Aún piensa en la noticia que ha
visto en la televisión, entre el café y el insomnio, a las tres de la mañana:
una vez más las aguas se desbordan. Las veredas de Chía y Cajicá se anegan sin
misericordia. Los barrios de Bogotá afectados por viejas inundaciones repiten
su historia de infortunio. ¿Dónde quedó la plata de las emergencias pasadas?
Malditos ladrones. A las cuatro de la mañana, mientras revolvía el azúcar del
enésimo café de la madrugada, absorto en el remolino que dejaba tras de sí la
cuchara, imaginó una Bogotá cubierta por la lluvia y por olas gigantescas que
bajaban desde los cerros orientales y engullían la ciudad, sus miserias, sus
basuras, sus esperanzas fallidas. Le pareció ser el último habitante, aquel que
observa, entre el éxtasis y el terror, el colapso definitivo de su mundo.
Ya son las siete. El sorbo
caliente de café lo espabila, y Matías, su gato siamés, recostado sobre sus
muslos, siente el sobresalto y lo observa con ojos de pereza. Ha sido una noche
de mierda, una más entre muchas de los últimos meses, pero debe ir a trabajar.
A nadie le importa si ha dormido bien o no, si está saludable o agonizando.
Para mantener el apartamento del barrio Lourdes en el que vive en arriendo debe
ir de nuevo a ese edificio mal barrido de la Calle 26 con Carrera 13 y
contestar con la mejor voz del mundo las quejas y reclamos de los clientes de
Comcel. Su servicio
es una porquería, ladrones de mierda. Muchas gracias por su
amabilidad, señora López. Estafadores
hijueputas. Con mucho gusto, señor Hernández. Mire, petardo, no tengo todo el día, apúrese ¿sí? Los mejores deseos en esta Navidad,
doña Patricia. Es tal la desidia en la que se ha sumido durante los últimos
tiempos que ya ni piensa en renunciar. Quedarse ahí o irse, perseguir los
sueños de los que tanto hablaba hace diez años, todo le sabe a lo mismo: a agua
tibia. Por eso no hace nada para cambiar su vida. Y todos los días va a su
trabajo, escucha con desgana las quejas y los insultos, no sonríe a nadie, se
bebe unas diez a quince tazas de café, se fuma un par de cigarrillos, y vuelve
a su casa embutido en el Transmilenio de las seis de la tarde, con ganas de
nada. Quizás de ser dios por un segundo y presionar el botón de la explosión
cósmica para devolverle el mundo a las cucarachas, que seguramente sabrían qué
hacer con él mejor que la humanidad.
Antes de salir echa un vistazo a su
casa. Todo en orden. Tal vez un poco de polvo por allá sobre los estantes de
libros, lo normal cuando no se ha limpiado por un par de días. Cualquiera
creería que un tipo solo y apático como él vive en una pocilga. Nada que ver.
Como por instinto empezó a organizar el apartamento durante las horas del
insomnio. Las primeras veces doblaba la ropa que había dejado desperdigada
durante la semana. Al cabo de unos días empezó a barrer un poco, a organizar
los libros de su biblioteca y los discos de su colección de CD’s por autores,
años de composición, sellos discográficos y géneros. Hacía mucho tiempo había
dejado de gastar su plata en discos, pero la afición le duró años y su
colección era considerable: free jazz, rock progresivo, blues, R & B, rock
en español, grunge, alternativa, clásica. Otras noches limpiaba ventanas, cosía
medias, lavaba ropa. Esa era su secreto artilugio contra la muerte, contra los
recovecos de su mente que se hacían aún más espesos al bordear las dos de la
mañana o al clarear el alba. Ocupándose en actividades inanes evitaba las ya
viejas premoniciones, las pesadillas en vela que de seguro habían estropeado
por siempre su dormir. Poco a poco las visiones de fuego y agua se fueron
apagando, se fueron haciendo parte del día a día, de la noche a noche, y había
alcanzado un estado de sopor moderado que lo dejó justo en el límite de la
funcionalidad cotidiana. Matías lo observa con deseos de salirse, maulla, sube
sus patas delanteras a la puerta. Él, con delicadeza, le acaricia el cuello y
lo aparta. Toma su abrigo. Sale. Hace frío.
No hace mucho su frágil equilibrio
empezó a resquebrajarse, luego de una noche en la que había fumado marihuana y
bebido vino hasta la una de la mañana con Lucho, el viejo escritor medio zafado
del apartamento de arriba. Esa madrugada soñó que agonizaba sobre un río color
púrpura-rojizo-anaranjado como aquellos atardeceres sobre el mar Caribe que
tanto lo impresionaron en el viaje familiar a Santa Marta de 1995, aquellos que
contemplaba absorto y con un profundo estremecimiento que no supo nunca
controlar mientras su hermanita chapoteaba las olas que llegaban tenues a la
playa. En el sueño agonizaba solitario bajo un cielo gris y bajo la lluvia
intensa que resonaba de manera muy parecida a como ahora lo hace afuera el
aguacero matutino de Bogotá. Y veía bandadas de aves anárquicas surcar el
horizonte y perderse en una nube oscura y gigante que sugería las fauces de un
tigre.
Esa noche despertó aterrado y
durante minutos enteros intentó calmarse sin lograrlo. Como era de esperarse,
no pudo conciliar de nuevo el sueño. Así que decidió sacar el primer libro de
su biblioteca que se le cruzara y leer hasta que se le cerraran los párpados o
hasta que amaneciera. Cualquier cosa era preferible a enfrentarse a eso que
parecía una nueva premonición. El libro que tomó entre sus manos, ubicado sobre
un grupo de tomos gruesos, era la versión de Bartebly, el
escribiente de Losada
de los años sesenta que había conseguido al precio irrisorio de $3.500 pesos en
una librería de viejo cualquiera de la Jiménez. Lo había leído en ese entonces
pero poco recordaba de la historia. Las imágenes y sensaciones de esa primera
vez regresaron con fuerza, y la relectura fue como una revelación para él,
quien desde ese día no se desprendió más del pequeño tomo amarillento y
arrugado que leía una y otra vez cuando el trabajo y su desgana se lo
permitían.
Al salir a la calle el cielo es
inmenso, absolutamente gris y blanco, desbordado de lluvia. Así, seguramente,
fue el cielo del octavo día. La lluvia no cesa. Antes bien, parece sostenerse y
hacerse más densa a cada segundo. Se acomoda bajo el portal de su edificio,
saca un cigarrillo y lo fuma mientras espera a que merme un poco el aguacero
que ni un paraguas de varillas sólidas puede resistir. Al dar la primera calada
siente un rumor. El agua arrecia. Saca el libro de su abrigo. ‘Preferiría no
hacerlo’. El rumor se ha incrementado un poco, no viene de ninguna parte. Hoy
es 21 de diciembre, recuerda de repente. Soplan los vientos de los cerros y
suenan fuerte, como si estuvieran comentando algo. Fuma por un rato. Mira hacia
el cielo. Sonríe.