viernes, 8 de junio de 2012

De repente...


“De repente, murió: que es cuando un hombre llega entero, pronto de sus propias profundidades. Se pasó para el lado claro. La gente muere para probar que vivió. Pero ¿qué es el pormenor de ausencia? Las personas no mueren. Quedan encantadas...”

Así estaba él: como encantado en el sopor de aquel mediodía de junio. No recordaba tanto calor en Bogotá, ciudad que lo había acostumbrado más a los vientos fríos y a las lloviznas intempestivas que a los sudores del bochorno. Pero cada día eran menos llevaderos el vestido de paño, la corbata, la camisa abotonada hasta el cuello. Cada día era más difícil salir a la calle a cumplir con sus diligencias, maletín en mano, y atravesar con incertidumbre las multitudes de la Carrera Séptima, los puestos de chorizo y carne de mil pesos con su olor a grasa añeja, las avenidas hastiadas de carros y humo. Todo era cada día más insoportable. Empezaban a dolerle los reproches, las súplicas, los lamentos de las madres y hombres decrépitos a los que llevaba las órdenes de desalojo. Empezaban a menoscabar su orgullo, como si la vejez le estuviera llegando prematura. Antes, en los años buenos y vigorosos, aquellos gestos serviles morían indiferentes ante sus ojos, gracias a la convicción del deber cumplido. Y era para sus jefes un hombre dedicado, riguroso, de gran valía profesional. Pero ese día no. Ya no. Ese día se sentía cobarde, derrotado, porque por fin había comprendido que eso a lo que dedicó los últimos veinticinco años de su vida no era más que la peor traición y el peor engaño: lo había asaltado, unos meses antes, en alguna noche de malos presagios, la certeza de la ausencia y sus pormenores.
            Le llega todo esto a la mente como tormenta nocturna, sentado en una tienda de la Carrera Sexta con Calle Doce olorosa a 1950 mientras espera el tinto bien cargado que ha pedido unos minutos antes para engañar el hambre acumulada durante días. Palpa el bolsillo del saco en busca de su caja de cigarrillos. Enciende uno. Luego de dos caladas empieza a sonar una música vieja, la de su abuela y sus padres, esa que con su rasgueo triste de guitarras y sus voces montañeras le recuerda tiempos mejores, quizá solo mejores bajo el filtro de la nostalgia. La señora de la tienda le acerca el tinto. Él sigue fumando, absorto en el humo del cigarro y de su pasado.
            Algunos minutos después sale de la tienda y baja con paso cansino a la Séptima en dirección al norte. Enciende otro cigarrillo. El calor persiste impasible. Le cuesta respirar. Se suelta un poco la corbata. Ya tendrá tiempo de reponerse cuando lleve a cabo su próxima diligencia.
            Se adentra en el Parque de la Independencia con la mirada fija en el piso, abrumado por el estrépito y la densa niebla del centro. Ha realizado ese recorrido innumerables veces, pero hoy se le hace casi imposible coordinar sus pasos. A medida que sube hacia las Torres del Parque se apodera de su cuerpo un temblor como de cataclismo, pero él insiste, empeñado en no dejarse ganar por el mundo. Diez, veinte pasos difíciles, el resuello frenético de los moribundos, el sudor desbordado en su rostro, el escalofrío que le atormenta el alma, el colapso inevitable. Ahí, arrojado sobre las escaleras sin nadie que lo auxilie, agoniza. Y respira el aire como nunca antes lo ha hecho; y descubre recovecos en las líneas de sus manos que señalan destinos que ha dejado perecer; y percibe matices insospechados en los colores de los árboles, que al ser indagados por él parecen suspirar su nombre: Osvaldo…Osvaldo… Llevado por ese súbito estremecimiento regresa en el tiempo a su casa de la infancia, una tarde en que su abuela lava la ropa y canta sin importarle más el mundo. ‘Ya no vive nadie en ellas, se diría que sus puertas se cerraron para siempre’. De rodillas sobre el áspero piso de tierra del patio, Osvaldo se pierde en la grave voz de su abue mientras contempla con devoción la acacia gigantesca, erguida allí desde tiempos remotos. Y comprende de inmediato que la muerte será el encanto que lo despertará de ese mal sueño en que su vida se irá convirtiendo con el paso de las noches. Ahora mismo, todo acaba. Desde el comedor se oye la cálida voz de oropéndola de su madre que lo llama, anunciando el almuerzo.