lunes, 16 de septiembre de 2013

Incertidumbre


Lo más difícil es la incertidumbre. Quizá la ruptura definitiva y total de la rutina. O lo inesperado del momento, de no haberlo nunca vislumbrado y de verse abrumado por el fuego del relámpago. Aun cuando el universo (o Dios, o la Energía, como quiera ser llamado) no lo desampara a uno y le ofrece lo que uno mismo busca o necesita o desea intensamente, no es fácil asumir la pérdida. No es fácil sentirse rechazado. Se acostumbra uno a la comodidad del día a día, a los pequeños pactos tácitos como la llamada matutina, la pregunta de rigor por la salud o por los gatos. Y encontrarse de repente sin nada de eso es una tragedia personal que solo estando en ella se dimensiona. Ni el más pesimista de los balances o de los análisis de antemano, en frío, nos dice nada del momento de la turbulencia, ese estallido de agua en las rocas, ese temblor de arena movediza que trastorna el alma entera.

Las emociones son incontrolables. Por eso están más cerca de la vida misma que la razón: a esta podemos ponerle límites, podemos trabajar con ella, emplearla en tareas específicas que distan mucho de los procesos biológicos más básicos. Las emociones son incontrolables porque no se someten a nada. No obedecen a ningún freno. No aceptan fronteras, no se dejan encerrar en ninguna parte. Son como un río inmenso (de nuevo se encuentra uno con la imagen de Heráclito), rodeado de montañas y árboles y bosques, en el cual, si uno llega a caer por suerte o fatalidad, se verá arrastrado a la par que el lodo, los escombros, las ramas y piedras. Habrá momentos de engañosa calma, de contemplación del universo, de, quizás, ver a Dios en el reflejo del agua, de deleite con los ruidos marinos y del bosque. Pero tales momentos de contemplación se irán tan rápido como llegan, porque el río es incontenible, vital, poderoso, un dios más grande que todas las mitologías, que sin atenerse a la triste y frágil voluntad humana (nada más que lodo y piedras) hace Su voluntad. Y uno se ve arrastrado a los rápidos, a las zonas rocosas contra las cuales nuestro cuerpo indefenso se estrella, se desgarra, se magulla. Se hunde en los torbellinos innumerables del caudal (que guardan en su seno todas las cosas, incluso los recuerdos del primer hombre, como atrapados en la eternidad), sumiéndose en largas temporadas de incertidumbre y vacío.

Pero en ningún otro momento se está más vivo, precisamente porque no está uno amarrado a ningún consuelo ni a ninguna esperanza. Porque solo en ese momento se sienten las fuerzas de la naturaleza tal cual son: desnudas, desatadas, inmensas.

Para vivir hay pues que lanzarse al río. Y si uno cae en él empujado por algún ángel o algún demonio que se atraviese en el camino, deberá aceptarlo como lo que es: un regalo del universo, una travesía laberíntica al fondo de la vida y de uno mismo, el momento crucial de la existencia, ese que le dicta a uno su destino y le muestra su reflejo.

10-jun-13