Se
me apareció oscura, con el rostro vuelto como hacia un callejón sin salida.
Debían ser las tres de la mañana o algo así porque no mucho tiempo antes, a las
2:47 que marcaba el viejo radio-reloj de mi cuarto, me había levantado a orinar
y a beber agua. Las ocho, o nueve, o diez cervezas que me tomé con Rubén en el
chuzo de Chapinero donde nos encontramos para cambiar libros y opiniones de lo
que escribimos me dejaron borracho, algo ganoso y algo punk, y apenas llegué a
mi casa y caminé trastabillando con hambre a mi pieza, con sueño, con ese sabor
amargo en la boca sin lavar, caí sobre mi cama sin quitarme la ropa como si me
hubieran dado el tiro de gracia por la espalda. Estaba exhausto. Ese día me
había despertado temprano, cuatro de la mañana o quizás antes. A la luz de la
lámpara de mi escritorio me había puesto a leer los cuentos de Bolaño en
edición de lujo (leí, recuerdo bien, Detectives
y también Putas Asesinas) que me pasó Rubén la semana anterior,
el cual, según me dijo sin asomo de pudor, se llevó de la casa de un
desconocido amigo de su ex novia, o su ex algo, a cuya fiesta había llegado por
azar. La colección de libros de Rubén es vastísima, yo diría que suma unos 600
ejemplares, casi todos en ediciones costosas, casi todos conseguidos de la
misma forma que el de Bolaño. De una fiesta con los amigos de la Nacho (donde
estudió literatura a medias por encontrarla insípida hace ya bastantes años),
había tomado ‘prestado’, como decía siempre, el segundo tomo de las Obras Completas de Borges. En otra, a la
que yo asistí junto a mi amante de entonces, una amiga casual de la dueña de
casa, que celebraba no recuerdo qué experimento artístico, le había dado la
oportunidad perfecta para sacarse Rayuela
en edición de Alfaguara. (A esa amante mía que resultó ser tan solo transitoria
la volví a ver otras cinco, seis noches; las dos primeras veces tiramos más con
las ganas de sacarnos el verano compartido de encima que con verdadera lujuria,
hasta que nos dimos cuenta que nuestro sexo era apenas mediocre y nos
abandonamos sin despedidas bajo la lluvia bogotana de una lúgubre tarde de
agosto de 2006). Podría contar la historia de por lo menos cincuenta de los
libros de Rubén, de las que yo he tenido noticia de primera mano o por boca de
él (Ampliación del campo de batalla
de Houellebecq, El otoño del patriarca y
Todos los cuentos de Gabo, el tercer
o cuarto tomo de Proust, no recuerdo bien, Bioy Casares y Onetti, Los caballitos del diablo de Tomás
González, la lista es larga), cada uno de ellos un trofeo en los estantes de mi
amigo, para quien la literatura es tan universal que no hay nada de malo en
tomarla prestada. Yo jamás le he dicho nada, no tanto por falta de censura sino
porque Rubén tiene un gusto increíble, es generoso y gracias a él he podido sumergirme
en las letras de todos esos personajes a quienes alguna vez me gustaría mirar de
frente, hablarles de igual a igual, decirles que los jóvenes también se roban
mis libros y sufren con ellos y se los regalan a sus conquistas y se
enfervorizan conmigo y me dedican tesis de grado, y así se me ablanda la
reprensión. No ha sido un año fácil. En diciembre pasado se venció mi
afiliación a la BLAA y no he podido renovarla. De no ser por Rubén me habría
tocado a mí ser el ladrón de libros.
Y entonces, esa noche, agotado por
el poco y mal sueño que había tenido durante días y sometido a la cálida
embriaguez de las cervezas y el hambre, la sentí cruzando el umbral de mi
cuarto, y justo cuando sus pasos sigilosos me llevaron a abrir los ojos y voltearme,
giró la cabeza súbitamente. El cabello negro, tan largo que le caía sobre las
nalgas, cubrió su rostro y me vedó su imagen, y se fue, y quise seguirla pero
la fuerza del sueño y el peso del cuerpo me impidieron moverme, y no supe de mí
ni de ella hasta el día siguiente que una llamada de mi hermano me despertó a
las diez de la mañana.
En aquel tiempo yo andaba sin
trabajo fijo y hacía uno que otro encargo de amigos, o de amigos de amigos que
necesitaban una mano. Eran trabajos aburridos y mal pagos: corregir “ensayos”
finales de estudiantes de ingeniería sobre el Banquete de Platón para la clase de ‘Ética del ingeniero’ o tristísimas
reseñas de películas para una electiva de ‘Cine y sociedad’ con muy poco de
cine y mucho menos de sociedad, escritas con esa terrible ortografía
contemporánea que puede producir derrame cerebral. Me habían echado de mi
puesto de profesor por no resistirme a una de mis estudiantes de once y no ser
lo suficientemente inteligente para esperar un par de meses y hacerle la vuelta
en secreto, y no solo perdí mi trabajo sino también a Juliana, que al enterarse
de todo gracias a un reportaje de no recuerdo cuál noticiero de mierda que
varias de sus amigas (que no me querían, o que tal vez querían tirar conmigo y
sentían celos de ella y no dudaron en lanzarme al agua) se encargaron de
hacerle llegar sin demora. Así que me quedé solo en el apartamento que habíamos
alquilado por seis meses, solo y sin trabajo y sin posibilidades de aspirar de
nuevo a algún colegio o alguna cátedra por mi jodida “carencia de ética”, pero
no podía irme porque cometí la estupidez de firmar el contrato de permanencia y
estaba en la obligación de cumplirlo o pagar la recesión.
Entonces
me quedé ahí, solo en ese apartamento, no, solo no, más bien rodeado por los fantasmas
que he ido acumulando a lo largo de mi vida y que se me fueron haciendo
visibles bajo el humo del cigarrillo o el vapor del agua de la ducha o en los
peores momentos del guayabo. Al comienzo no me importó que Juliana se largara
puteándome escaleras abajo a la casa de su mamá. Me sentía aburrido de ella, de
su desinterés, de su excesivo esnobismo, de su cada vez más insoportable
cantaleta cuando me quedaba con Rubén en alguna reunión hablando de fútbol o de
libros, de sus cada vez más desaforados celos. Llegamos al punto en que no
podía saludar a la portera del edificio sin luego tener que aguantarme su
eterna alegadera, que yo recibía en silencio y con los ojos fijos en el piso,
intentando que no me molestara pero sin conseguirlo y guardando hacia ella un
rencor lento, amargo. Estuve demencialmente enamorado de su arte y de su cuerpo
durante un año en que tuve los mejores polvos de mi vida, pero luego se fueron
haciendo menos recurrentes y más predecibles, Juliana se volvió rutinaria y
posesiva, y tan rápido y fogosamente como me desquicié por ella se me olvidó
quererla.
Pero luego vino la nostalgia, esa
que desde mi juventud me va envolviendo de a poquitos como una telaraña cuando
tengo frío y estoy abandonado a mi suerte, cuando llueve, cuando escucho
Radiohead o Pink Floyd y me doy cuenta de mi insignificancia como escritor o
como amante o como ser humano. Y empecé a extrañarla, a desearla de nuevo, a desenredar
en mi cabeza toda esa maraña de emociones que me había dejado al irse del
apartamento, y una noche, quizá bajo el influjo de una cerveza con amigos o de
un porro o de algún poema de Rilke, me sentí miserable. La culpa se me estancó
en las tripas, y se me atascó el alma, y no pude evitar la sensación de haberla
cagado irremediablemente. Juliana era la única mujer que se había aguantado mis
güevonadas y (creía yo) me había hecho feliz. Y ya no estaba. Y difícilmente
volvería conmigo.
Empecé a escribirle poemas (una
humillación a la que no había cedido ni siquiera en mi adolescencia), me le aparecí
intempestivamente muchas veces a la hora del almuerzo o a la salida del
trabajo, atiborré su celular de mensajes y llamadas perdidas, su correo
electrónico de insultos y luego de disculpas y luego de cartas de amor
denigrantes, y lo único que recibía en respuesta eran sus empujones, sus
muecas, su silencio. Frecuentaba los lugares que frecuentábamos juntos sabiendo
de antemano que jamás se asomaría por ahí pero con el pueril deseo de que ella
pensara que yo no era capaz de aparecerme por ahí y que de repente llegara y me
encontrara en la barra y por fin nos sentáramos a hablar. Y así me fui sumiendo
en la tristeza, en la melancolía del paraíso perdido, cada vez en mejores
términos con el alcohol y las drogas, y mis amigos de entonces se fueron
aburriendo de mi obsesión y de mis malos tragos, y hasta Rubén se distanció por
un tiempo.
Mi hermano Nicolás me despertó ese
día con la noticia de que había visto a Juliana en un concierto de La 33 con
otro man, que no se habían despegado ni para ir al baño, que se había hecho la
pendeja para no saludarlo. «Parce», me dijo, «deje ya la güevonada por esa
nena. Parece un quinceañero». Su reproche era sincero. Después de que me fui de
la casa empezamos a acercarnos, pues antes, cuando vivíamos juntos, no nos
hablábamos mucho, teníamos una relación apenas cordial, o al menos eso sentía
yo. Nunca sospeché que mi hermano me respetara tanto en silencio, que me
siguiera los pasos, que les hablara a sus amigos de mí con admiración. Y desde
que me fui de la casa empezamos a hablar más, a vernos con cierta frecuencia
para ir a algún concierto o a tomarnos unas chelas mientras veíamos algún
partido o simplemente mientras hablábamos mierda. La última vez que nos
habíamos visto, bueno, no podría decirse que ‘nos habíamos visto’, él me vio a
mí en un estado tan deplorable que sólo me quedan recuerdos cargados de guaro y
de la música de las Almas y Nicolás ofreciéndome un vaso con agua y los
problemas para pagar la cuenta y el sabor del vómito en algún sitio cercano al
bar. El mismo drama se repitió un par de veces, con lugares y personajes
secundarios diferentes, pero el mismo drama en esencia. Nicolás cuidándome,
Nicolás fastidiado con su hermano despechado y al borde de un coma etílico.
Mientras me contaba los pormenores del concierto recordé mi noche anterior, y
la vi oscura, con el rostro cubierto por el cabello negro, y sentí un
estremecimiento silencioso que de repente me hizo ver a Juliana y a su nuevo
amante como a través de un vidrio blindado, como dentro de aquellas esferas
gringas de Navidad que al agitarlas se cubren de nieve y se ven tan bellas y
muertas, y por un instante me olvidé de todo y pronuncié unas palabras que no
parecían mías sino de alguno de mis fantasmas, «Esa vieja me importa un culo,
Nico», y me extrañé por lo seguras que sonaban, y sonreí para luego cerrar los
ojos y disfrutar de mi vacío momentáneo.
Durante el año que viví con Juliana
escribí poco, mucho menos de lo que habría deseado, concentrado más en la vida
doméstica, en el trabajo de Juliana, en sus exposiciones, en sus amigos, en
preparar clase (algunas veces, muy pocas en realidad), en revisar los exámenes
y trabajos finales de mis estudiantes del colegio que en mis propios asuntos, y
a las diez y media de la noche, cuando me desocupaba y me sentaba a leer un
rato para luego escribir una o dos horas, el cansancio era tan abrumador que en
cuestión de minutos empezaba a bostezar y a perder el hilo de la lectura de
turno o a emputarme porque claramente esa noche no había inspiración y no iba a
pasar de las cien palabras. Al otro día la alarma me arrebataba al sueño y ya
no tenía tiempo más que para ducharme de afán, comer algo de mala manera y
salir al colegio a aburrirme mortalmente hasta las cuatro de la tarde. Y así al
día siguiente, y al siguiente. Algunos fines de semana, los que no
desperdiciaba durmiendo o recuperándome de los excesos de los viernes, podía
escribir, pero fueron tan pocos entre tanto ajetreo que durante ese año no
escribí más de dos o tres cuentos (bastante flojos, por cierto) que ya ni sé si
guardo todavía o si destruí cuando Juliana empezaba a dolerme.
Pero
esa noche algo cambió. Y sentí la irremediable necesidad de escribir todo eso
que tenía atorado en la garganta, y dejé de vomitar alcohol y bilis y empecé a
vomitar palabras, al principio con algo de dificultad pero cada vez con mayor
soltura. Después de que colgué el teléfono me levanté por un poco de agua, me
preparé unos huevos revueltos y una taza de café (mal hechos) y me fui a mi
escritorio plagado de libros a medio leer, hojas sueltas, rayadas, arrugadas,
post-its incoherentes con alguna que otra cita de Bolaño, Cortázar, Welsh,
Palahniuk, que me quedé leyendo por un rato en el que algunas imágenes, algunos
versos ronroneaban en mi cabeza. Entonces, súbitamente, tal vez poseído por
alguno de mis viejos fantasmas recurrentes, empecé a hacer orden, a botar las
hojas inservibles que me estorbaban, y recordé mi viejo cuadernillo de notas,
que tenía desde que me gradué de la universidad, y empecé a buscarlo con afán
por toda la casa, pero la angustia me asaltó porque no recordaba si lo había
masacrado a patadas en mis noches de desolación y rabia o si lo había dejado
con vida, y con esa incertidumbre escarbé entre la biblioteca en desorden y los
libros apiñados en el suelo y mi clóset, me tiré al piso a buscarlo de
cualquier manera bajo los muebles, los tapetes, la cama, y no lo encontraba
pero cada vez me convencía más de que era necesario un poco de limpieza en esa
casa abandonada a la entropía desde que se había ido Juliana, y el cuaderno no
aparecía, y yo arrastrándome en calzoncillos, maldiciendo, lamentando mi
grandísima estupidez y cobardía, hasta que sin saber en qué momento terminó
allí lo encontré detrás del inodoro, y me alegré como si el universo acabara de
nacer con todas sus constelaciones enteritas y brillantes, y lo abrí a la
altura de la última entrada, escrita más de un año atrás con pésima letra, ‘la
estudiante del cuento tiene que parecer salvaje, un poco como las actrices
porno que representan las fantasías masculinas más comunes. Lo jodido ahí será
evitar la caricatura de la gatita, el cliché de la femme fatale de puteadero’. Me hice a un esfero cualquiera y empecé
a esbozar lo que se me cruzaba por la cabeza, algunos personajes, algunos
recuerdos de mis últimos meses, versos incipientes, el recuento de sueños que
de repente me volvieron a la cabeza, y después de mucho tiempo sentí algo que
yo sabía muy bien que no era la felicidad pero que muy bien la imitaba.
Y
poco a poco algo fue tomando forma, un relato, un poema en prosa, no lo sé muy
bien, que se me fue extendiendo, en el que una mujer exactamente igual a la de
mi recuerdo se me aparecía oscura, y se escabullía por entre la noche, y me
servía de inspiración para un relato sin fondo. Trabajé en ello día y noche,
obsesivamente, sin ningún rigor pero sin tregua, dejando tiempo apenas para
fumar o salir a caminar por la ciudad en las tardes cada vez más lluviosas y
regresar empapado hasta la médula pero tranquilo, en un equilibrio como de alta
mar. Y uno de esos días en que la lluvia se desató como debió hacerlo en los
primeros días del mundo creí verla cruzando la calle, con las manos dentro de
unos jeans que parecían ser negros, hermosamente mojada, e intenté alcanzarla,
correr con toda la velocidad que me permitían mis músculos, pero la fuerza del
agua y la falta de ejercicio y comida me dejaron exhausto sin haberla visto
siquiera de lejos. Al volver, como todos los días, la casera empezó a
fastidiarme con su cobradera y la amenaza de que me iba a echar a la calle en
cualquier instante si no le pagaba los dos meses que le debía, que en cualquier
instante llamaría a la policía, y mientras ella se esforzaba en sacarme una
reacción con sus palabras venenosas y su dicción grosera y su escupidera al
hablar yo la miraba y callaba, y sonriendo hacia adentro la dejé en la entrada
del edificio peleando sola y subí con calma a mi cuarto a buscarla a ella, la
mujer de mi recuerdo, en mis cuadernos de notas.
Ayer
me volví a ver con Rubén. Le devolví el libro de Bolaño casi terminado y esta
vez me prestó uno de Gómez Jattin, el poeta maldito de Cereté del que conozco
la leyenda pero del que no he leído nada todavía, «para que sepa lo que es
bueno, perrito». Nos pusimos cita en la Séptima con Jiménez, justo enfrente del
edificio de El Tiempo, a eso de las nueve, y mientras esperábamos a dos
“amiguitas” de Rubén para ir a bailar a Escobar y Rosas nos fuimos a un chuzo
de la Plazoleta del Rosario a tomarnos unas polas. El sitio olía a feo, había
llovido mucho, y después de dos cervezas decidimos irnos a donde Doña Ceci,
mucho más barato y donde por lo menos habría más ambiente, por lo menos habría
una que otra hippie a la cual echarle el ojo un rato. Ahí aproveché para
contarle sobre mi nuevo proyecto pero sin ahondar en detalles, y Rubén me dijo
que la idea no estaba mala, que habría que ver de qué manera lograba contarla,
que le recordaba algunos pasajes de Poe y así, contada a la ligera, le traía
recuerdos de Brazil de Terry Gilliam.
Yo nunca he visto esa película, y ahí empezamos una discusión sobre lo que
Borges dijo alguna vez, que las metáforas a las que los hombres tenemos acceso
son siempre las mismas pero que sufren infinitas transformaciones, por lo que
dos personas completamente desconocidas entre sí pueden tener el mismo sueño y
contarlo exactamente igual tan sólo variando el color del vestido de una de las
protagonistas o los rasgos en la cara de otra de ellas, y que llevando el
argumento al extremo de la locura a lo mejor nosotros mismos, en ese instante,
tan sólo éramos la mediocre réplica de un par de griegos discutiendo sobre el
arte de la tragedia en la Atenas del siglo IV a. de C. Y nos íbamos poniendo
contentos, cinco, seis, siete cervezas, empezamos a gastar monedas en la
rockola del chuzo y a gritar canciones de Soda Stereo y Caifanes, no sé por qué
nos dio ayer la onda del rock en español, y a eso de las once llegaron las
amiguitas de Rubén, una que aguantaba mucho, la otra apenas regular, como sin
muchas ganas de farrear y maquillada excesivamente. Ya en ese momento poco me
importaba alguna cosa y nos fuimos de una a Escobar, que estaba repleto.
Bajamos al sótano con botella de vodka en mano, y en medio del bullicio y la
multitud atiborrada que intentaba bailar de cualquier manera no fue mucho lo
que pude conversar con Lorena, o Liliana, no recuerdo cómo se llamaba la nena
aquella, fea ya vista de cerca y a pesar de los tragos que llevaba yo encima,
no sólo fea sino también rancia. No supe a qué salió anoche, y se lo dije. Se
la pasó haciendo mala cara y quejándose a toda hora por la turba y el calor y
lo caro del sitio, y yo hacía todo lo posible por no cagarme la fiesta e
intentar despertarle un poco el ambiente a Lucía, o Laura, o como se llame,
pero nada, la vieja se empeñaba en amargarse y amargarme mientras que el huevón
de Rubén la pasaba bueno. Claro, ahí caí en cuenta de su plan: yo sería su
idiota útil y me encargaría de la fea para que él pudiera hacerle la vuelta a
la bonita, cosa que más que molestarme me hizo reír porque no era la primera
vez que pasaba y ya antes lo había hecho yo también. Se besaban y bailaban al
son de Ismael Rivera y Willie Colón, y ni siquiera se preocupaban por el vodka,
que se convirtió en la salvación de mi aburrimiento. Sin nadie con quién
pasarla decidí recostarme sobre la pared y contemplar el delirio en que Escobar
y Rosas se había convertido, a mirar impasible desde el centro del caos lo que
era anoche el universo.
Al
cabo de un rato sentí ganas de ir al baño, y entre empujones y codazos y
miradas de odio me fui abriendo paso por entre la multitud que se extasiaba en
el baile como si fuera el fin del mundo. Y justo antes de llegar vi su hermosa
cabellera larga y negra, la vi subiendo sola por las escaleras y mirándome a la
distancia. La llamé a gritos, «Gabriela», infructuosamente en medio del
bullicio, sin saber de dónde había salido su nombre, y de inmediato me fui en
su búsqueda, pero me demoré tanto en cruzar el sótano que al llegar a la
escalera y subir le había perdido el rastro. Aún jadeante salí por la puerta del
bar, y rodeado por una gélida y despiadada brisa de páramo, por gotitas de
tormenta dormida, me fui tras ella, con la firme determinación de encontrarla
en algún lugar de la noche bogotana o morir en el intento.