“De repente, murió: que es cuando un hombre llega entero, pronto de sus
propias profundidades. Se pasó para el lado claro. La gente muere para probar
que vivió. Pero ¿qué es el pormenor de ausencia? Las personas no mueren. Quedan
encantadas...”
Así estaba él: como encantado
en el sopor de aquel mediodía de junio. No recordaba tanto calor en Bogotá, ciudad
que lo había acostumbrado más a los vientos fríos y a las lloviznas
intempestivas que a los sudores del bochorno. Pero cada día eran menos
llevaderos el vestido de paño, la corbata, la camisa abotonada hasta el cuello.
Cada día era más difícil salir a la calle a cumplir con sus diligencias,
maletín en mano, y atravesar con incertidumbre las multitudes de la Carrera
Séptima, los puestos de chorizo y carne de mil pesos con su olor a grasa añeja,
las avenidas hastiadas de carros y humo. Todo era cada día más insoportable. Empezaban
a dolerle los reproches, las súplicas, los lamentos de las madres y hombres decrépitos
a los que llevaba las órdenes de desalojo. Empezaban a menoscabar su orgullo, como
si la vejez le estuviera llegando prematura. Antes, en los años buenos y vigorosos,
aquellos gestos serviles morían indiferentes ante sus ojos, gracias a la convicción
del deber cumplido. Y era para sus jefes un hombre dedicado, riguroso, de gran
valía profesional. Pero ese día no. Ya no. Ese día se sentía cobarde, derrotado,
porque por fin había comprendido que eso a lo que dedicó los últimos
veinticinco años de su vida no era más que la peor traición y el peor engaño: lo
había asaltado, unos meses antes, en alguna noche de malos presagios, la
certeza de la ausencia y sus pormenores.
Le
llega todo esto a la mente como tormenta nocturna, sentado en una tienda de la
Carrera Sexta con Calle Doce olorosa a 1950 mientras espera el tinto bien
cargado que ha pedido unos minutos antes para engañar el hambre acumulada
durante días. Palpa el bolsillo del saco en busca de su caja de cigarrillos. Enciende
uno. Luego de dos caladas empieza a sonar una música vieja, la de su abuela y
sus padres, esa que con su rasgueo triste de guitarras y sus voces montañeras
le recuerda tiempos mejores, quizá solo mejores bajo el filtro de la nostalgia.
La señora de la tienda le acerca el tinto. Él sigue fumando, absorto en el humo
del cigarro y de su pasado.
Algunos
minutos después sale de la tienda y baja con paso cansino a la Séptima en
dirección al norte. Enciende otro cigarrillo. El calor persiste impasible. Le
cuesta respirar. Se suelta un poco la corbata. Ya tendrá tiempo de reponerse
cuando lleve a cabo su próxima diligencia.
Se
adentra en el Parque de la Independencia con la mirada fija en el piso, abrumado por el
estrépito y la densa niebla del centro. Ha realizado ese recorrido innumerables
veces, pero hoy se le hace casi imposible coordinar sus pasos. A medida que sube
hacia las Torres del Parque se apodera de su cuerpo un temblor como de
cataclismo, pero él insiste, empeñado en no dejarse ganar por el mundo. Diez,
veinte pasos difíciles, el resuello frenético de los moribundos, el sudor
desbordado en su rostro, el escalofrío que le atormenta el alma, el colapso
inevitable. Ahí, arrojado sobre las escaleras sin nadie que lo auxilie,
agoniza. Y respira el aire como nunca antes lo ha hecho; y descubre recovecos en
las líneas de sus manos que señalan destinos que ha dejado perecer; y percibe
matices insospechados en los colores de los árboles, que al ser indagados por
él parecen suspirar su nombre: Osvaldo…Osvaldo…
Llevado por ese súbito estremecimiento regresa en el tiempo a su casa de la
infancia, una tarde en que su abuela lava la ropa y canta sin importarle más el
mundo. ‘Ya no vive nadie en ellas, se
diría que sus puertas se cerraron para siempre’. De rodillas sobre el
áspero piso de tierra del patio, Osvaldo se pierde en la grave voz de su abue mientras contempla con devoción la
acacia gigantesca, erguida allí desde tiempos remotos. Y comprende de inmediato
que la muerte será el encanto que lo despertará de ese mal sueño en que su vida
se irá convirtiendo con el paso de las noches. Ahora mismo, todo acaba. Desde
el comedor se oye la cálida voz de oropéndola de su madre que lo llama, anunciando
el almuerzo.