jueves, 20 de diciembre de 2012

Las fauces del tigre


Aún piensa en la noticia que ha visto en la televisión, entre el café y el insomnio, a las tres de la mañana: una vez más las aguas se desbordan. Las veredas de Chía y Cajicá se anegan sin misericordia. Los barrios de Bogotá afectados por viejas inundaciones repiten su historia de infortunio. ¿Dónde quedó la plata de las emergencias pasadas? Malditos ladrones. A las cuatro de la mañana, mientras revolvía el azúcar del enésimo café de la madrugada, absorto en el remolino que dejaba tras de sí la cuchara, imaginó una Bogotá cubierta por la lluvia y por olas gigantescas que bajaban desde los cerros orientales y engullían la ciudad, sus miserias, sus basuras, sus esperanzas fallidas. Le pareció ser el último habitante, aquel que observa, entre el éxtasis y el terror, el colapso definitivo de su mundo.

Ya son las siete. El sorbo caliente de café lo espabila, y Matías, su gato siamés, recostado sobre sus muslos, siente el sobresalto y lo observa con ojos de pereza. Ha sido una noche de mierda, una más entre muchas de los últimos meses, pero debe ir a trabajar. A nadie le importa si ha dormido bien o no, si está saludable o agonizando. Para mantener el apartamento del barrio Lourdes en el que vive en arriendo debe ir de nuevo a ese edificio mal barrido de la Calle 26 con Carrera 13 y contestar con la mejor voz del mundo las quejas y reclamos de los clientes de Comcel. Su servicio es una porquería, ladrones de mierda. Muchas gracias por su amabilidad, señora López. Estafadores hijueputas. Con mucho gusto, señor Hernández. Mire, petardo, no tengo todo el día, apúrese ¿sí? Los mejores deseos en esta Navidad, doña Patricia. Es tal la desidia en la que se ha sumido durante los últimos tiempos que ya ni piensa en renunciar. Quedarse ahí o irse, perseguir los sueños de los que tanto hablaba hace diez años, todo le sabe a lo mismo: a agua tibia. Por eso no hace nada para cambiar su vida. Y todos los días va a su trabajo, escucha con desgana las quejas y los insultos, no sonríe a nadie, se bebe unas diez a quince tazas de café, se fuma un par de cigarrillos, y vuelve a su casa embutido en el Transmilenio de las seis de la tarde, con ganas de nada. Quizás de ser dios por un segundo y presionar el botón de la explosión cósmica para devolverle el mundo a las cucarachas, que seguramente sabrían qué hacer con él mejor que la humanidad.

Antes de salir echa un vistazo a su casa. Todo en orden. Tal vez un poco de polvo por allá sobre los estantes de libros, lo normal cuando no se ha limpiado por un par de días. Cualquiera creería que un tipo solo y apático como él vive en una pocilga. Nada que ver. Como por instinto empezó a organizar el apartamento durante las horas del insomnio. Las primeras veces doblaba la ropa que había dejado desperdigada durante la semana. Al cabo de unos días empezó a barrer un poco, a organizar los libros de su biblioteca y los discos de su colección de CD’s por autores, años de composición, sellos discográficos y géneros. Hacía mucho tiempo había dejado de gastar su plata en discos, pero la afición le duró años y su colección era considerable: free jazz, rock progresivo, blues, R & B, rock en español, grunge, alternativa, clásica. Otras noches limpiaba ventanas, cosía medias, lavaba ropa. Esa era su secreto artilugio contra la muerte, contra los recovecos de su mente que se hacían aún más espesos al bordear las dos de la mañana o al clarear el alba. Ocupándose en actividades inanes evitaba las ya viejas premoniciones, las pesadillas en vela que de seguro habían estropeado por siempre su dormir. Poco a poco las visiones de fuego y agua se fueron apagando, se fueron haciendo parte del día a día, de la noche a noche, y había alcanzado un estado de sopor moderado que lo dejó justo en el límite de la funcionalidad cotidiana. Matías lo observa con deseos de salirse, maulla, sube sus patas delanteras a la puerta. Él, con delicadeza, le acaricia el cuello y lo aparta. Toma su abrigo. Sale. Hace frío.

No hace mucho su frágil equilibrio empezó a resquebrajarse, luego de una noche en la que había fumado marihuana y bebido vino hasta la una de la mañana con Lucho, el viejo escritor medio zafado del apartamento de arriba. Esa madrugada soñó que agonizaba sobre un río color púrpura-rojizo-anaranjado como aquellos atardeceres sobre el mar Caribe que tanto lo impresionaron en el viaje familiar a Santa Marta de 1995, aquellos que contemplaba absorto y con un profundo estremecimiento que no supo nunca controlar mientras su hermanita chapoteaba las olas que llegaban tenues a la playa. En el sueño agonizaba solitario bajo un cielo gris y bajo la lluvia intensa que resonaba de manera muy parecida a como ahora lo hace afuera el aguacero matutino de Bogotá. Y veía bandadas de aves anárquicas surcar el horizonte y perderse en una nube oscura y gigante que sugería las fauces de un tigre.

Esa noche despertó aterrado y durante minutos enteros intentó calmarse sin lograrlo. Como era de esperarse, no pudo conciliar de nuevo el sueño. Así que decidió sacar el primer libro de su biblioteca que se le cruzara y leer hasta que se le cerraran los párpados o hasta que amaneciera. Cualquier cosa era preferible a enfrentarse a eso que parecía una nueva premonición. El libro que tomó entre sus manos, ubicado sobre un grupo de tomos gruesos, era la versión de Bartebly, el escribiente de Losada de los años sesenta que había conseguido al precio irrisorio de $3.500 pesos en una librería de viejo cualquiera de la Jiménez. Lo había leído en ese entonces pero poco recordaba de la historia. Las imágenes y sensaciones de esa primera vez regresaron con fuerza, y la relectura fue como una revelación para él, quien desde ese día no se desprendió más del pequeño tomo amarillento y arrugado que leía una y otra vez cuando el trabajo y su desgana se lo permitían.

Al salir a la calle el cielo es inmenso, absolutamente gris y blanco, desbordado de lluvia. Así, seguramente, fue el cielo del octavo día. La lluvia no cesa. Antes bien, parece sostenerse y hacerse más densa a cada segundo. Se acomoda bajo el portal de su edificio, saca un cigarrillo y lo fuma mientras espera a que merme un poco el aguacero que ni un paraguas de varillas sólidas puede resistir. Al dar la primera calada siente un rumor. El agua arrecia. Saca el libro de su abrigo. ‘Preferiría no hacerlo’. El rumor se ha incrementado un poco, no viene de ninguna parte. Hoy es 21 de diciembre, recuerda de repente. Soplan los vientos de los cerros y suenan fuerte, como si estuvieran comentando algo. Fuma por un rato. Mira hacia el cielo. Sonríe.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Pude haber sido mar


Pude haber sido mar
quizás alga
microbio
o ballena
en las profundidades del Pacífico

Pude haber sido gato
pelo de gato
quizá colmillo
o garra

el insecto que ocioso el gato caza
el hilo que el felino dios rodea
estruja
muerde

Pude haber sido montaña
viento huracanado
que acaricia
un árbol milenario
inmenso
en el valle
o en el río

ese árbol milenario
en cuyas entrañas fluye
entero
el universo

ese río
del que todo ya se ha dicho
y del que nada se descifra
nunca

Pude haber sido tantas cosas
mar, gato, insecto, viento, árbol
y quizá las he sido en cierta forma
quizá las soy ahora
o ya las fui
o al pensarlas me recuerdo
me descubro y descubro la semilla de la vida
en mis manos

Me es tan difícil atraparme

Quizá por eso he sido mar
gato
viento
tan esquivos todos
tan inabarcables

Me es tan difícil atraparme

Quizá por eso ya lo he sido todo
y puedo decir
de igual manera
que he existido
y que jamás abrí los ojos

miércoles, 29 de agosto de 2012

'Chocó': de la selva con amor


Director: Jhonny Hendrix Hinestroza
Actores principales: Karen Hinestroza, Esteban Copete
Colombia, 2012

Lo primero que se viene a la mente al concluir la poco más de hora y cuarto que dura Chocó es un cliché ya desgastado por el uso y el tiempo pero que no por serlo deja de ser una cruda realidad: Colombia es uno y a la vez muchos países, un cúmulo de historias y ancestros y paisajes y dolores que jamás terminaremos de conocer a profundidad, así tuviéramos la impensable suerte de vivir por los siglos de los siglos. Esa es la conclusión inicial; la de vernos obligados a asumir con una certeza gris que esa gran abstracción que es Colombia es una irrealidad que no atraparemos nunca ni con los ojos del cuerpo ni con los del alma. Hay tantas sombras, tantos fantasmas, tantas músicas a nuestro alrededor. Y quizás no logramos abarcar todo eso por completo debido a una secreta defensa contra la locura, pues de hacerlo alguna vez jamás regresaríamos de la ensoñación y del delirio. Macondo nos atraparía para siempre.

            Eso es lo primero que un espectador tan distante como yo, bogotano a más no poder e ignorante de gran parte del país, ve en la pantalla: un mundo fascinante, peligroso, pintoresco, que así, de buenas a primeras, me cuesta sentir propio pero que sin duda me conmociona.
            Imponentes atardeceres, rostros y acentos que parecen de otro mundo cobran forma. Se llenan de matices y de significado. El río, siempre el río, que da vida y la quita. La selva fértil. La música de la marimba. Todo eso despierta una fuerza insospechada, una espiritualidad oculta pero tan intensa que me lleva a reflexionar que quizás sin haber viajado nunca durante mi vida a aquellos parajes lejanos yo ya los conocía. Porque piense en ellos o no, los sienta cotidianamente o no, el mundo que retrata la película quizá recorre mis venas desde antes de nacer.
            Así pues, de entrada impactan las imágenes y las músicas que se cuelan en el auditorio, la riqueza y profundidad de las selvas y las gentes del Chocó, que en esta película no es solo un territorio olvidado sino también una mujer cuya promesa a su hija cumpleañera servirá de hilo conductor de la historia; una mujer que representa tanto la belleza y dificultad de la tierra que la parió como el empuje y el tesón de llevar la carga de su casa y de un marido inútil y vividor. La película en principio pareciera contar la historia de una torta de cumpleaños. Pero bien mirada es, en realidad, mucho más que eso: la historia de una mujer que hace todo lo que está a su alcance para permitirles una sonrisa a sus hijos, aún a costa de sí misma; de una mujer que sufre en silencio su mala fortuna, que en el fondo es una más de las caras de la mala fortuna de esa tierra tan hermosa, solitaria y abundante que es el Chocó.
            A pesar de que en el imaginario popular todavía impera con fuerza la idea de que el cine nacional es un cine de segunda categoría, de narcos y violencias indiscriminadas, de historias banales, chabacanas, mal contadas, (con notables excepciones, claro está) algo debe de estar cambiando profundamente. Porque historias como esta (y como Los viajes del viento, La sociedad del semáforo, Locos, por nombrar algunas), contadas desde la entraña misma de nuestro abigarrado país, serían impensables hace algunos años. Y un cine en el que resuenan voces tan disímiles y complejas, está, de seguro, pasando por una época saludable.

viernes, 8 de junio de 2012

De repente...


“De repente, murió: que es cuando un hombre llega entero, pronto de sus propias profundidades. Se pasó para el lado claro. La gente muere para probar que vivió. Pero ¿qué es el pormenor de ausencia? Las personas no mueren. Quedan encantadas...”

Así estaba él: como encantado en el sopor de aquel mediodía de junio. No recordaba tanto calor en Bogotá, ciudad que lo había acostumbrado más a los vientos fríos y a las lloviznas intempestivas que a los sudores del bochorno. Pero cada día eran menos llevaderos el vestido de paño, la corbata, la camisa abotonada hasta el cuello. Cada día era más difícil salir a la calle a cumplir con sus diligencias, maletín en mano, y atravesar con incertidumbre las multitudes de la Carrera Séptima, los puestos de chorizo y carne de mil pesos con su olor a grasa añeja, las avenidas hastiadas de carros y humo. Todo era cada día más insoportable. Empezaban a dolerle los reproches, las súplicas, los lamentos de las madres y hombres decrépitos a los que llevaba las órdenes de desalojo. Empezaban a menoscabar su orgullo, como si la vejez le estuviera llegando prematura. Antes, en los años buenos y vigorosos, aquellos gestos serviles morían indiferentes ante sus ojos, gracias a la convicción del deber cumplido. Y era para sus jefes un hombre dedicado, riguroso, de gran valía profesional. Pero ese día no. Ya no. Ese día se sentía cobarde, derrotado, porque por fin había comprendido que eso a lo que dedicó los últimos veinticinco años de su vida no era más que la peor traición y el peor engaño: lo había asaltado, unos meses antes, en alguna noche de malos presagios, la certeza de la ausencia y sus pormenores.
            Le llega todo esto a la mente como tormenta nocturna, sentado en una tienda de la Carrera Sexta con Calle Doce olorosa a 1950 mientras espera el tinto bien cargado que ha pedido unos minutos antes para engañar el hambre acumulada durante días. Palpa el bolsillo del saco en busca de su caja de cigarrillos. Enciende uno. Luego de dos caladas empieza a sonar una música vieja, la de su abuela y sus padres, esa que con su rasgueo triste de guitarras y sus voces montañeras le recuerda tiempos mejores, quizá solo mejores bajo el filtro de la nostalgia. La señora de la tienda le acerca el tinto. Él sigue fumando, absorto en el humo del cigarro y de su pasado.
            Algunos minutos después sale de la tienda y baja con paso cansino a la Séptima en dirección al norte. Enciende otro cigarrillo. El calor persiste impasible. Le cuesta respirar. Se suelta un poco la corbata. Ya tendrá tiempo de reponerse cuando lleve a cabo su próxima diligencia.
            Se adentra en el Parque de la Independencia con la mirada fija en el piso, abrumado por el estrépito y la densa niebla del centro. Ha realizado ese recorrido innumerables veces, pero hoy se le hace casi imposible coordinar sus pasos. A medida que sube hacia las Torres del Parque se apodera de su cuerpo un temblor como de cataclismo, pero él insiste, empeñado en no dejarse ganar por el mundo. Diez, veinte pasos difíciles, el resuello frenético de los moribundos, el sudor desbordado en su rostro, el escalofrío que le atormenta el alma, el colapso inevitable. Ahí, arrojado sobre las escaleras sin nadie que lo auxilie, agoniza. Y respira el aire como nunca antes lo ha hecho; y descubre recovecos en las líneas de sus manos que señalan destinos que ha dejado perecer; y percibe matices insospechados en los colores de los árboles, que al ser indagados por él parecen suspirar su nombre: Osvaldo…Osvaldo… Llevado por ese súbito estremecimiento regresa en el tiempo a su casa de la infancia, una tarde en que su abuela lava la ropa y canta sin importarle más el mundo. ‘Ya no vive nadie en ellas, se diría que sus puertas se cerraron para siempre’. De rodillas sobre el áspero piso de tierra del patio, Osvaldo se pierde en la grave voz de su abue mientras contempla con devoción la acacia gigantesca, erguida allí desde tiempos remotos. Y comprende de inmediato que la muerte será el encanto que lo despertará de ese mal sueño en que su vida se irá convirtiendo con el paso de las noches. Ahora mismo, todo acaba. Desde el comedor se oye la cálida voz de oropéndola de su madre que lo llama, anunciando el almuerzo.

domingo, 13 de mayo de 2012

'Seda' de Alessandro Baricco


Seda
Alessandro Baricco
Anagrama, 1997

“De repente vio algo que creía invisible.
El fin del mundo.”
43
 
Antes de que Hervé Joncour se fuera al Japón, tierra desconocida y recóndita en los tiempos de esta historia, su maestro Baldabiou le dice que palpar la seda de ese país es como tener la nada entre los dedos. Tan etérea, fina y fantasmal es la seda del oriente que nos arroja al vacío de la existencia, a su cara desnuda. Algo similar ocurre con la novela en sí misma, una prenda de seda de la más fina confección, en la que se siente, de inmediato, que muchos años de paciente labor tuvieron que ser invertidos para permitirle al lector tocar con sus ojos, por un instante, la belleza terrible de la nada, la inevitable nostalgia de la perfección.
Ningún elemento sobra. Desde que son enunciados, los personajes adquieren una carnosidad que asombra por la sencillez con que el autor los perfila. Pueden verse ahí, a la mano, aunque sea poco lo que realmente se dice de ellos. En principio se muestran como personajes comunes, sumergidos en sus ocupaciones cotidianas y en los deseos más inmediatos de su voluntad. Pero esta impresión es aparente. Porque así como la novela misma, los personajes pueden palparse pero tan solo para perderse al instante en lo inasible, en lo insondable de la existencia misma.
Todos ellos ríen, y aman, y son felices, y al instante abren los ojos y sienten, agazapada, la soledad irremediable, el vacío, la nada del mundo.
Seda es, a su manera, una novela total, que gracias a su brevedad acaricia una profundidad pocas veces lograda en novelas de mayor aliento. Y es total porque ninguno de los grandes temas queda excluido de ella: la muerte, el amor, la nostalgia, la libertad, la guerra, la amistad, que se esbozan desde una poesía leve, sin afectación. Que se esbozan, en palabras del autor, con el trasfondo de una música blanca.
Al terminar la novela queda uno con la sensación de que algo definitivo ha sucedido en su vida. Pero es tal la sutileza con que nos ha sido contada que no es fácil precisar en qué consiste ese punto de quiebre. Quizás en una incertidumbre que se antoja deseable, en la necesidad de una travesía al abismo de nosotros mismos.

jueves, 26 de abril de 2012

Barça 2012: ¿Fracaso?


Que el F.C. Barcelona haya perdido la posibilidad de obtener el título tanto de la Liga BBVA como de la Liga de Campeones en menos de una semana puede llevar a la idea de que se está ante un fracaso rotundo y que se ha llegado al fin del reinado de un equipo que devastó a todos sus rivales durante más de tres años. Esta idea tiene tanto de largo como de ancho.
Qué injustos y despiadados suelen ser los ‘hinchas’ en la derrota. Qué corta memoria tienen y qué prontos están para gritar “fracaso” ante el primer resbalón. Se les olvida que hace dos años y medio, con la base del presente, este mismo equipo que hoy lamenta sus derrotas se coronaba campeón de los seis torneos que disputó en el año y que hacía ver como amateurs a sus rivales. Ni el Manchester United, ni el Real Madrid, ni Estudiantes de la Plata pudieron hacerle frente a una máquina de toque corto y rápido, de buena técnica y de jerarquía. Se les olvida que hace un año se coronaba campeón de los dos torneos que hoy mira desde lejos, que en Wembley le empacaba un 3-1 contundente al United (luego de eliminar a los ‘merengues’ en la semifinal) y que con una diferencia de cuatro puntos se coronaba campeón de la liga española sobre el Real Madrid por tercera vez consecutiva (en la temporada 2008-2009 le había sacado una ventaja de nueve). Los detractores de este equipo que tildan despectivamente de ‘moda’ celebran a rabiar la justa victoria del Real Madrid el sábado 21 de abril, con todo el derecho del mundo, pues tres años consecutivos de amarguras algún día tenían que terminar. Nada dura para siempre.
            Pero es precisamente por esta razón que las miles de críticas y de pronósticos apocalípticos parecen tan injustos ahora. Porque el hecho de que el Real Madrid esté hoy por encima en la Liga y que el Chelsea haya ganado de manera merecida la semifinal de la Champions con una férrea disciplina táctica, no significa que el Barça sea una ‘Farça’ como muchos pretenden hoy decir. A uno puede gustarle o no un equipo de fútbol. La rivalidad es absolutamente válida y necesaria para que exista la sana competencia. En lo que no se puede caer es en la miopía facilista de decir que todo está acabado y que lo que sucedió durante más de tres años fue pura ilusión.
Cualquiera que haya jugado al fútbol o practicado algún deporte de manera recurrente sabe que es absolutamente imposible mantener el máximo rendimiento durante períodos prolongados. Que ya sea por fatiga física o por flaqueza mental o emocional el rendimiento tiende a disminuir después de cierto tiempo. Lo que la gente no piensa es que ganar también cansa, que después de un período prolongado de victorias la motivación desaparece y con ésta el instinto mismo del deporte: la competencia. En tres años este equipo ha ganado 13 títulos (Copa del Rey 2009; Liga BBVA 2008-2009, 2009-2010, 2010-2011; Supercopa de España 2009, 2010, 2011; Liga de Campeones 2009, 2011; Supercopa de Europa 2009, 2011; Mundial de Clubes 2009, 2011), sin tener en cuenta la Eurocopa del 2008 y el Mundial del 2010 ganadas por la Selección de España, que contó en mayor o menor medida con parte de sus integrantes (Valdés, Piqué, Puyol, Busquets, Xavi, Iniesta, Villa, Pedro, Fabregas).
Por más jugadores de alta competencia que sean en algún momento tendrán que sentir el hastío, el cansancio que la falta de objetivos y motivación tarde o temprano genera. Para no ir más lejos: si se detalla el rendimiento global del Barcelona durante la Liga BBVA 2011-2012 podrá notarse que este ha sido un torneo de altibajos constantes, en el que durante un largo tramo el Barça estuvo diez puntos por debajo del Real Madrid, y que sólo en el mes anterior al clásico volvió a cobrar vida. Aún así, a pesar de tener que resignarse al subtítulo, a la fecha de hoy ha obtenido 81 puntos. Por otro lado, de los doce partidos que disputó en la Champions League de este año, ganó ocho, empató tres y perdió solo uno (aunque valga decir, precisamente el más importante). Por último, aún tiene la posibilidad de ganar la Copa del Rey, que se disputará el 25 de mayo en el Vicente Calderón. No es este, precisamente, el panorama de un equipo fracasado.
Sí es, sin embargo, un punto de quiebre. Que la ‘curva descendente’ de rendimiento los haya tomado en el momento definitivo del año hace pensar que el equipo, en su estructura y forma actuales, está llegando a un límite. Que sus jugadores quizá requieren encontrar una nueva motivación, en especial Messi, que se cansó de romper récords (intrascendentes a la hora de la verdad) esta temporada pero que ha lucido cansado y con la mente dispersa en las últimas semanas.

El caso Messi
Ni en el partido de ida contra el Chelsea, ni en el clásico contra el Real, ni en el empate contra los ingleses apareció el Messi potente e imparable al que están acostumbrados sus seguidores. El punto más bajo de esta mala racha ocurrió el martes al minuto 48, cuando un fuerte cobro desde el punto penal estremeció el horizontal y al estadio entero, y resignó así las posibilidades de clasificación del Barça a su segunda final consecutiva de Champions.
A pesar de todo, el hecho de que Messi no esté en su mejor momento no debería ser motivo para crucificarlo y para levantar las innumerables burlas de las que ha sido objeto en las últimas horas. Es ahí donde se muestra esa mala maña humana de querer estar siempre del lado de los ganadores, de mirar a todo aquel que comete errores o que flaquea como periódico de ayer, a criticar sin compasión a aquel que, humano como cualquiera, tiene sus malos días. El hecho de que Messi pase por un mal momento no tira a la basura lo que ha hecho ni le quita la condición de gran futbolista que ha mostrado hasta hoy. Es simplemente una de esas crisis que todo ser humano debe enfrentar en algún momento de su vida. La temporada de Messi, en términos generales, es abrumadora: goleador de la Champions con 14 goles y a tan solo uno de Cristiano Ronaldo en la lucha por el Pichichi. Y todo lo que ha logrado hasta ahora (que es mucho más de lo que la gran mayoría de jugadores del mundo han hecho a lo largo de su carrera, superado quizá por Xavi, Casillas y Ronaldinho) lo ha hecho antes de cumplir 25 años. A su corta edad, sin duda son más los éxitos que los fracasos. La gente suele olvidar esas cosas.
El mal momento de Messi (que en realidad no es tan malo, no han sido más que tres partidos, aunque para su desgracia los más decisivos) plantea dos alternativas: o sucumbir ante la presión o superar el mal rato, revalidar sus excelentes condiciones y consolidar su poderío. En momentos como éste es que se mide el valor de los grandes jugadores, y tan sólo el tiempo dirá si Messi fue capaz de hacerle frente a una prueba a la que en el Barcelona, al menos, no se había tenido que enfrentar.

Algunas conclusiones
El Barça, es claro, no pasa por su mejor momento. Pero como ya se ha señalado, es una situación apenas normal. Desde hace algún tiempo se nota un cierto desgaste en el equipo, que, por increíble que suene, en gran medida tiene que ver con la altísima cantidad de títulos obtenida en tan poco tiempo. Todo indica que Guardiola no va más, que quiere un nuevo aire y un nuevo reto para su carrera como técnico, y que los jugadores necesitan nuevas metas para recuperar la ambición. Para los españoles, la Eurocopa 2012 será la oportunidad perfecta para cambiar de ambiente y redefinir sus objetivos. Los demás tendrán un par de meses para olvidarse de todo y recomponerse. La próxima temporada será interesante por lo menos en eso: a ver si el Barça endereza el camino o cierra definitivamente un ciclo de gloria.

domingo, 18 de marzo de 2012

La persecución


       El ruido de sus zapatos sobre el asfalto, repetitivo, constante, cada vez más fuerte. Detrás, a una distancia no muy amplia, dos sombras nebulosas corren con paso regular como el de la milicia, acechándolo con sus miradas penetrantes e impenetrables. Su pulso es cada vez más frenético. Su corazón late con fuerza, a punto de explotar en mil pedazos; se siente desfallecer pero no se detiene, obligado por sus piernas a seguir adelante, hacia el anhelado escape. Intenta descifrar a sus repentinos verdugos, misteriosas parcas de gabán y sombrero y guantes negros cuyos ojos refulgen a la luz de la luna creciente, pero la respuesta se escabulle. No sabe de dónde vienen, ni de quién reciben órdenes, ni por qué lo quieren muerto. Y mientras corre, huyendo de la fatalidad que lo ha arrinconado, comprueba eso que tantas veces escuchó decir, escéptico: que ante la proximidad de la muerte la vida entera pasa por la cabeza como un hilo infinito, y recuerda escenas olvidadas de su infancia, su padre ofreciéndole un camioncito de regalo, su primera bicicleta, Melissa la niña más inteligente del segundo grado y su olor a mandarina, las botas sucias luego de jugar en el parque, la torta de canela preparada por su tía en sus cumpleaños, recuerdos que se confunden con los postes de luz erguidos a sus lados, algo borrosos por la incertidumbre y el vértigo. Siente miedo. La calle está desierta. Los interminables postes no señalan más que un camino opaco y desolador, no sabe dónde está pero eso ya no tiene importancia, pues lo único en lo que piensa ahora es en encontrar una salida.

No puede decidir si el fragor de aquel disparo es una ilusión causada por el frenesí de la huida o si en efecto lo han dirigido a su cuerpo. No tiene derecho a titubear, cualquier error podría condenarlo a la crueldad de sus verdugos. Mueve su pierna izquierda con dificultad. Siente un ardor intenso en su pantorrilla y como un escurrir de sangre, pero no disminuye el paso. Sólo tiene ojos y piernas para buscar un recodo por el cual escabullirse. ¿Quién se hará cargo de su madre?

Ve al lado izquierdo del callejón una barda en mal estado por la cual podría caber. Es una maniobra arriesgada, debe agazaparse y perderá cierta ventaja con las implacables sombras que aún siguen tras él sin inmutarse, sin dejar su intimidante figura. Acelera el paso. Siente otro disparo que al parecer no lo impacta. Se lanza al suelo pero no prevé el alambre de púas oculto en el pasto, sus ropas se rasgan y un fino ardor cosquillea en sus brazos y muslos. Se siente pesado. Se pone en pie y arroja lejos el saco desgarrado. De repente se encuentra en medio de una inmensa plantación, parece estar rodeado de girasoles pero no puede afirmarlo bajo el apremio, la asfixia y la tenue luz de la luna creciente, es al fin y al cabo un cultivo de enormes plantas tupidas que lo esconden y le dan a su huida un poco de esperanza. En su mente, otra escena de su infancia. Un viaje con sus padres y su hermana, juegan a encontrarse entre los girasoles que despuntan en la calidez de la primavera, tropieza torpemente, sus rodillas sangran un poco y su hermana ríe con malicia, como ahora hacen, algunos pasos atrás, los perseguidores.

La huída continúa, y bajo el estrépito de los disparos al aire y de las injurias de las sombras, “¡Alto! ¡Detente, escoria! ¡No nos obligues a acribillarte como a un perro!”, pum, “malnacido”, pum, pum, intenta reconstruir los hechos que lo han llevado a aquel cultivo enorme por el que serpentea para evadir su destino. La obsesión por un cigarrillo a las afueras de un bar; un tufillo de vodka rodeando su boca; la desconfianza que despertaron en él aquellas dos sombras sentadas dentro de un lujoso auto en la acera del frente y sus miradas como sin párpados hacia la puerta del bar; la demanda de un fósforo a un desconocido bajo la pálida luz de una lámpara colgada en una esquina; la torva mirada del hombre a quien acudió, del todo afín al lugar en el que se embriagaba; el repentino deseo de quitarse el sombrero y de sentir sobre su rojo pelo la brisa, fría y suave, de la noche; el sobresalto de las sombras, apresurándose a salir del coche y gritar, con desgarrada voz: “Reddy, desgraciado, a ti te estábamos buscando, pequeño hijo de puta miserable” (¿lo estaban llamando Reddy?) seguida de un disparo que hirió de muerte al hombre del fósforo y lo arrojó al suelo mientras lanzaba un quejido; dos disparos más que rozaron su hombro y su rostro, lo obligaron a darse a la fuga y no le dieron chance de ofrecer ni pedir explicaciones (¿por qué demonios le decían Reddy?); y el terror, la impotencia, la angustia.

Poco puede comprender, y sin embargo sigue corriendo durante largos minutos a través de la gigantesca plantación. A pesar de la oscuridad y el cultivo que lo refugian aún puede sentir tras de sí las tormentosas presencias. Su esperanza de perderlas se ha ido transformando poco a poco en una inmensa tristeza. No ha avanzado lo más mínimo en su huida, las sombras se mantienen tan firmes como al comienzo y su cuerpo cada vez responde menos a las exigencias de la fuga. Es evidente que pronto dejará de hacerlo: se desplomará sobre la tierra. Por un momento piensa en la hermosa Marge, consternada y sola en el bar, pidiendo explicaciones a todo el que se cruce en su camino. ¡Tantos encuentros en que pudo haberle dicho que la amaba! Lo asalta la sensación del fracaso. Ya no quiere seguir pero tampoco caer en manos de las sombras, algo así como un orgullo ante la muerte se lo impide, y se deja llevar por la inercia, hastiado ya del sudor y del cansancio.

Y al fin puede vislumbrar enfrente suyo que el terreno se inclina levemente hacia abajo y que más adelante el cultivo empieza a disminuir hasta hacerse yermo y desaparecer. Bajo la luz de la luna creciente alcanza a ver el final del campo y comprende que no tiene escapatoria alguna. Tan sólo un hermoso horizonte, intrincadas nubes sobre un fondo negro-azul, una sonrisa en su rostro y la certeza de que el mundo es bello y fatal. “No desfallezcas, Reddy Schmidt, perro malnacido, no desfallezcas, ya pronto dejarás de escapar y serás libre”, grita una de las sombras, desafiante, y ambas sueltan un enjambre de carcajadas que ya no pueden lastimarlo. El roce de sus cuerpos contra las ramas de las plantas apaga el silencio.

De repente el panorama se hace claro y aparece ante sus ojos un colosal abismo. No se detiene, avanza con paso firme, constante, cada vez más rápido hacia adelante.

domingo, 4 de marzo de 2012

Los Ejércitos - El descenso a los infiernos


Los Ejércitos
Evelio Rosero
Tusquets Editores, 2007


Los Ejércitos es un retrato crudo, fiel si se quiere, de la guerra de todos contra todos que se vive en Colombia, que aún padecen los sectores desamparados por el Estado que tienen que vérselas por sí mismos y que están a merced de los poderes del momento. La historia de siempre, la condena recurrente de estas tierras empapadas desde su origen en violencia, ambientada en un pueblo sometido a Erinnias desbocadas, sedientas de sangre y de venganza, renuentes a cualquier principio de justicia.
En la novela se encuentran ecos de esa historia de infortunios que es Colombia. Porque lo que tenía todo para ser un lugar idílico, bendecido por los dioses con abundancia y fertilidad, poco a poco se convierte en un infierno del que nadie saldrá incólume, ya sea porque la guerra dejará en su espíritu una huella de dolor marcada con fuego y sangre, ya porque morirá a manos de un verdugo impune. Junto a Ismael, el viejo profesor que parece encarnar el espíritu del pueblo, y de paso el de la patria, el lector va descendiendo al abismo, va despojándose de toda vitalidad, va sumiéndose en el más oscuro de los destinos sin poder hacer nada para evitarlo. Absolutamente nada.
Ismael pierde a Otilia, su esposa; pierde su memoria, sus amigos, sus goces terrenales; pierde su condición de hombre al transformarse paulatinamente en un salvaje que a duras penas balbuce; pierde a sus gatos, a su pueblo; pierde su cordura y su casa. Y en el proceso, su dignidad se va quebrando. Su alma se seca por dentro, se petrifica, se hace fardo insoportable. Al final de la historia ya no hay esperanza ni ganas de vivir, y lo único que Ismael desea es explotar a la par de una granada o recibir un tiro de gracia. La forma es lo de menos: lo que importa es que la muerte llegue misericordiosa a llevárselo pronto, que le sople los sufrimientos de la piel y lo hunda en un barranco en que la angustia no pueda perseguirlo más.
A veces es bueno incomodarse con el mundo. A veces es necesario sentir malestar en las tripas y despertar de la modorra en la que sin darnos cuenta permanecemos. Esta novela nos enfrenta a las cavernas del ser humano, nos muestra las honduras en las que cualquiera de nosotros podría caer en tiempos sin ley ni castigo. Con un estilo pulcro y estremecedor, casi escalofriante, Rosero nos susurra que en la otra esquina quizá no nos espera el paraíso.

jueves, 16 de febrero de 2012

C.M. no récord, rockear o morir


C.M. no récord
Juan Álvarez
Editorial Alfaguara, 2011.

Al leer C.M. no récord se viene a la mente Bogotá y sus montañas, Bogotá y sus buses, Bogotá y la Nacho, pero una Bogotá impregnada de rock’n’roll, de ansiedades juveniles, de frustraciones, de punk, de rebeldía en su más pura expresión porque sale de las entrañas y se plasma en los acordes brumosos de las Policarpas, de resistencia frente al establecimiento, que ha convertido hasta la música (eso tan íntimo, tan místico) en un despreciable negocio del que pareciera no existir salida. Se siente, sin haberlo vivido, el fulgor de los primeros Rock al Parque, los de antes de la burocracia, esos festivales que en los corazones de los rockeros bogotanos han adquirido un carácter casi mítico, un mito fundacional que polvorientos libros de historia no lograron nunca forjar en el imaginario de las nuevas generaciones y que al son de las Almas revive recuerdos quizá no vividos por muchos en carne propia, pero nítidos y navegando libres en el inconsciente colectivo capitalino.

En el corazón del libro palpita la música, el eje de una historia que se desenvuelve como una sinfonía bogotana de tonos lluviosos. Gracias a esta musa confluyen todos los anhelos de una generación perdida que no halló satisfacción más que en la vitalidad y decadencia del rock, en la calidez de sus armonías (oscuras unas veces, incandescentes otras), en la ilusión de estar dialogando con unos oráculos que tan ajenos han sido a estas tierras. Una diosa que urde los destinos de los solitarios personajes de esta historia, que es también un trazo del pasado de la ciudad del tipo que no se aprende en las aulas.

Ahí está Vicente Pizarro, un enamoradizo adolescente sin rumbo a quien la música sirve de rito iniciático a la vida y lo lleva de la mano al camino que durante tanto tiempo lo escabulle, anhelado por él en secreto. No lo saca del abismo precisamente: lo hunde aún más en ese vértigo incierto que él con tanto desespero busca, y al hundirlo le permite mirarse al espejo de frente, sin máscaras, y encontrarse a sí mismo. El amor imposible de Tatiana, que lo llena de amargura, encuentra eco y sosiego en los sonidos de la trompeta y en los vericuetos del solfeo, y con obstinación y paciencia, a expensas de la tranquilidad de sus vecinos, domestica poco a poco a la bestia cobriza que se hará inseparable de su alma. Cuando C.M. (Candidatos Muertos) llega a su vida, el mundo deja de existir: C.M. se trasforma para él en el universo entero. Y nada más importa.

También están Daniel Talero, y Lucas Alcázar, y Pac Guzmán, los gestores de la utopía musical de una banda de rock sin guitarra eléctrica que estalla y se extingue en una misma tarde de concierto inolvidable. A Daniel, el pianista, la música lo acompaña desde siempre, pero solo encontrará refugio en ella a los trece años, el día que descubre a Charlie García, su voz quebrada, sus melodías sin ley. Una epifanía lograda al amparo de Paulina, su deslumbrante tía veinteañera, hechicera que le abre las puertas de la lucidez y la lujuria y lo condena a la insatisfacción por el resto de su vida. Sobre Lucas recae una fatalidad: el sino inevitable de morir por lo que ama o de abandonarlo para siempre. Peón en el gran tablero de la industria musical, bajista de un grupo vendido a la rosca, en un arranque de libertad rompe las cadenas que lo atan y decide buscar su inspiración en otra parte, más suya, más sincera. Junto a su viejo compañero Pac, el baterista, y empujado por una pulsión desenfrenada (que busca salir a como dé lugar), aun a riesgo de morir en el intento se embarca en una locura solo comparable a su pasión: hacer música por el simple gusto de hacerla, sin más pretensiones que gozársela toda.

Es así como se forma, a lo largo de tres meses de música frenética, ensayos, porros, chelas, rayes y lecciones aprendidas y también desaprendidas, una banda que quiere salirse del molde, que no duda en buscar alternativas al círculo vicioso de favores-por-amistad que tanto daño le ha causado a la escena del país, que para burlarse del establecimiento y salirse con la suya llega incluso a hacer uso de prácticas ilegales (aunque no precisamente inmorales: a manera de ironía). C.M. no récord es, en suma, una experiencia de Bogotá desde los ojos de esos jóvenes sin esperanzas, esas piedras que aun ruedan por la ciudad sin dirección a casa, que cabecean incesantemente con la música de fondo de un blues-rock andino, que aún se resisten a morir encarcelados en un mundo que no pidieron nunca vivir y que no les pertenece.

Por: Juan Carlos Urrea Veloza
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@jcurreav