájate. El Negro salió vestido con su camiseta de Francia, la misma pantaloneta de lycra a punto de romperse que usaba desde los nueve años, y los guayos As que le había regalado su padre en Navidad. Pura pinta de gala, ¿no?, dijo Botilín, y se levantó de la silla. Apúrale que vamos tarde. El Negro se encaminó hacia la puerta, y justo en el momento en que pasó junto a Botilín, recibió un puño en el hombro izquierdo. Por montador, Negro marica. Botilín sonreía mientras el Negro, aceptando la justa represalia, se frotaba hacia arriba y hacia abajo el brazo golpeado. Vamos, pues, Botilito rabón.

Al llegar a la cancha se encontraron con Cauchola y con el Jirafa, que esperaban sentados en una de las bancas del parque. ¿Hasta qué horas, perritos?, dijo el Jirafa haciendo como si señalara un reloj en su muñeca. Rótala, Gordo, gritó Cauchola, y Botilín lanzó fuerte el balón, con intenciones de golpearlo. ¿Y el Mono qué?, preguntó el Jirafa con preocupación. ¿Viene o no? Sí, Jirafita, no demora, dijo el Negro, estirando su pierna derecha, rogando desde lo más profundo que ojalá así fuera. ¿Esos manes ya llegaron?, preguntó. No, Negrito, todavía nada, dijo Cauchola, que se tiraba pases con el Botilín y con el Jirafa, que ahora se incorporaba al calentamiento. ¿Y por qué no fuiste a estudiar, Boti?, preguntó el Jirafa mientras hacía una veintiuna fallida. No, parce, tenía una gripa, respondió Botilín, y sorbió mocos. Menos mal era solo una, ¿no?, dijo Cauchola, y se rió, y todos se contagiaron de la risa chillona del Jirafa. Es en serio perritos, intentó defenderse el Botilín, que tampoco podía parar de reír. Pregúntenle al Negro y verán.

Jugaron al bobito un rato, primero el Negro en el centro, después Botilín, luego el Negro de nuevo. Tras algunos minutos escucharon una algarabía que cruzaba la puerta del parque. Llegaron, parceros, dijo Cauchola, y como hipnotizados detuvieron el balón y se quedaron mirando. Están completos, dijo Botilín, y el Mono nada que llega. Frescolas, Boti, dijo el Negro, el Mono no nos deja morir. Pues yo no estaría tan seguro, dijo el Jirafa, la otra vez nos dejó metidos por irse detrás de la Cindy. Los rivales seguían acercándose. Conversaban animados, se reían, se daban calvazos. Ya viene, ya viene el Monito, dijo el Negro intentando también convencerse a sí mismo. ¿Entonces qué, chinos?, dijo el Tanque López, imponente desde su 1.50 de estatura. ¿Listos pa’ la revancha? Sizas, contestó Cauchola, lentamente, con seguridad. Ja, pero yo no los veo completos, dijo con sorna el Radio Quintero. ¿Sí pueden jugar así? Ya viene el Mono, todo bien, dijo el Negro. Bueno, igual no respondemos por equipo, dijo Gómez, que siempre llevaba los cordones de los guayos desamarrados. Sí, todo bien, dijo el Jirafa, y miró con brusquedad al Negro, como presintiendo que el Mono no llegaría a tiempo. Bueno, la vaina es así, empezó a decir el Tanque López, el que pierda paga empanada y gaseosa donde Don Peter. A quince goles. Juguemos a diez, dijo el Negro, después no vemos nada y fijo nos cantan goles falsos. ¿De qué habla, Negro desteñido?, dijo el Radio Quintero rascándose la nariz. Bueno, bueno, a diez goles, dijo el Tanque López, previendo una discusión interminable. De una, contestó el Negro, píntela nomás. Les vamos es pero a pintar la cara, nenitos, dijo el Radio Quintero haciendo un ademán con el dedo índice sobre el cachete. Juguemos a ver y no hablemos tanto, dijo Botilín. Primero hay que cuadrar lo de la apuesta, dijo Gómez, mientras se rascaba la cabeza. Sí, respaldó el Tanque López, nada de salir corriendo como la vez pasada, y miró al Negro fijamente. ¿Cuáles, parce?, dijo el Negro, sonrojándose, siempre les hemos pagado, los que se hacen los locos son ustedes. Más les vale, chinos, dijo Gómez, igual les cobramos como sea, y como nunca perdemos... Ja, todo bien, dijo Cauchola, entonces armemos las parejas.

El Jirafa quedó con el Radio, Botilín con el Tanque, Cauchola con Gómez, el Negro con el Flaco Nuñez, viejo conocido suyo y de Botilín pues había sido el arquero del equipo hasta el día en que se trasteó a la Unidad B y dejó de hablarles, y el Mono, si llegaba, con Restrepo. Restrepo era el más calidoso de los rivales, menudo, pelirrojo y crespo, de cabello enmarañado, apodado Krusty por sus amigos. A pesar de ser del equipo contrario era respetado por el Negro y los demás tanto por su talento como por su sentido de la justicia, pues no le gustaba hacer trampa y siempre cobraba las jugadas que eran. De no llegar el Mono, todos asumirían la deuda. ¿Empezamos o qué?, preguntó el Radio a modo de presión. Cinco minuticos, que ya llega el Mono, dijo el Negro, todo bien, y se fueron, cada uno de los grupos por su lado a ajustar los últimos detalles del partido. Bueno, vamos a meterle toda, perros, dijo el Negro con ese tono de capitán que siempre imponía antes de cada partido. Ya saben, la soltamos rápido, fácil, no te pongas a amagar allá atrás Boti que siempre te la gana Krusty, Cauchola sin miedo, ese Gómez es retronco y palomero y no te querrás ganar otro patadón como el de la otra vez, y tú, Jirafa, aprovecha ese salto que siempre ganas los centres. Y tú, glorioso capi, a ver si aplicas lo que dices, dijo Cauchola, y todos se rieron a la par, con ganas. Este Mono marica no llega, dijo el Jirafa, ya se está haciendo tarde. Frescos, parceros, dijo el Negro, este partido lo sacamos porque lo sacamos.

Pasaron los cinco minutos y el Tanque se les acercó. No respondemos por equipo, dijo, hagámosle de una. El Negro y los demás no tuvieron más remedio que empezar. Se hicieron en el costado más terroso de la cancha, Cauchola y el Jirafa se quitaron el saco y Botilín hizo el arco, contando seis pasos de un saco a otro. No vayan a hacerlo más chiquito, ¿no?, le gritó el Negro al Radio, y le pidió a Botilín que fuera a comprobar el tamaño del improvisado arco de los rivales. Saquen ustedes, dijo el Tanque. Son menos. El Negro tomó el balón entre sus manos, miró hacia la puerta del parque, volteó la cabeza y observó uno a uno a sus amigos, todos con cara de preocupación. Vamos con toda, perritos, gritó, y puso el balón en el centro de esa cancha que tantos duelos había albergado.

El comienzo del partido no fue nada fácil. Krusty se sacaba a todos, les hacía amagues, cuquitas, en algún momento lo único en lo que todos pensaban era en bajarlo. Botilín, aprovechando su peso, le hizo frente y en una jugada lo empujó descaradamente. Gordo rabón, lo increpó el Radio Quintero y volteó a mirar al Tanque López, este man como no puede por las buenas le toca a lo sucio. Tuvo la intención de frentearlo, pero el Tanque se interpuso, cobró la falta rápido y le hizo un pase a Gómez que aprovechó la desconcentración. 1-0. No te pongas a pelear, Boti marica, concentradito más bien, dijo el Negro mientras iba por el balón lejano detrás del arco, concentradito, parcero. De nuevo sacaron, esta vez el Negro desbordó por la punta izquierda sacándose a Gómez y luego al Tanque, vio al Jirafa y centró, el Jirafa no llegó al balón y por detrás venía corriendo Botilín trabajosamente, con intenciones de patear, pero nunca llegó y dejó descubierta la defensa, Boti huevón, no hay marca atrás, el balón lo ganó el Radio y lo tiró arriba a Krusty que esperaba anclado en las cinco con cincuenta, y solo tuvo que pararla como él sabía y patear duro abajo, a la derecha de Cauchola. 2-0.

¡Bajen, maricas!, gritó Cauchola, molesto por no haber podido hacer nada frente a Krusty, si somos solo cuatro hay que marcar bien o quedarnos atrás, huevones, Botilín regresaba cabizbajo, con lentitud, pálido, estoy paila parceros, no creo que pueda terminar el partido, y sorbió mocos y escupió una plasta de flema verde, el Negro se acercó y le dio tres cachetadas cariñosas, deja de huevoniar, Botilín, vamos p’arriba, vamos p’arriba maricones. El Jirafa le quitó el balón de las manos a Cauchola y lo puso en el centro de la cancha. Con un ademán le indicó al Negro que se acercara para sacar. El Negro le hizo un pase a Botilín, que estaba muy mal parado y alcanzó a llegar por el balón pero con dificultad, Gómez se acercó a marcarlo, Botilín intentó hacerle un amague que no resultó, se cayó al piso, el balón quedó rodando sin dueño, Gómez fue tras él, dominándolo torpemente, y al ver a Cauchola salir como un caballo desbocado, punteó el balón. 3-0.

¡Golazo!, gritó provocador el Radio y se fue a abrazar a Gómez, que celebraba con euforia. ¿Qué te pasa, Gordo marica?, dijo bruscamente el Negro. Botilín, levantándose con dificultad, lo miró mal, Negro imbécil, me echas un pase re paila y ahora la culpa es mía, tienes huevo. El Negro se quedó parado junto al arco con los brazos cruzados, pa’ qué te pones a amagar ahí, lo habíamos hablado. El Jirafa, con rostro severo, se acercó a ellos, bueno, ¡ya!, dejemos de joder pues y organicémonos porque si no nos van es a golear. Cauchola regresaba con el balón, sí perros, dejemos la huevonada, si vamos a perder pues perdemos, pero como hombres.

Durante diez minutos lograron mantener el marcador, aunque sin conseguir el descuento. Krusty seguía haciendo de las suyas, el Radio no paraba de provocarlos, de cantar faltas inexistentes, de insultar a Botilín y al Negro. El Tanque, por su parte, estaba inspirado, las ganaba todas, parecía adivinar siempre la intención del Jirafa, anticipaba las jugadas como todo un profesional. El Flaco Núñez bien habría podido irse a su casa. Su único asedio, el aburrimiento. Su único peligro, quedarse dormido. El Negro intentaba hacer algo, juntarse con Jirafa para generar alguna oportunidad de gol, gritar con ganas para motivar a sus amigos que parecían no creer en la posibilidad de remontar, sacar alguna jugada maestra y hacerse un gol de otro partido. Pero nada. El partido entró en un sopor que solo logró romperse cuando el Radio, buscando despejar un ataque fallido del Jirafa, pateó durísimo hacia adelante con tan buena suerte que el balón desvió su trayectoria por un bache en el campo y dejó a Cauchola sin el más mínimo chance de reaccionar. 4-0.

¿Acabamos el calentamiento aquí, o qué?, dijo el Radio, y se echó a reír apoyado por Gómez y el Flaco. El Negro estuvo a punto de encararlo, la frustración lo embargaba y no podía soportar más las burlas. Botilín se interpuso. No seas huevón, Negro, tú haces lo mismo siempre que vamos arriba. A este paso nos van a blanquear, perritos, dijo Cauchola, enjugándose el sudor del rostro con la manga del saco. ¿Y entonces qué?, dijo el Jirafa, visiblemente molesto. ¿Dejamos así? Tan marica, dijo Cauchola, que nos goleen pero sin llorar. Vamos arriba con toda, perritos, hasta las últimas consecuencias.

Hubo algunos minutos de toque intrascendente, el Negro llegaba hasta tres cuartos de cancha y por física impotencia devolvía el balón hacia su arco, a Botilín o a Cauchola, anhelando que quizá ellos pudieran superar la muralla que el Radio y el Tanque habían levantado. Ese Mono nos jodió, Negro, dijo el Jirafa, triste. Por poco les empacan el 5-0 cuando, por intentar hacer un globito, el Jirafa había perdido el balón con el Tanque y éste, vislumbrando el pique que Gómez se pegaba, lanzó un pase al vacío que sobró a Botilín. Gómez alcanzó el balón pero se enredó con los cordones de los guayos, trastabilló y pateó el balón hacia cualquier lado, con tan mala puntería que el balón golpeó en la rodilla a Cauchola, que había salido a achicar, y se desvió hacia la esquina.

Esta vez fue Botilín por el balón, escurriendo mocos, y mientras regresaba al campo, como si en una batalla llegaran los refuerzos de un ejército a punto de ser derrotado, se limpió la cara con la mano y estalló en un grito emocionado. ¡El Mono! ¡El Mono, perros! Ahí venía, trotando, con ese pantalón grande que lo hacía ver más bajito de lo que era, con la camiseta que usó la Selección Colombia en Italia 90, con el pelo largo, desordenado, moviéndose al vaivén de la carrera. El Negro no pudo esconder la emoción que sentía, ¿viste Jirafín?, yo te dije que el Mono no nos iba a dejar morir. ¿Cuánto vamos?, preguntó el Mono apenas llegó al arco y saludó a sus amigos. Vamos por cuatro abajo, perrito, dijo el Jirafa con desánimo, a ver si te apuras más. Parceros, lo siento, dijo el Mono, mi abuelita me acaba de contar. ¿Y tú dónde andabas, Mono huevón?, preguntó el Jirafa, mirándolo con seriedad. Después les cuento, parces, dijo el Mono, y sonrió con malicia. Bueno, bueno, pero ánimo, ¡ahora sí, perritos!, gritó el Negro, recobrando el ímpetu que había mostrado antes de iniciar el partido, ¡vamos a sacar esta mierda adelante!

Y como siempre, el Mono hizo magia. El Tanque cobró el tiro de esquina y el Mono, mucho más bajo de estatura que el Radio, le ganó el cabezazo y salió disparado hacia adelante, como un tren, imparable, acompañado por el Negro y por el Jirafa que se abrieron por las bandas, ¡tócala, perrito!, gritaba el Jirafa, que recibió un pase preciso al pie derecho pero no logró rematar bien. ¡Vamos, Jirafín!, dijo el Negro, hay que empezar a cobrarlas, parce. El Tanque se desconectó, empezó a perder el balón fácilmente, a pelear con el Radio que no desaprovechaba oportunidad alguna de protestar y de echarle la culpa de sus errores a los demás. Qué estás haciendo, Tanque, suéltala más rápido. Krusty, hermano, ¿se te descargó la pila o qué? Gómez huevón, ¿no me viste ahí en posición de remate? Krusty parecía un fantasma en medio de la cancha, silencioso, perdido en un abismo de impotencia, y Gómez, cada que la agarraba, hacía una torpeza y le dejaba el balón a Botilín o a Cauchola.

Desde abajo, Botilín gritaba y organizaba a sus compañeros, contagiado por la emoción que mostraba el Negro, ¡Jirafa, a tu izquierda!, ¡ahí está el Negrito!, ¡Negro marica, suéltala más rápido, maricón!, ¡ahí tienes atrás al Monito!, ¡eso, Mono, qué grande!, ¡remata de una, Mono huevón! Y el tiro, potente, a media altura, pasó por el costado del Tanque y dejó al Flaco atornillado en la mitad de su arco. 4-1. ¡Buena esa, perros!, gritó Botilín y abrazó a Cauchola. ¡Qué pepo!

El partido se puso áspero. El Radio golpeó un par de veces al Mono en los tobillos, fingiendo torpeza y falta de distancia, qué pena, chino, me sobró el balón, el Mono no se amedrentó y, callado, con esa tranquilidad que siempre mostraba, ponía al Negro y al Jirafa a jugar y a correr. El Negro metió dos centres igualitos, a buena altura, que el Jirafa no supo capitalizar, en uno gracias al codazo disimulado que le tiró el Tanque. Después dices que los haces solito, ¿no, Jirafín?, dijo el Negro, y sonrío. En una de esas, Botilín recuperó un balón en media cancha, se la filtró al Mono, que se sacó al Tanque de cuquita, hizo un amague rápido hacia la izquierda y le puso el balón al Jirafa, que no tuvo más que tirarlo a la derecha del Flaco, hacia todo el palo. 4-2. ¡Este man ya prendió la moto!, dijo el Negro efusivamente, y todos se abrazaron en un tumulto caótico y feliz.

Mientras celebraban, el otro equipo se reunió brevemente, se oyeron murmullos y luego un grito del Radio, ¿nos vamos a dejar joder de estos nenitos o qué, maricones?, Krusty tomó el balón en sus manos y se fue con Gómez al centro de la cancha, salieron tocándola, y Krusty, como si se hubiera despertado de su letargo, empezó a correr y a amagar y a amarrar la pelota como sólo él sabía hacer, se quitó de encima al Mono y luego al Negro, que siempre abría mucho las piernas cuando marcaba y se ganó su túnel, Botilín le intentó hacer cuerpo pero de alguna manera Krusty se las arregló para que siguiera de largo, y en el momento menos esperado, lanzó un tirazo que Cauchola, haciendo honor a su apodo, sacó como pudo.

El Negro y sus amigos ganaban terreno, tocaban rápido, con precisión, exasperaban al Tanque y al Radio que se hacían un ocho allá atrás marcándolos, el Flaco Nuñez intentaba organizarlos pero la confusión era tan grande que poco pudo hacer, el Mono puso una, dos, tres opciones de gol claritas que el Negro y el Jirafa desaprovecharon, y la última, el Flaco, muy bien parado, pudo sacar a la esquina. ¡A ver pues, Krusty, a marcar, si no estás haciendo nada allá arriba!, gritó colérico el Radio, todavía vamos ganando, no podemos dejarnos empatar. El Negro, con un gesto de la boca que tenía ensayado, le indicó al Jirafa que se la iba a poner justo detrás del Tanque, que pretendía marcarlo, y con precisión de geómetra le dio al balón la inclinación perfecta para que el Jirafa saltara y cabeceara duro, por debajo del brazo izquierdo del Flaco. 4-3.

El Negro y el Mono abrazaron con fuerza al Jirafa. Qué golazo, Jirafín, dijo el Mono. Ya los tenemos ahí, parces, gritó el Negro, vamos a aprovechar. El Radio y el Tanque discutían. Krusty, callado, miraba hacia el piso y levantaba una polvareda con su guayo, ¿qué nos pasa, mijos?, ¿nos creímos ganadores?, dijo el Tanque ofuscado, a levantarnos pues, maricones. El Tanque agarró el balón con su manaza y desde el centro de la cancha pateó duro al arco de Cauchola, que estaba desprevenido y alcanzó a reaccionar estirándose, pero dejó el balón ahí nomás, y el rebote, que no fue despejado ni por Botilín ni por el Negro, que todavía celebraban el gol del Jirafa, le quedó a Gómez, que había salido a correr apenas vio al Tanque acomodar el balón, y sin mucho esfuerzo, con el arco a su completa disposición, dio un toque sutil que se adentró en el arco en cámara lenta. 5-3.

¡A qué jugamos, perros!, gritó Cauchola desde el piso, rojo de la rabia. No podemos desconcentrarnos así, todavía no hemos ganado nada, jueputa. Gómez fue por el balón y lo puso en el centro del campo, no más ventajas, parceros, le gritó a su equipo, y se paró en actitud defensiva junto a Krusty. El Negro no podía salir de su asombro, y duraron atontados durante algunos minutos en los que por fortuna no pasó nada. Tan sólo se escuchaba al Radio dirigir a su equipo, eso Gómez, bien marcado, no la amarres tanto, Krusty, que te van a cascar, Negro desteñido, no me sacas nunca.

Oscurecía. Cada vez se hacía más difícil seguir la pelota. El Mono hacía lo que podía, el Jirafa no paraba de correr detrás del Radio o del Tanque, buscando quitarles el balón, el Negro mandó un par de pases rastreros que el Flaco controló sin problemas. Krusty enfrió el partido, poniendo el balón a rodar por toda la cancha y dejando mano a mano en dos ocasiones a Gómez, que no pudo resolver ninguna. Hasta que el Negro, molesto por un empujón del Tanque, adelantó un poco el balón y pateó hacia la derecha del Flaco, que estaba mal parado. 5-4.

Y lo que parecía imposible, poco a poco empezó a tomar forma. Todos, motivados por el gol del Negro, tomaron un segundo aire y se conectaron, les salían todas, ganaban todos los balones, adivinaban todos los pases. Botilín se multiplicó allá atrás, corriendo como nunca, la gripa ya olvidada en un lejano pasado, Cauchola seguro en el arco dando órdenes, con calma Monito, el Negro está ahí atrás, ¡ole, Tanque!, ¡ole, Radio!, el Mono amagando y amagando, el Negro finito en los pases, el Jirafa definiendo bien pero el Flaco se había crecido en su arco. A marcar con ganas, Radio, Tanque, dijo el Flaco, no todo puedo hacerlo yo solo. Y en un tiro de esquina, el Mono, a lo Pibe Valderrama, le hizo un pase al Negro que se había parado frente a él, y sin pensarlo dos veces se la pidió de nuevo, el balón rodó perfecto para un tiro rasante que el Mono impactó como los mejores. 5-5. Gritaron, se abrazaron, se tiraron al piso en una montonera asfixiante, todos cantando el gol como si de eso hubiera dependido vivir o morir, qué grande, Mono, qué crack, el Flacucho ese no la ve ni en repetición, vamos a ganar esto, perritos, qué golazo, Dios mío.

El Tanque y sus amigos se pusieron serios. Nunca esperaron esa impresionante reacción de un equipo al que daban por muerto hacía tan solo media hora. Se reunieron en un círculo sobre su arco, hablando en voz baja. No iban a darse por vencidos. El partido aún no había terminado. Y a la euforia por el empate siguió un dominio casi absoluto del balón por parte del Tanque y de Krusty que no perdía una. El Negro, el Jirafa y el Mono corrían desesperados detrás de la pelota que se había hecho esquiva, inalcanzable, cada vez más exhaustos, con el desgaste del empate pesándoles en los huesos. Diez minutos duraron empatados, y en una jugada que se inventó Krusty, dejando en el camino primero al Negro y luego a Botilín, que se veía lento, pasmado, quedó frente a frente con Cauchola, mandó la pierna izquierda hacia afuera y rápidamente giró hacia la derecha, Cauchola en el piso, sin posibilidad de reaccionar, y solo tuvo que empujarla para matar la ilusión de una remontada histórica. 6-5.

Desde ahí, el partido fue otro. Botilín daba nuevas muestras de gripa, escupía, jadeaba y sorbía mocos con frecuencia, el Negro había dejado de hablar y se veía desconcentrado, el Jirafa ya no corría como antes, desmotivado por el sexto gol del contrincante, el Mono la perdía fácil, como si la energía se le hubiera acabado con el empate transitorio. Y en una de esas jugadas fallidas del Mono, el Radio la ganó y se la pasó a Krusty que, de globito, le elevó el balón a Gómez para que cabeceara, y Cauchola, contagiado por el desgano generalizado de su equipo, se quedó quieto en su arco y no hizo nada para cortar el centro. 7-5.

El desespero se adueñó del Negro y sus amigos. Ya no doy más perritos, dijo el Botilín, y se tiró al piso y ahí se quedó durante varios minutos. Los otros, en la cancha, peleaban por todo. Negro marica, suéltala pues, recriminaba el Jirafa. Despiértate ya, Mono huevón, increpaba el Negro, a ver Botilín deja ya la maricada y pa’ dentro, Cauchola regañaba a todo el mundo, y el Radio se reía y aprovechaba el momento para sumirlos aún más en la confusión. Estos nenitos no tienen nada, parces, decía con sorna, nos ganamos facilito esa empanada. En la defensa, el Tanque y el Radio habían retomado nuevamente el control, hacían faltas indiscriminadas y ganaban arriba y abajo, recios, seguros. Botilín tomó fuerzas y entró de nuevo a la cancha, pero parecía loco, había perdido toda noción de orden, se iba para adelante y dejaba a Cauchola allá atrás solo, sin escuchar las recriminaciones de los demás. El Negro ganó la banda, se sacó al Tanque dos veces y centró el balón al Jirafa que estaba solo frente al arco, pero Botilín, desesperado, se atravesó y desvió el balón hacia atrás, dejando a Krusty y a Gómez solos en posición de ataque, a años luz de distancia, y Cauchola quedó, presa fácil, a merced de los amagues de Krusty y de la buena puntería de Gómez. 8-5.

El gol los sumió en la oscuridad de las seis de la tarde. Gordo huevón, recriminó el Negro, ¿qué estabas haciendo allá arriba?, ¿quieres defender en el otro equipo o qué?, Botilín, exhausto y tirado en la cancha, no decía nada, el Negro seguía la cantaleta y en una de esas Botilín se levantó y lo empujó, Negro marica, no das un pase bueno hace dos horas y sí jodes a todo el mundo, el Jirafa ya ni decía nada, Cauchola, impotente, mandó un par de puños contra el piso, Botilín y el Negro seguían discutiendo, mejor te hubieras quedado con tu mami jugando a las muñecas, niñita, va a tocar conseguirse un balón para no tener que volverte a llamar, y el Radio y el Tanque no podían de la risa escuchándolos, ¡pelea de novias!, ¡dense un pico ya, pues!, y estallaban en carcajadas.

El Mono fue por el balón, intentando imprimirle algo de ritmo al partido, pero ya no hubo tiempo para más. Mientras el Negro y Botilín proseguían la discusión, una sombra rápida y furtiva como un gato cruzó por la entrada del parque, Diego Fernando, chino vergajo, usted sí qué cosita, ¡eh!, Dios mío. La madre del Negro, vociferando, entró a la cancha ante la mirada estupefacta de sus amigos y las risas apagadas del Tanque. ¿No le dije que juicioso en la casa, culicagado? ¿No le dije que no más fútbol, ah? Botilín, boquiabierto, agarró el balón y dio dos pasos hacia atrás, intentando evitar la mirada asesina de la señora. El Mono no sabía dónde meterse y se escondió detrás de Cauchola, que observaba con total asombro cómo la madre del Negro lo agarraba de la camisa y lo sacaba de la cancha casi arrastrado por en medio de los dos equipos. Me va a oír, chino berraco, me va a oír. El Jirafa no sabía si burlarse o echarse a la pena, la señora empujaba al Negro mientras éste protestaba inútilmente, mamá, mamá, por favor, déjeme acabar el partido, por favor, el Radio empezó a reírse con estruendo, seguido por todos los de su equipo, Negro desteñido, hijo de mami, ¡no se te olvide pagarnos la empanada!, y el Negro supo al instante que no había nada que hacer, que tendrían que pagar la apuesta sin dar la última batalla, que el Radio no demoraría en inventarle un apodo de esos que manchan la adolescencia entera, y pensó que así seguramente se había sentido Roberto Baggio en la final del 94, humillado, desolado por dejar tirados a sus compañeros en el momento crucial. Desde la salida del parque echó una última mirada a la cancha y vio al Mono, a Botilín, al Jirafa y a Cauchola cabizbajos, absolutamente derrotados ante las carcajadas interminables de los rivales.