martes, 27 de agosto de 2013

Languidez


I.
hay días en los que no me la llevo bien conmigo mismo 
y camino cabizbajo 
con las manos en los bolsillos

la gente
las casas derruidas
las calles
aceras casi ruinas
me abruman 

y mi cuerpo me es ajeno 
el mundo me es ajeno 

me desconozco y me pierdo

me imagino como pájaro en lontananza

como pájaro en vuelo 
que busca cielos más amables 
al vaivén del viento caprichoso

pero no soy pájaro ni viento ni cielo

voy caminando
y nada soy

y si hace sol el esplendor me agobia
y si hace frío anhelo fuego en mis entrañas

¿será eso lo que llaman tristeza? 
¿nostalgia? 
¿vacío?

solo bajo la lluvia hallo algo de sosiego 
quizás porque me siento en casa

el consuelo de las gotas en mi rostro 
purifica el peso del tiempo

ya ni la música me alegra 
y busco melodías mórbidas trágicas grises 
como cielo bogotano de invierno

y ahí también me siento en casa


II.
solo en días aciagos
la vida se desnuda 
se muestra en su pureza 
transitoria 
           voraz 
                 hermosa

y descubro que ese caos que me habita 
esa fuerza incontrolable 
de la vida desatada 
es el camino

la única vía

no hay perfección 
sin vértigo

no hay paraíso perdido

los perdidos somos nosotros 
porque el paraíso está ahí 
atrás adelante adentro

saborear el caos 
los pequeños infiernos cotidianos 
las emociones sin fuero

eso es el paraíso

si debo perder 
perderme 
para comprender 
bienvenida la pérdida 
el duelo 
y la tristeza

pues sin abandono 
no hay sabiduría

Dualidad

“-Una buena parte del mundo va naciendo y otra buena parte muriendo, y todos sabemos que todos tenemos que vivir o todos morir: en esto no hay término medio.”
Roberto Bolaño, primer manifiesto infrarrealista

No hay sino una única verdad, absoluta, contundente, irrefutable: nacemos y morimos. Ni la existencia de Dios, ni la realidad del mundo tal y como lo vemos y experimentamos pueden considerarse irrefutables. Tampoco la convicción de que el Big Bang en efecto ocurrió tal y como lo describen los físicos (quienes navegan a tientas entre especulaciones y luces borrosas, entre imágenes de telescopios poderosísimos pero en últimas producto de la imperfecta industria humana). Como hombres, nuestra única verdad y nuestro único consuelo es ese: nacemos y morimos.

En nuestra existencia consciente no hay más límites concretos que esos dos puntos definitivos. Hemos nacido en un lugar y momento específicos del que la mayoría tenemos noticias por nuestros padres o por alguien mayor que nosotros. Aunque bien es cierto que miles de personas en el mundo desconocen su origen, ya sea por abandono, por engaño o por obra de tiranías, sobre el hecho mismo de que todos y cada uno de los habitantes de este planeta hemos nacido no cabe la menor duda. Hemos nacido. Eso es incuestionable.

Con la muerte solo hay incertidumbre. Sabemos que es una realidad, algo así como una guillotina que pende sobre nuestro cuello permanentemente y que no sabemos nunca en qué momento nos cercenará la cabeza. Con mucha frecuencia, quizás, nos olvidamos de esa carga sobre nosotros. Nos sumergimos tanto en el flujo cotidiano, en el afán consumista, en el vivir desentendido, que por momentos nos sentimos inmortales. Otras veces, empujados por la fatalidad, la evidencia de la muerte se nos hace tan urgente que su sombra nos atormenta incluso en el sueño. Pero seamos indiferentes a ella o estemos sometidos a la psicosis, la muerte es un fardo que cargamos desde el momento mismo de nuestro alumbramiento y que mientras estemos vivos, nunca, querámoslo o no, podremos quitarnos de encima.

Los griegos (ese pueblo trágico, por lo mismo extremadamente creativo) creían que la existencia toda era una condena a la muerte. Que desde el momento mismo de nuestra concepción ya estábamos muriendo. Sócrates, uno de los más lúcidos de ellos, fue aún más allá, y estableció que la vida misma no era nada más que una preparación para una buena muerte: nada de lo que hacemos en vida tiene sentido si no está dirigido a aceptar y a asumir de la mejor manera nuestra partida.

No poca razón tenían. Pues tan solo en un aspecto fisiológico, es evidente que nuestro cuerpo a partir de cierta edad, en la cual todas sus funciones alcanzan su plenitud, comienza a decaer inevitablemente. Y que nuestras facultades mentales (en particular la memoria) se ven seriamente afectadas con el tiempo. Y que cada día que pasa nos hacemos menos proclives al cambio y a la transformación, una manera de empezar a morir en vida.

Pero en algo se quedaron cortos. Porque aunque es cierto que parte de nosotros muere todo el tiempo, también obedecemos a fuerzas poderosas, creativas, fértiles, que nos obligan constantemente a reconstruirnos, a redescubrirnos, a incinerarnos. En una palabra, nos obligan a renacer.

Así que nos debatimos constantemente entre uno y otro punto; entre el punto fijo, inamovible, de nuestro nacimiento, y el punto siempre flotante e incierto de la muerte. Esos dos límites determinan nuestra existencia, y no es ilícito suponer que todo el tiempo nos movemos en repercusiones a pequeña escala de esos límites. Como el universo es dinámico, nosotros, sometidos a sus leyes, lo somos también. Por eso la diversidad de estados de ánimo, de emociones, de deseos. Por eso la inestabilidad de nuestros anhelos y de nuestras convicciones. Todos los días se mueren en nosotros aspectos que en otros tiempos y en otras circunstancias constituían la esencia misma de nuestras vidas, y se abren paso nuevas realidades. Cada mañana nacemos de nuevo. Cada noche morimos un poco. Cada mañana al bañarnos muere algo que ya no es nuestro. Cada noche al entrar en el mundo de los sueños algo a lo que no estábamos atentos se despierta en nosotros. Pero con frecuencia nos negamos a esas muertes y a esos nacimientos, porque no hemos sido lo suficientemente educados para asumir la transitoriedad de todo lo que somos, ni para vivir de acuerdo a ella. Asumirnos como energía fluctuante, como olas de mar arrastradas por la corriente y por la intensidad de la luna.

No significa esto, sin embargo, que en momentos específicos de nuestras vidas dejamos de ser totalmente lo que éramos y que nuestro ‘yo’ del pasado se convierte en un cadáver putrefacto al que hay que enterrar. Somos más bien un árbol repleto de frutas diversas, de todos los colores y sabores, que brotan y se caen de nosotros todo el tiempo. Algunas de ellas, enterradas en lo más profundo, dejan de ser vitales y se pudren. Y ahí se hace necesario escarbar en nosotros y botarlas, porque como ocurre con las manzanas enfermas, si no son sacadas a tiempo terminarán por pudrir al árbol entero.

Más que en rupturas radicales con nuestro pasado, deberíamos creer en la transformación paulatina y constante de nuestras fuerzas interiores. Emparentados con los reptiles y las aves, mudamos de piel con regularidad y abrimos las alas a nuevas realidades, a nuevos estados de conciencia y aprendizaje.

El motor de estos cambios es sin duda la existencia misma, con sus grandes dosis de inestabilidad y caos. Y de inevitable sufrimiento. Pero es ahí, en el sufrimiento, donde el proceso de nacimiento y muerte más evidente se hace, donde con más virulencia se manifiesta la dinámica dual de nuestra existencia. Porque gracias a ese motor, que en principio no sabemos enfrentar y que nos abruma, nos vemos obligados a hacer limpieza de nuestro árbol interior, arrojamos lejos las frutas podridas y encontramos otras nuevas, quizás de sabores fuertes y desconocidos, quizás incluso frutas prohibidas, pero que sin duda nos abren otras puertas y otros caminos que nos llevarán, inevitablemente, a nosotros mismos.

domingo, 11 de agosto de 2013

Gabriela

Se me apareció oscura, con el rostro vuelto como hacia un callejón sin salida. Debían ser las tres de la mañana o algo así porque no mucho tiempo antes, a las 2:47 que marcaba el viejo radio-reloj de mi cuarto, me había levantado a orinar y a beber agua. Las ocho, o nueve, o diez cervezas que me tomé con Rubén en el chuzo de Chapinero donde nos encontramos para cambiar libros y opiniones de lo que escribimos me dejaron borracho, algo ganoso y algo punk, y apenas llegué a mi casa y caminé trastabillando con hambre a mi pieza, con sueño, con ese sabor amargo en la boca sin lavar, caí sobre mi cama sin quitarme la ropa como si me hubieran dado el tiro de gracia por la espalda. Estaba exhausto. Ese día me había despertado temprano, cuatro de la mañana o quizás antes. A la luz de la lámpara de mi escritorio me había puesto a leer los cuentos de Bolaño en edición de lujo (leí, recuerdo bien, Detectives y también Putas Asesinas) que me pasó Rubén la semana anterior, el cual, según me dijo sin asomo de pudor, se llevó de la casa de un desconocido amigo de su ex novia, o su ex algo, a cuya fiesta había llegado por azar. La colección de libros de Rubén es vastísima, yo diría que suma unos 600 ejemplares, casi todos en ediciones costosas, casi todos conseguidos de la misma forma que el de Bolaño. De una fiesta con los amigos de la Nacho (donde estudió literatura a medias por encontrarla insípida hace ya bastantes años), había tomado ‘prestado’, como decía siempre, el segundo tomo de las Obras Completas de Borges. En otra, a la que yo asistí junto a mi amante de entonces, una amiga casual de la dueña de casa, que celebraba no recuerdo qué experimento artístico, le había dado la oportunidad perfecta para sacarse Rayuela en edición de Alfaguara. (A esa amante mía que resultó ser tan solo transitoria la volví a ver otras cinco, seis noches; las dos primeras veces tiramos más con las ganas de sacarnos el verano compartido de encima que con verdadera lujuria, hasta que nos dimos cuenta que nuestro sexo era apenas mediocre y nos abandonamos sin despedidas bajo la lluvia bogotana de una lúgubre tarde de agosto de 2006). Podría contar la historia de por lo menos cincuenta de los libros de Rubén, de las que yo he tenido noticia de primera mano o por boca de él (Ampliación del campo de batalla de Houellebecq, El otoño del patriarca y Todos los cuentos de Gabo, el tercer o cuarto tomo de Proust, no recuerdo bien, Bioy Casares y Onetti, Los caballitos del diablo de Tomás González, la lista es larga), cada uno de ellos un trofeo en los estantes de mi amigo, para quien la literatura es tan universal que no hay nada de malo en tomarla prestada. Yo jamás le he dicho nada, no tanto por falta de censura sino porque Rubén tiene un gusto increíble, es generoso y gracias a él he podido sumergirme en las letras de todos esos personajes a quienes alguna vez me gustaría mirar de frente, hablarles de igual a igual, decirles que los jóvenes también se roban mis libros y sufren con ellos y se los regalan a sus conquistas y se enfervorizan conmigo y me dedican tesis de grado, y así se me ablanda la reprensión. No ha sido un año fácil. En diciembre pasado se venció mi afiliación a la BLAA y no he podido renovarla. De no ser por Rubén me habría tocado a mí ser el ladrón de libros.

            Y entonces, esa noche, agotado por el poco y mal sueño que había tenido durante días y sometido a la cálida embriaguez de las cervezas y el hambre, la sentí cruzando el umbral de mi cuarto, y justo cuando sus pasos sigilosos me llevaron a abrir los ojos y voltearme, giró la cabeza súbitamente. El cabello negro, tan largo que le caía sobre las nalgas, cubrió su rostro y me vedó su imagen, y se fue, y quise seguirla pero la fuerza del sueño y el peso del cuerpo me impidieron moverme, y no supe de mí ni de ella hasta el día siguiente que una llamada de mi hermano me despertó a las diez de la mañana.

            En aquel tiempo yo andaba sin trabajo fijo y hacía uno que otro encargo de amigos, o de amigos de amigos que necesitaban una mano. Eran trabajos aburridos y mal pagos: corregir “ensayos” finales de estudiantes de ingeniería sobre el Banquete de Platón para la clase de ‘Ética del ingeniero’ o tristísimas reseñas de películas para una electiva de ‘Cine y sociedad’ con muy poco de cine y mucho menos de sociedad, escritas con esa terrible ortografía contemporánea que puede producir derrame cerebral. Me habían echado de mi puesto de profesor por no resistirme a una de mis estudiantes de once y no ser lo suficientemente inteligente para esperar un par de meses y hacerle la vuelta en secreto, y no solo perdí mi trabajo sino también a Juliana, que al enterarse de todo gracias a un reportaje de no recuerdo cuál noticiero de mierda que varias de sus amigas (que no me querían, o que tal vez querían tirar conmigo y sentían celos de ella y no dudaron en lanzarme al agua) se encargaron de hacerle llegar sin demora. Así que me quedé solo en el apartamento que habíamos alquilado por seis meses, solo y sin trabajo y sin posibilidades de aspirar de nuevo a algún colegio o alguna cátedra por mi jodida “carencia de ética”, pero no podía irme porque cometí la estupidez de firmar el contrato de permanencia y estaba en la obligación de cumplirlo o pagar la recesión.

Entonces me quedé ahí, solo en ese apartamento, no, solo no, más bien rodeado por los fantasmas que he ido acumulando a lo largo de mi vida y que se me fueron haciendo visibles bajo el humo del cigarrillo o el vapor del agua de la ducha o en los peores momentos del guayabo. Al comienzo no me importó que Juliana se largara puteándome escaleras abajo a la casa de su mamá. Me sentía aburrido de ella, de su desinterés, de su excesivo esnobismo, de su cada vez más insoportable cantaleta cuando me quedaba con Rubén en alguna reunión hablando de fútbol o de libros, de sus cada vez más desaforados celos. Llegamos al punto en que no podía saludar a la portera del edificio sin luego tener que aguantarme su eterna alegadera, que yo recibía en silencio y con los ojos fijos en el piso, intentando que no me molestara pero sin conseguirlo y guardando hacia ella un rencor lento, amargo. Estuve demencialmente enamorado de su arte y de su cuerpo durante un año en que tuve los mejores polvos de mi vida, pero luego se fueron haciendo menos recurrentes y más predecibles, Juliana se volvió rutinaria y posesiva, y tan rápido y fogosamente como me desquicié por ella se me olvidó quererla.

            Pero luego vino la nostalgia, esa que desde mi juventud me va envolviendo de a poquitos como una telaraña cuando tengo frío y estoy abandonado a mi suerte, cuando llueve, cuando escucho Radiohead o Pink Floyd y me doy cuenta de mi insignificancia como escritor o como amante o como ser humano. Y empecé a extrañarla, a desearla de nuevo, a desenredar en mi cabeza toda esa maraña de emociones que me había dejado al irse del apartamento, y una noche, quizá bajo el influjo de una cerveza con amigos o de un porro o de algún poema de Rilke, me sentí miserable. La culpa se me estancó en las tripas, y se me atascó el alma, y no pude evitar la sensación de haberla cagado irremediablemente. Juliana era la única mujer que se había aguantado mis güevonadas y (creía yo) me había hecho feliz. Y ya no estaba. Y difícilmente volvería conmigo.
           
            Empecé a escribirle poemas (una humillación a la que no había cedido ni siquiera en mi adolescencia), me le aparecí intempestivamente muchas veces a la hora del almuerzo o a la salida del trabajo, atiborré su celular de mensajes y llamadas perdidas, su correo electrónico de insultos y luego de disculpas y luego de cartas de amor denigrantes, y lo único que recibía en respuesta eran sus empujones, sus muecas, su silencio. Frecuentaba los lugares que frecuentábamos juntos sabiendo de antemano que jamás se asomaría por ahí pero con el pueril deseo de que ella pensara que yo no era capaz de aparecerme por ahí y que de repente llegara y me encontrara en la barra y por fin nos sentáramos a hablar. Y así me fui sumiendo en la tristeza, en la melancolía del paraíso perdido, cada vez en mejores términos con el alcohol y las drogas, y mis amigos de entonces se fueron aburriendo de mi obsesión y de mis malos tragos, y hasta Rubén se distanció por un tiempo.
           
            Mi hermano Nicolás me despertó ese día con la noticia de que había visto a Juliana en un concierto de La 33 con otro man, que no se habían despegado ni para ir al baño, que se había hecho la pendeja para no saludarlo. «Parce», me dijo, «deje ya la güevonada por esa nena. Parece un quinceañero». Su reproche era sincero. Después de que me fui de la casa empezamos a acercarnos, pues antes, cuando vivíamos juntos, no nos hablábamos mucho, teníamos una relación apenas cordial, o al menos eso sentía yo. Nunca sospeché que mi hermano me respetara tanto en silencio, que me siguiera los pasos, que les hablara a sus amigos de mí con admiración. Y desde que me fui de la casa empezamos a hablar más, a vernos con cierta frecuencia para ir a algún concierto o a tomarnos unas chelas mientras veíamos algún partido o simplemente mientras hablábamos mierda. La última vez que nos habíamos visto, bueno, no podría decirse que ‘nos habíamos visto’, él me vio a mí en un estado tan deplorable que sólo me quedan recuerdos cargados de guaro y de la música de las Almas y Nicolás ofreciéndome un vaso con agua y los problemas para pagar la cuenta y el sabor del vómito en algún sitio cercano al bar. El mismo drama se repitió un par de veces, con lugares y personajes secundarios diferentes, pero el mismo drama en esencia. Nicolás cuidándome, Nicolás fastidiado con su hermano despechado y al borde de un coma etílico. Mientras me contaba los pormenores del concierto recordé mi noche anterior, y la vi oscura, con el rostro cubierto por el cabello negro, y sentí un estremecimiento silencioso que de repente me hizo ver a Juliana y a su nuevo amante como a través de un vidrio blindado, como dentro de aquellas esferas gringas de Navidad que al agitarlas se cubren de nieve y se ven tan bellas y muertas, y por un instante me olvidé de todo y pronuncié unas palabras que no parecían mías sino de alguno de mis fantasmas, «Esa vieja me importa un culo, Nico», y me extrañé por lo seguras que sonaban, y sonreí para luego cerrar los ojos y disfrutar de mi vacío momentáneo.

            Durante el año que viví con Juliana escribí poco, mucho menos de lo que habría deseado, concentrado más en la vida doméstica, en el trabajo de Juliana, en sus exposiciones, en sus amigos, en preparar clase (algunas veces, muy pocas en realidad), en revisar los exámenes y trabajos finales de mis estudiantes del colegio que en mis propios asuntos, y a las diez y media de la noche, cuando me desocupaba y me sentaba a leer un rato para luego escribir una o dos horas, el cansancio era tan abrumador que en cuestión de minutos empezaba a bostezar y a perder el hilo de la lectura de turno o a emputarme porque claramente esa noche no había inspiración y no iba a pasar de las cien palabras. Al otro día la alarma me arrebataba al sueño y ya no tenía tiempo más que para ducharme de afán, comer algo de mala manera y salir al colegio a aburrirme mortalmente hasta las cuatro de la tarde. Y así al día siguiente, y al siguiente. Algunos fines de semana, los que no desperdiciaba durmiendo o recuperándome de los excesos de los viernes, podía escribir, pero fueron tan pocos entre tanto ajetreo que durante ese año no escribí más de dos o tres cuentos (bastante flojos, por cierto) que ya ni sé si guardo todavía o si destruí cuando Juliana empezaba a dolerme.

Pero esa noche algo cambió. Y sentí la irremediable necesidad de escribir todo eso que tenía atorado en la garganta, y dejé de vomitar alcohol y bilis y empecé a vomitar palabras, al principio con algo de dificultad pero cada vez con mayor soltura. Después de que colgué el teléfono me levanté por un poco de agua, me preparé unos huevos revueltos y una taza de café (mal hechos) y me fui a mi escritorio plagado de libros a medio leer, hojas sueltas, rayadas, arrugadas, post-its incoherentes con alguna que otra cita de Bolaño, Cortázar, Welsh, Palahniuk, que me quedé leyendo por un rato en el que algunas imágenes, algunos versos ronroneaban en mi cabeza. Entonces, súbitamente, tal vez poseído por alguno de mis viejos fantasmas recurrentes, empecé a hacer orden, a botar las hojas inservibles que me estorbaban, y recordé mi viejo cuadernillo de notas, que tenía desde que me gradué de la universidad, y empecé a buscarlo con afán por toda la casa, pero la angustia me asaltó porque no recordaba si lo había masacrado a patadas en mis noches de desolación y rabia o si lo había dejado con vida, y con esa incertidumbre escarbé entre la biblioteca en desorden y los libros apiñados en el suelo y mi clóset, me tiré al piso a buscarlo de cualquier manera bajo los muebles, los tapetes, la cama, y no lo encontraba pero cada vez me convencía más de que era necesario un poco de limpieza en esa casa abandonada a la entropía desde que se había ido Juliana, y el cuaderno no aparecía, y yo arrastrándome en calzoncillos, maldiciendo, lamentando mi grandísima estupidez y cobardía, hasta que sin saber en qué momento terminó allí lo encontré detrás del inodoro, y me alegré como si el universo acabara de nacer con todas sus constelaciones enteritas y brillantes, y lo abrí a la altura de la última entrada, escrita más de un año atrás con pésima letra, ‘la estudiante del cuento tiene que parecer salvaje, un poco como las actrices porno que representan las fantasías masculinas más comunes. Lo jodido ahí será evitar la caricatura de la gatita, el cliché de la femme fatale de puteadero’. Me hice a un esfero cualquiera y empecé a esbozar lo que se me cruzaba por la cabeza, algunos personajes, algunos recuerdos de mis últimos meses, versos incipientes, el recuento de sueños que de repente me volvieron a la cabeza, y después de mucho tiempo sentí algo que yo sabía muy bien que no era la felicidad pero que muy bien la imitaba.

Y poco a poco algo fue tomando forma, un relato, un poema en prosa, no lo sé muy bien, que se me fue extendiendo, en el que una mujer exactamente igual a la de mi recuerdo se me aparecía oscura, y se escabullía por entre la noche, y me servía de inspiración para un relato sin fondo. Trabajé en ello día y noche, obsesivamente, sin ningún rigor pero sin tregua, dejando tiempo apenas para fumar o salir a caminar por la ciudad en las tardes cada vez más lluviosas y regresar empapado hasta la médula pero tranquilo, en un equilibrio como de alta mar. Y uno de esos días en que la lluvia se desató como debió hacerlo en los primeros días del mundo creí verla cruzando la calle, con las manos dentro de unos jeans que parecían ser negros, hermosamente mojada, e intenté alcanzarla, correr con toda la velocidad que me permitían mis músculos, pero la fuerza del agua y la falta de ejercicio y comida me dejaron exhausto sin haberla visto siquiera de lejos. Al volver, como todos los días, la casera empezó a fastidiarme con su cobradera y la amenaza de que me iba a echar a la calle en cualquier instante si no le pagaba los dos meses que le debía, que en cualquier instante llamaría a la policía, y mientras ella se esforzaba en sacarme una reacción con sus palabras venenosas y su dicción grosera y su escupidera al hablar yo la miraba y callaba, y sonriendo hacia adentro la dejé en la entrada del edificio peleando sola y subí con calma a mi cuarto a buscarla a ella, la mujer de mi recuerdo, en mis cuadernos de notas.

Ayer me volví a ver con Rubén. Le devolví el libro de Bolaño casi terminado y esta vez me prestó uno de Gómez Jattin, el poeta maldito de Cereté del que conozco la leyenda pero del que no he leído nada todavía, «para que sepa lo que es bueno, perrito». Nos pusimos cita en la Séptima con Jiménez, justo enfrente del edificio de El Tiempo, a eso de las nueve, y mientras esperábamos a dos “amiguitas” de Rubén para ir a bailar a Escobar y Rosas nos fuimos a un chuzo de la Plazoleta del Rosario a tomarnos unas polas. El sitio olía a feo, había llovido mucho, y después de dos cervezas decidimos irnos a donde Doña Ceci, mucho más barato y donde por lo menos habría más ambiente, por lo menos habría una que otra hippie a la cual echarle el ojo un rato. Ahí aproveché para contarle sobre mi nuevo proyecto pero sin ahondar en detalles, y Rubén me dijo que la idea no estaba mala, que habría que ver de qué manera lograba contarla, que le recordaba algunos pasajes de Poe y así, contada a la ligera, le traía recuerdos de Brazil de Terry Gilliam. Yo nunca he visto esa película, y ahí empezamos una discusión sobre lo que Borges dijo alguna vez, que las metáforas a las que los hombres tenemos acceso son siempre las mismas pero que sufren infinitas transformaciones, por lo que dos personas completamente desconocidas entre sí pueden tener el mismo sueño y contarlo exactamente igual tan sólo variando el color del vestido de una de las protagonistas o los rasgos en la cara de otra de ellas, y que llevando el argumento al extremo de la locura a lo mejor nosotros mismos, en ese instante, tan sólo éramos la mediocre réplica de un par de griegos discutiendo sobre el arte de la tragedia en la Atenas del siglo IV a. de C. Y nos íbamos poniendo contentos, cinco, seis, siete cervezas, empezamos a gastar monedas en la rockola del chuzo y a gritar canciones de Soda Stereo y Caifanes, no sé por qué nos dio ayer la onda del rock en español, y a eso de las once llegaron las amiguitas de Rubén, una que aguantaba mucho, la otra apenas regular, como sin muchas ganas de farrear y maquillada excesivamente. Ya en ese momento poco me importaba alguna cosa y nos fuimos de una a Escobar, que estaba repleto. Bajamos al sótano con botella de vodka en mano, y en medio del bullicio y la multitud atiborrada que intentaba bailar de cualquier manera no fue mucho lo que pude conversar con Lorena, o Liliana, no recuerdo cómo se llamaba la nena aquella, fea ya vista de cerca y a pesar de los tragos que llevaba yo encima, no sólo fea sino también rancia. No supe a qué salió anoche, y se lo dije. Se la pasó haciendo mala cara y quejándose a toda hora por la turba y el calor y lo caro del sitio, y yo hacía todo lo posible por no cagarme la fiesta e intentar despertarle un poco el ambiente a Lucía, o Laura, o como se llame, pero nada, la vieja se empeñaba en amargarse y amargarme mientras que el huevón de Rubén la pasaba bueno. Claro, ahí caí en cuenta de su plan: yo sería su idiota útil y me encargaría de la fea para que él pudiera hacerle la vuelta a la bonita, cosa que más que molestarme me hizo reír porque no era la primera vez que pasaba y ya antes lo había hecho yo también. Se besaban y bailaban al son de Ismael Rivera y Willie Colón, y ni siquiera se preocupaban por el vodka, que se convirtió en la salvación de mi aburrimiento. Sin nadie con quién pasarla decidí recostarme sobre la pared y contemplar el delirio en que Escobar y Rosas se había convertido, a mirar impasible desde el centro del caos lo que era anoche el universo.


Al cabo de un rato sentí ganas de ir al baño, y entre empujones y codazos y miradas de odio me fui abriendo paso por entre la multitud que se extasiaba en el baile como si fuera el fin del mundo. Y justo antes de llegar vi su hermosa cabellera larga y negra, la vi subiendo sola por las escaleras y mirándome a la distancia. La llamé a gritos, «Gabriela», infructuosamente en medio del bullicio, sin saber de dónde había salido su nombre, y de inmediato me fui en su búsqueda, pero me demoré tanto en cruzar el sótano que al llegar a la escalera y subir le había perdido el rastro. Aún jadeante salí por la puerta del bar, y rodeado por una gélida y despiadada brisa de páramo, por gotitas de tormenta dormida, me fui tras ella, con la firme determinación de encontrarla en algún lugar de la noche bogotana o morir en el intento.