martes, 26 de agosto de 2014

el cadáver del pasado yace sobre el desierto

el cadáver del pasado yace sobre el desierto

ya no hiede

relumbra 
sobre la arena 
como cráneo de elefante

exhala un silencio elocuente
y reclama
la arbitrariedad de lo efímero

quedan los huesos

un eco

una huella

sólo eso

lunes, 28 de julio de 2014

En una loma

Vivir días sin nombre, horas anónimas regidas por el aliento y el capricho de los aires y los insectos. Despojarse de ataduras, de esas cárceles inservibles que la ciudad envuelve sobre nosotros. Desaprender el lenguaje de todos los días y seres, darle nuestra sangre a las palabras, hacer de ellas un camino a nuestra alma y nuestros dioses. Descifrar lo que parece no tener clave, motivo, huella.

Todo es arbitrario y sin embargo esa arbitrariedad es también una diosa, emparentada con el caos y el misterio. El universo es arbitrario e indescifrable, pero es, está, lo soy a cada paso y lo vivo con cada palpitar y cada parpadeo. Es gracias a mi propia arbitrariedad y mi propia conciencia de ella que por un instante comprendo, realmente comprendo, que el milagro de respirar es arbitrario pero no azaroso.


Sumergirse en lo que "es" (nada tan esquivo e impreciso como el lenguaje, las palabras que ahora intento encaminar hacia adentro) me acerca a lo divino; el tiempo todo, 'imagen móvil de la eternidad', es el reflejo, a veces roto, a veces profundo, del universo; el fractal. Sincronía. Y no sé por que me pongo tan trascendental pero la evidencia es desbordante.


Mis palabras se las comerán los pájaros o los perros como lo que son, testimonios efímeros y quizás marchitos de algo que siempre se me escapa. No me puedo bañar ni vestir con palabras y sin embargo son mi instrumento. Oficio vano, como todo oficio humano, el de escribir. Mas oficio de cazador de atardeceres, de soles de matices eternos que se diluyen en el horizonte. Oficio vacío, y, sin embargo, hermoso.


22-jul-2014

jueves, 24 de abril de 2014

23 y 24 de abril de 2014

Se aproxima la medianoche y algo se me quiere escapar a través de las letras. Aún no sé qué es; algo así como un cosquilleo en la punta de los dedos, un brote de hormigas en la garganta que calla, porque la noche exige silencio. Mucho he pensado sobre el arte, mi momento y los niveles de mi vitalidad. Quizás porque luego de días y días de ansiedad, de esa que te sumerge en el humo del cigarrillo y que te lleva a mirar a las estrellas buscando respuestas, por fin he encontrado el reposo. Era necesario. Mis nervios y mi corazón ya estaban acusando el desgaste de la incertidumbre y de la penumbra. En la ansiedad no es posible la reflexión, sólo el vértigo. Por eso cuando llega la calma, las neuronas o el espíritu, como quiera llamárselo, encuentran refugio y por fin germinan. Hoy, con frío y ganas de dormir, las letras me llaman; no puedo ser ajeno a su canto.

Hay en el artista una contradicción. No sé si implícita en todos. Al menos en mí, sí. He estado siempre sometido a un impulso perfeccionista que, bien visto, ha sido más obstáculo que impulso para mí. El querer hacer algo más allá de lo común, de hacerlo sobresalientemente, y de ser reconocido por ello, debo reconocerlo, han sido parte de mis intentos artísticos. Grita en ello un deseo de aceptación, un rechazo a la marginalidad que por fin he comprendido como recurrente en mi vida. He sido siempre un marginal y nunca quise ni me gustó serlo. Pero, por esas ironías de los dioses que juegan, he ahí mi virtud y mi condena: la marginalidad, aún repudiada, es mi signo. De ahí han surgido todos mis intentos por encontrarme, reconciliarme, reconstruirme. Sé que no soy un músico demasiado bueno, ni un escritor demasiado bueno tampoco, pero me empeño en recorrer ambos caminos porque siento que allí por fin me abrazaré conmigo mismo; porque allí encuentro refugio, porque allí me siento libre aunque no del todo cómodo a ratos, porque allí tengo algo mío que nadie me puede quitar o pisotear. Sigo siendo un marginal; mis letras y mis melodías me sirven fundamentalmente a mí y no deberían servir para nada más. Soy disperso, indisciplinado, perezoso a ratos y falto de convicción con más frecuencia de lo que quisiera. Pero a pesar de mí mismo, algo tengo, algo he podido construir.

Sé que divago. Que las ideas no se conectan con suavidad como obliga el manual. No importa. Algo se me escapa a través de las palabras, algo que buscaba salir hace mucho y que debo empezar a purgar si no quiero atragantarme. Mañana será otro día.

lunes, 7 de abril de 2014

El abismo

En el abismo nos damos cuenta de qué estamos hechos porque estamos solos con nuestra penumbra y con las voces de nuestros fantasmas que retumban en el vacío. En la penumbra, todo sonido, incluso el palpitar de nuestro corazón, se amplifica de tal manera que nos devela algo, lo oculto, el misterio. Sin la soledad del abismo no podemos acercarnos a ello. Sin su silencio, sin sus tinieblas, jamás podremos escucharnos con atención, percibir los matices infinitos de nuestra propia voz, que contiene en sí los murmullos de las piedras, el bramar orgánico del mundo y de todos los dioses y sátiros de la Naturaleza. En nuestra voz, aún desprovista de articulación o palabra (es decir, en su estado primigenio) resuenan los ecos de la eternidad.

lunes, 20 de enero de 2014

Sobre la impermanencia

Por Sigmund Freud
Traducido de la versión en inglés de James Strachey

No hace mucho estuve en una caminata de verano a través de un sonriente campo en la compañía de un amigo taciturno y de un poeta joven pero ya famoso. El poeta admiraba la belleza de la escena a nuestro alrededor pero no sentía regocijo alguno por ella. Estaba perturbado por el pensamiento de que toda esa belleza estaba destinada a la extinción, que se esfumaría cuando llegara el invierno, como toda la belleza humana y la belleza y esplendor que los hombres han creado o podrían crear. Todo lo que de otra manera él hubiera amado y admirado le parecía desprovisto de su valor por la impermanencia, su condena.

La disposición a la decadencia de todo lo bello y perfecto puede, como sabemos, dar surgimiento a dos impulsos distintos en la mente. Uno lleva a la dolorosa congoja sentida por el joven poeta, mientras que el otro lleva a la rebelión contra el hecho afirmado. ¡No! Es imposible que toda la gracia de la Naturaleza y el Arte, del mundo de nuestras sensaciones y del mundo exterior, realmente se desvanezcan en la nada. Sería demasiado desprovisto de sentido y demasiado presuntuoso creerlo. De una manera u otra esta gracia debe ser capaz de persistir y de escapar a todos los poderes de la destrucción.

Pero esta exigencia de inmortalidad es un producto de nuestros deseos demasiado inequívoco como para hacerle reclamo a la realidad: lo que es doloroso puede sin embargo ser cierto. No pude ver un camino para entrar en disputas sobre la impermanencia de todas las cosas, ni pude insistir en una excepción a favor de lo que es bello y perfecto. Pero sí disputé la visión pesimista del poeta de que la impermanencia de lo que es bello implica alguna pérdida en su valor.

Por el contrario, ¡un aumento! El valor de la impermanencia es el valor de la escasez en el tiempo. La limitación en la posibilidad del goce incrementa el valor del goce. Es incomprensible, declaré, que el pensamiento de la impermanencia de la belleza pueda interferir con nuestro gozo de ella. Considerando la belleza de la Naturaleza, cada vez que es destruida por el invierno regresa de nuevo al siguiente año, y eso en relación con la longitud de nuestras vidas puede de hecho ser considerado como eterno. La belleza de la forma y rostro humanos se esfuman para siempre en el transcurso de nuestras propias vidas, pero su evanescencia solo les brinda un fresco encanto. Una flor que se abra solamente por una noche no nos parece por esa razón menos encantadora. Ni tampoco puedo entender nada mejor por qué la belleza y perfección de una obra de arte o de un logro intelectual deba perder su valor debido a su limitación temporal. Un tiempo vendrá, ciertamente, en que las pinturas y estatuas que hoy admiramos se derrumben de polvo, o en que una raza de hombres que ya no comprendan las obras de nuestros poetas y pensadores nos suceda, o puede incluso llegar una era geológica en la que toda la vida animada sobre la tierra cese; pero ya que el valor de toda esta belleza y perfección solo está determinado por su importancia para nuestras propias vidas emocionales, no tiene ninguna necesidad de sobrevivirnos, y es, por lo tanto, independiente de la duración absoluta.

Estas consideraciones me parecieron indiscutibles; pero noté que no había causado impresión alguna sobre el poeta o sobre mi amigo. Mi fracaso me llevó a inferir que algún factor emocional poderoso que estaba en marcha perturbaba sus juicios, y  más tarde creí que había descubierto cuál era. Lo que arruinó su goce de la belleza tuvo que ser una rebelión en contra del duelo. La idea de que toda esta belleza era impermanente le estaba dando a estas dos mentes sensitivas un anticipo de duelo sobre su deceso; y, dado que la mente instintivamente huye de cualquier cosa dolorosa, sintieron que su goce de la belleza interfería con los pensamientos de su impermanencia.

El duelo por la pérdida de algo que hemos amado o admirado parece tan natural para el lego que es vista por él como auto-evidente. Pero para los psicólogos, el duelo es un gran enigma, uno de esos fenómenos que no pueden ser explicados por sí mismos pero a partir de los cuales otras oscuridades pueden ser rastreadas. Poseemos, como parece, una cierta porción de capacidad para el amor – que llamamos libido -  la cuál en las etapas más tempranas de su desarrollo está dirigida hacia nuestro propio ego. Más tarde, aunque todavía en una etapa muy temprana, esta libido se riega desde el ego hacia los objetos, los cuáles son, en cierto sentido, llevados hacia nuestro ego. Si tales objetos son destruidos o los perdemos, nuestra capacidad para el amor (nuestra libido) es una vez más liberada; y puede entonces tomar otros objetos a cambio o puede temporalmente regresar al ego. Pero por qué este desprendimiento de sus objetos por parte de la libido debe ser un proceso tan doloroso es un misterio para nosotros, y hasta el momento no hemos sido capaces de esbozar ninguna hipótesis para dar cuenta de ello. Sólo vemos que la libido se aferra a sus objetos y no renunciará a aquellos que se han perdido incluso cuando un sustituto se encuentra listo a mano. Eso, pues, es el duelo.

Mi conversación con el poeta tuvo lugar en el verano antes de la guerra. Un año después, la guerra se desató y le robó sus bellezas al mundo. No solo destruyó la belleza de los campos por los cuales pasó y las obras de arte que se cruzó en su camino, sino que también destrozó nuestro orgullo por los logros de nuestra civilización, nuestra admiración por muchos filósofos y artistas y nuestras esperanzas en el triunfo final sobre las diferencias entre las naciones y las razas. Empañó la noble imparcialidad de nuestra ciencia, reveló nuestros instintos en toda su desnudez y liberó los espíritus malignos de nuestro interior que creíamos domesticados para siempre por la continua educación de siglos de las mentes más nobles. Hizo a nuestro país nuevamente pequeño y convirtió al resto del mundo en algo muy remoto. Nos robó mucho de lo que amábamos,  y nos mostró cuan efímeras eran muchas de las cosas que veíamos como inalterables.


No podemos sorprendernos de que nuestra libido, así despojada de tantos de sus objetos, se haya aferrado con la mayor intensidad a lo que nos quedó, que nuestro amor por nuestro país, nuestro afecto por aquellos cercanos a nosotros y nuestro orgullo en lo que es común a nosotros de repente se hayan fortalecido. Pero aquellas otras posesiones, que ya hemos perdido, ¿realmente han cesado de tener algún valor para nosotros porque se han mostrado tan perecederas y tan poco resistentes? Para muchos de nosotros esto parece ser así, pero una vez más erróneamente, en mi perspectiva. Creo que quienes piensan así, y parecen listos a realizar una renuncia permanente porque lo que era precioso no se ha mostrado duradero, están simplemente en estado de duelo por lo que se ha perdido. El duelo, como sabemos, por doloroso que pueda ser llega espontáneamente a un fin. Cuando ha renunciado a todo lo que se ha perdido, entonces se ha consumido a sí mismo, y nuestra libido es de nuevo libre (en la medida en que aún seamos jóvenes y activos) para reemplazar los objetos perdidos por otros más frescos, igual o aún más preciosos. Es de esperarse que lo mismo sea cierto sobre las pérdidas causadas por esta guerra. Una vez el duelo se termine, se encontrará que nuestra alta opinión sobre las riquezas de la civilización no ha perdido nada por el descubrimiento de su fragilidad. Debemos construir de nuevo todo lo que la guerra ha destruido, y quizás en un suelo más firme, y más duraderamente que antes.