sábado, 2 de febrero de 2013

Con toda, perritos



El fútbol no es una cuestión de vida
o muerte, es mucho más que eso.
Bill Shankly

Ese día el Negro Flores llegó tarde al colegio. No había pasado una buena noche debido al regaño de su mamá cuando revisó sus cuadernos y se encontró con la queja del profesor Ortiz, el de español. “Diego Fernando no leyó La Isla del Tesoro. Es poco probable que alcance a pasar el período”. Con ése ya eran tres los libros que no había leído en el año. Tanto trabajo que me cuesta, Diego Fernando, yo moliéndome el lomo para comprarle esos libros y usted sólo pensando en jugar fútbol, igualito a su papá, y hablando todo el día de ese tal Zimán. Zidane mamá, Zinedine Zidane. No me interrumpa, me importa un carajo cómo se llama ese señor, sea considerado Diego Fernando. Qué mala noche. Por eso había llegado tarde, tenía frío y sueño y un poco de culpa también.

En lo único que pensó durante el primer bloque fue en el descanso, en que ojalá pudiera reunirse con sus amigos, pues por la mañana no había alcanzado a hablar con ellos del asunto importante que se traía entre manos. De la clase de biología solo le quedó el recuerdo de las bolitas de papel que estuvo haciendo mientras el profesor Jiménez explicaba quien sabe qué cosas de la digestión humana. La clase de geografía no habría dejado ningún registro en su memoria de no ser por la pregunta, la capital de Italia, señor Flores, que lo tomó desprevenido y que respondió de cualquier manera. Pocos compañeros pudieron contener la risa con el acceso de rabia del profesor quien, a manera de represalia, le asignó una exposición para el día siguiente, me trae una lista de todas las capitales de Europa, señor Flores, desquitándose, de paso, de los chistes malos que con frecuencia soltaba y distraían al grupo.

El timbre sonó a las 9:30 en punto y el Negro salió corriendo del salón con la manzana que tenía de medias nueves a la tienda de los quintos y los sextos. Ahí estaban el Jirafa y Cauchola, pero ni rastros del Mono Pérez ni de Botilín, cosa extraña porque siempre llegaban de primeros a gastarse los dos mil pesos que les daban. Qui’hubo parces, ¿todo bien? Ya llegó el Negro a gorrear Chocorramo, dijo el Jirafa y lo miró mal, y alejó el paquete pero luego se rió ofreciéndole un pedazo. Aún masticando, el Negro empezó a hablar. Ustedes me entienden, desayuné a las cinco con mi mamá, solo un agua de panela y un pan. Sí, ya nos sabemos el cuentico, dijo Cauchola con expresión seria en su rostro. Te las vas a dar de actor ahora, pues, dijo el Jirafa. Dame más bien de tus chitos, Caucho, que les tengo noticias, dijo el Negro. Me crucé con el Tanque López cuando venía al colegio por la mañana. Cauchola daba sorbos a su jugo de pitillo, estará rabón, dijo, y sorbió de nuevo y comió sin decencia algunos chitos. Que quieren la revancha, dijo el Negro, dándole un mordisco a su manzana y robándole más chitos a Cauchola. Que esta vez le metamos gaseosa y empanada de las de Don Peter porque las de la Gorda Julia son muy chandas. ¿Y cuándo?, preguntó Cauchola, sacando más chitos. Hoy a las cuatro donde la vez pasada. Yo tengo que estudiar, dijo el Jirafa. Yo no tengo plata, y me duele el pie del patadón que me metió Gómez el domingo, dijo Cauchola. No podemos calcetearnos parces, dijo el Negro mientras tomaba otro pedazo de Chocorramo, yo ya acepté, revancha es revancha. Estoy a un pelo de perderme el Nintendo que me prometió mi papá, dijo el Jirafa, no quiero quedarme sin Nintendo. Yo ya no tengo plata, dijo Cauchola, y si perdemos, paila. Eso ganamos, parceritos, dijo el Negro, el domingo jugamos como los dioses. Qué partidazo, ¿no?, replicó el Jirafa. Sí Jirafita, dijo el Negro robándole un poco de jugo a Cauchola, mano de goles los que te hiciste. Y tú sí que tapaste Cauchola, dijo el Negro, que sabía que el dolor de pie se olvidaba con un halago. Ah, ¿qué hacemos?, dijo el Jirafa, ya me dieron ganas de jugar pero no puedo demorarme. Jugamos a diez goles nomás, dijo el Negro, y si es el caso, Cauchola, yo te presto para que pagues. No tienes para pagar ni lo tuyo, Negro gorrero, dijo Cauchola riéndose y empujando al Negro cariñosamente. Es que no vamos a perder.

El timbre anunció el final del descanso y los tres regresaron a sus salones. Ni el Mono ni Botilín dieron señales de vida. Ya aparecerán a la hora de la salida, pensó el Negro mientras salía del baño. La clase de historia pasó en medio de la batalla de un puñado de griegos contra el gigantesco ejército persa de Jerjes en las Termópilas, nada interesante comparada con las que había visto en el Libro de los Mundiales, de portada verde chillón, que su padre le había regalado en su cumpleaños junto con la camiseta de Francia, el último campeón del mundo. Casi nunca se veía con su padre, pero las pocas veces que iba a visitarlo lo sorprendía y llegaba con un balón, o unos guayos, o una entrada al clásico capitalino. Una verdadera batalla habían sostenido los uruguayos en 1950 sobre los verdes pastos del Maracaná contra el mejor equipo del mundo, respaldado por más de ciento ochenta mil espectadores sedientos de gloria, convencidos de ser campeones mucho antes de jugar el partido, doblemente convencidos al empezar ganando la tan anhelada final. Y después, el marcador remontado por los aguerridos uruguayos, el pitazo final, el estupor, la angustia, los suicidios cariocas, la posterior condena al ostracismo de Ademir, el arma letal de los auriverdes con ocho goles en seis partidos. Gracias al Libro de los Mundiales sabía lo que eso significaba y pudo responder la pregunta del examen sobre la democracia en Grecia escribiendo que “ostracismo es el desprecio de todo un pueblo por un hombre cuando la embarra, como el que sintieron los brasileños hacia Ademir después del mundial del 50”.

Y luego, la clase de matemáticas y la de sistemas, que tanto le gustaba. Le enseñaron a realizar diapositivas en PowerPoint y a hacer búsquedas en Altavista. No desaprovechó la oportunidad para hacer desorden con sus compañeros de al lado, que celebraron su absurda respuesta en la clase de geografía por haberles alegrado el rato. Faltaban cinco minutos para que sonara el timbre de salida y el Negro no aguantó más. Le entró el desespero. Caminaba de un lado a otro, una y otra vez, una y otra vez, anhelando que quizá de esa manera el tiempo se acelerara. Se puso a mirar los trabajos de sus compañeros, a molestar a Milena, la gordita del salón que a veces le regalaba dulces o le escribía notas pero que él nunca se tomaba en serio, charló con la profe que hasta bonita estaba ese día. De repente, la señal de la libertad. Todos afuera.

El Negro se encontró con Cauchola en medio de la cancha de básquet, rodeados por el bullicio de los demás estudiantes. ¿Vas a jugar al fin o te arrugas, niñita? Salieron del colegio y giraron a la derecha, caminando dificultosamente por entre la multitud de niños y la gritería. Ni niñita ni me arrugo, respondió con severidad. A las 4 nos vemos. Ambos sintieron un golpe en la cabeza. Era el Jirafa, que sonreía. Les dio otro calvazo. ¿Entonces qué, perros? ¿Listos pa’l cotejo? Claro que sí, dijo el Negro al mismo tiempo que se sobaba la cabeza, tenemos que hacerla igual que el domingo. Cauchola miraba al piso, pensativo. Desde lejos, acercándose, sonaba el tilín de una campana. Tienes que soltarla más rápido, Negro huevón. Por tu culpa cagamos muchos goles. Deja la maricada, Cauchola, dijo el Negro, dándole un golpe en el brazo derecho. Cruzaron la calle. Siempre se la pongo al Mono o se la centro al Jirafa si me acompañan. El Jirafa chupaba un Bon Bon Bum, pero intenta centrarla mejor, Negro patichueco, te sale uno de diez. El Negro se rió, que man pa’ exagerar, Jirafa, te puse como ocho goles la vez pasada. Dos nomás, respondió el Jirafa, y chupó de nuevo el dulce. Los demás los hice yo solito. El tilín se hacía cada vez más fuerte, y sobre la esquina siguiente divisaron un carrito de helados, empujado por una vieja grande, parsimoniosa. Jugamos a diez nomás, ¿cierto?, preguntó Cauchola, todavía pensativo. Sí, Caucho, relájate hermano, respondió el Negro. Veci, deme tres paletas, porfa, dijo el Negro al llegar junto a la vieja. ¿Me prestas pa’ pagar, Jirafín?, dijo. El Negro siempre invitando por cuenta mía, ¿no?, dijo el Jirafa, y sacó algunas monedas de mala gana. Tenemos que estar finitos, compadres, prosiguió. Recuerden que no me puedo demorar mucho. ¿Saben algo del Mono o de Botilín?, preguntó el Negro, alarmado al recordar que no los había visto a la salida. No, Negrito, dijo Cauchola. Creo que no vinieron al colegio.

Caminaron durante diez minutos más. Al llegar a la plazoleta del barrio, botaron los palitos y el papel de la paleta, y se despidieron. Quedaron en verse a las tres y cincuenta en el parque para ultimar detalles. El Negro tomó rumbo a la casa de Botilín. Timbró, y luego de una espera de algunos segundos, le abrió Doña Mercedes. Cómo está, Diego Fernando, ¿qué se le ofrece? Doña Mercedes, buenas tardes, vengo a averiguar por Botilín. No le diga así a mi Juanfer, respondió molesta. Tiene gripa y debe descansar. Con permisito. Doña Mercedes se disponía a cerrar la puerta. Vengo también a traerle las tareas, Doña Merceditas, se apresuró a decir el Negro. ¿Puedo subir a entregárselas? Doña Mercedes hizo una mueca. Pues será. Está en su cuarto.

El Negro subió apresuradamente y encontró a Botilín acostado en su cama bajo las cobijas, con un gorro de lana en su cabeza. Huy Botilín, estás en la inmunda, perrito. Botilín volteó su cabeza hacia la puerta, sorprendido, pues no esperaba visitas. Qui’hubo Negrito, acá aburrido con esta gripa, respondió débilmente. ¿Qué más? Bien, Boti, acá viniendo a saludarte. El Negro se sentó en una silla junto a la cama. ¿Y muy grave o qué?, preguntó con voz seria. Pues ni tanto, Negrito, vino el doctor Rodríguez y le dijo a mi mamá que era de dos días de cama y aguepanela y ensaladas, pero ya sabes cómo se pone la cucha con estas cosas. Paila entonces las Lecheritas, yo que te traía dos paquetes, dijo el Negro, y se echó a reír. Se puede hacer una excepción, mi Negro, dijo Botilín, e intentó reírse pero un acceso de tos lo interrumpió. Entonces ni modo de que juegues hoy, compa, dijo el Negro, sombrío. ¿Jugar? ¿Hoy?, preguntó Botilín. Sí, Boti. El Tanque me propuso la revancha. Ah no jodás, Negro marica, replicó Botilín. ¿Es en serio? Sí, dijo con preocupación el Negro. No, parce, respondió Botilín. Yo creo que paila. Con esta gripa, y mi mamá allá afuera pendiente… Sí, eso veo, dijo el Negro. Mejor te cuidas esa gripa porque está como grave. Te encogió las pelotas y todo, dijo sarcástico el Negro y soltó una nueva carcajada. Botilín se quitó el gorro y se lo lanzó al Negro a la cara. Negro huevón. Haz un esfuerzo, Boti, replicó el Negro. Te necesitamos ahí para que no dejes pasar a nadie. Botilín tosió pero intentó disimular el acceso, hacerse el fuerte. Tiró las cobijas al piso, enderezándose. Yo quiero jugar, dijo, algo tenemos que hacer. Es a las 4, dijo el Negro, un poco más animado por el interés que Botilín demostraba. Tú fresas que yo crema, mi Negro, dijo Botilín con una sonrisa, allá nos vemos. No se te olvide llevar el balón, replicó el Negro. Con ese Golty no perdemos nunca.

Bajó corriendo al primer piso y cerró de un portazo, sin despedirse de Doña Mercedes. Se fue apresurado a la casa del Mono Pérez, una de las más grandes del barrio. Al Negro le gustaba mucho el jardín, sembrado y protegido con gran esmero por Doña Estelita, la abuela del Mono. Después de cruzar con cuidado la calle, encontró a la vieja sentada en su mecedora de siempre, en medio del antejardín, tomando el sol con uno de los dos gatos siameses de la casa recostado sobre sus piernas. Buenas, Doña Estelita. Dieguito, mi amor, ¿cómo estás? Bien, bien, Doña Estelita. ¿Usted cómo se encuentra? Pues ahí vamos, mijito, todavía respirando, dijo, soltó un suspiro y acarició al gato. ¿Dónde está Manu?, preguntó de repente la vieja. Pues venía a buscarlo, Doña Estelita, dijo el Negro confundido. ¿No está aquí? La vieja alzó al gato y se levantó lentamente. No, mijito, se fue temprano al colegio y no ha vuelto. Ah, juemadre, dijo en voz baja el Negro, pensativo. ¿Quieres unas galleticas? ¿Un juguito?, preguntó Doña Estelita mientras jugueteaba con el gato, aún dormido. No, Doña Estelita, muchas gracias, vengo de pasada. ¿Dónde está Manu?, preguntó de nuevo Doña Estelita y soltó al gato, que empezó a caminar con pereza hacia el jardín. Ve, Melquiades, ve a buscarme a Manu. ¿Puedo pedirle un favor, Doña Estelita? Sí, mijito, lo que quieras. Apenas regrese el Mono, ¿le puede decir que si me busca en la cancha, a las 4? Bueno, mi niño, yo le digo. ¡Melquiades! ¡Melquiades! ¡Quieto con esas matas! Chivato éste.

El Negro le dio un beso en la mejilla a Doña Estelita y se fue, cabizbajo. Mono berraco, pensó. Otra vez capando clase. ¿Qué se habrá hecho? Se asomó por el local de maquinitas que quedaba en la plazoleta. Allá iba el Mono casi siempre que se escapaba. No lo encontró. Pasó luego por la heladería del señor Gutiérrez. Don Victor, saludó el Negro. ¿Ha visto al Mono Pérez por acá? El tendero negó con la cabeza, sin prestar atención. Tiene que aparecer, pensó preocupado. Ese Mono es un mago, nunca le quitan el balón sin hacerle falta.

Finalmente, el Negro llegó a su casa. No había nadie, como era habitual. Tiró al sofá de la sala su maleta desvencijada por el uso de varios años, bostezó y se dirigió a la cocina. En la nevera encontró dos platos cubiertos de papel aluminio. Sopa de plátano. Pollo sudado con arvejas y arroz. Junto a ellos, un vaso de jugo de mora, su favorito. Sacó los platos, los desenvolvió, buscó las ollas bajo la estufa. Con sumo cuidado, como le había enseñado su mamá para evitar accidentes, encendió dos fogones, y una vez que hubo salido la flama, le dio un sorbo al jugo. ¡Bebida de los dioses, como dice la Nana! En esas estaba cuando sonó el teléfono.

Corrió a la sala. ¡El Mono!, farfulló, y levantó la bocina. Hola mi amor. ¿Mamá? Sí, soy yo, ¿a quién esperabas? No, no, a nadie. ¿Cómo estás, mi vida? Bien. ¿Ya almorzaste?, ahí te dejé los platicos envueltos en la nevera. Sí, mamá, ya los estoy calentando. Habrás prendido los fogones como te dije, ¿cierto? Sí, mamá, todos los días los prendo como me has dicho mil veces. No sea contestón, Diego Fernando, a mí me respeta, me hace el favor… Pero mamá, yo… este culicagado anda de un grosero, uich, Dios mío, no sé qué voy a hacer con usted, Diego Fernando, Virgen Santísima… Perdón, mamá, no lo vuelvo a hac... Más le vale, Diego Fernando, porque a la próxima le vuelo el mascadero y lo meto al colegio militar a ver si… Ay, mami, todo bien, por fa discúlpame, discúlpame en serio. ¡Eh!, cosita con este vergajo, ole, ¿tiene tareas? Sí, mamá, almuerzo y me pongo a hacerlas. Más le vale, Diego Fernando, tenga por seguro que cuando llegue revisamos. Bueno, mami. Y juicioso en la casa, ¿no?, arregle su cuarto y deje todo listo para mañana. Sí señora, yo lo dejo listo. Bueno pues, un beso pues mijito, nos vemos más tarde.

Colgaron. De la cocina salía un leve olor a quemado. El Negro apagó los fogones rápidamente, tomó un limpión de la despensa y retiró las ollas con cuidado. Después de ponerlas sobre el lavaplatos y esperar a que se enfriaran, agarró la loza que había dejado en el mesón y sirvió el almuerzo.

Cuando terminó de comer, el reloj marcaba las dos y veintiocho. Hago la tarea rápido, llamo al Mono a ver si ya está en la casa y me voy para la cancha, pensó. Dejó los platos sin lavar en la cocina y se fue a la pequeña biblioteca que tenía su madre en el cuarto. Entre viejos best-sellers del Círculo, libros de Paulo Coelho y enciclopedias, el Negro ubicó el destartalado atlas de El Tiempo que su madre había coleccionado pensando en sus futuras labores escolares. Durante algunos meses el Negro se embelesó con los mapas, con los nombres de tierras desconocidas que intentaba imaginarse detalladamente, con los países lejanos que había visto jugar en televisión, cuando pequeño, en el mundial de fútbol de Estados Unidos. Pero poco a poco su interés decayó y ya solo lo consultaba cuando le era indispensable. Sacó el atlas del estante y se dirigió hacia la mesa del comedor, llevándolo sin cuidado del lomo entre sus dedos.

Dejó el atlas sobre la mesa y fue por su maleta. Una vez la tomó, se sentó en una silla del comedor, sacó su cuaderno de geografía, y de entre una multitud de lápices a punto de acabarse, de colores rotos y sin punta, de esferos medio vomitados de tinta y de borradores inservibles, separó el lápiz más decente que pudo encontrar. Todo listo para empezar la tarea.

***

Lo despertó el timbre de la casa, que sonaba con vehemencia. Tenía la cabeza recostada sobre el cuaderno de geografía, cubierto de babas. El reloj de pared de la sala daba las tres y cincuenta y cinco. Mierda. El Negro se limpió la cara con la manga del saco y fue corriendo a abrir la puerta. Qui’hubo Negrito, ¿en qué andabas, pues?, saludó Botilín, severo peinado talco. Boti, parce, respondió el Negro, me quedé dormido y no hice la tarea de geografía, juemadre, e invitó a Botilín a entrar y cerró la puerta. Espérame aquí mientras me cambio. Botilín se sentó en una de las sillas del comedor y empezó a rebotar el balón contra el piso. Tenía la cabeza cubierta con el mismo gorro, un pantalón de sudadera negro descolorido y unos guantes de lana azul oscura. ¿Y cómo hiciste para salirte, Boti marica?, gritó desde lejos el Negro, ¿emborrachaste a tu mamá o qué? Botilín se río y dejó de rebotar el balón. No, Negrito, hice la típica, le eché seguro a mi cuarto y me salí con cuidado por la ventana. ¿Y no rompiste el techo?, preguntó burlón el Negro, y soltó una risa estridente. No, Negro huevón, respondió Botilín ofendido. No rompí ningún puto techo. Ayyy, se nos delicó el nené, pues, no te sulfures, perrito, relájate. El Negro salió vestido con su camiseta de Francia, la misma pantaloneta de lycra a punto de romperse que usaba desde los nueve años, y los guayos As que le había regalado su padre en Navidad. Pura pinta de gala, ¿no?, dijo Botilín, y se levantó de la silla. Apúrale que vamos tarde. El Negro se encaminó hacia la puerta, y justo en el momento en que pasó junto a Botilín, recibió un puño en el hombro izquierdo. Por montador, Negro marica. Botilín sonreía mientras el Negro, aceptando la justa represalia, se frotaba hacia arriba y hacia abajo el brazo golpeado. Vamos, pues, Botilito rabón.

Al llegar a la cancha se encontraron con Cauchola y con el Jirafa, que esperaban sentados en una de las bancas del parque. ¿Hasta qué horas, perritos?, dijo el Jirafa haciendo como si señalara un reloj en su muñeca. Rótala, Gordo, gritó Cauchola, y Botilín lanzó fuerte el balón, con intenciones de golpearlo. ¿Y el Mono qué?, preguntó el Jirafa con preocupación. ¿Viene o no? Sí, Jirafita, no demora, dijo el Negro, estirando su pierna derecha, rogando desde lo más profundo que ojalá así fuera. ¿Esos manes ya llegaron?, preguntó. No, Negrito, todavía nada, dijo Cauchola, que se tiraba pases con el Botilín y con el Jirafa, que ahora se incorporaba al calentamiento. ¿Y por qué no fuiste a estudiar, Boti?, preguntó el Jirafa mientras hacía una veintiuna fallida. No, parce, tenía una gripa, respondió Botilín, y sorbió mocos. Menos mal era solo una, ¿no?, dijo Cauchola, y se rió, y todos se contagiaron de la risa chillona del Jirafa. Es en serio perritos, intentó defenderse el Botilín, que tampoco podía parar de reír. Pregúntenle al Negro y verán.

Jugaron al bobito un rato, primero el Negro en el centro, después Botilín, luego el Negro de nuevo. Tras algunos minutos escucharon una algarabía que cruzaba la puerta del parque. Llegaron, parceros, dijo Cauchola, y como hipnotizados detuvieron el balón y se quedaron mirando. Están completos, dijo Botilín, y el Mono nada que llega. Frescolas, Boti, dijo el Negro, el Mono no nos deja morir. Pues yo no estaría tan seguro, dijo el Jirafa, la otra vez nos dejó metidos por irse detrás de la Cindy. Los rivales seguían acercándose. Conversaban animados, se reían, se daban calvazos. Ya viene, ya viene el Monito, dijo el Negro intentando también convencerse a sí mismo. ¿Entonces qué, chinos?, dijo el Tanque López, imponente desde su 1.50 de estatura. ¿Listos pa’ la revancha? Sizas, contestó Cauchola, lentamente, con seguridad. Ja, pero yo no los veo completos, dijo con sorna el Radio Quintero. ¿Sí pueden jugar así? Ya viene el Mono, todo bien, dijo el Negro. Bueno, igual no respondemos por equipo, dijo Gómez, que siempre llevaba los cordones de los guayos desamarrados. Sí, todo bien, dijo el Jirafa, y miró con brusquedad al Negro, como presintiendo que el Mono no llegaría a tiempo. Bueno, la vaina es así, empezó a decir el Tanque López, el que pierda paga empanada y gaseosa donde Don Peter. A quince goles. Juguemos a diez, dijo el Negro, después no vemos nada y fijo nos cantan goles falsos. ¿De qué habla, Negro desteñido?, dijo el Radio Quintero rascándose la nariz. Bueno, bueno, a diez goles, dijo el Tanque López, previendo una discusión interminable. De una, contestó el Negro, píntela nomás. Les vamos es pero a pintar la cara, nenitos, dijo el Radio Quintero haciendo un ademán con el dedo índice sobre el cachete. Juguemos a ver y no hablemos tanto, dijo Botilín. Primero hay que cuadrar lo de la apuesta, dijo Gómez, mientras se rascaba la cabeza. Sí, respaldó el Tanque López, nada de salir corriendo como la vez pasada, y miró al Negro fijamente. ¿Cuáles, parce?, dijo el Negro, sonrojándose, siempre les hemos pagado, los que se hacen los locos son ustedes. Más les vale, chinos, dijo Gómez, igual les cobramos como sea, y como nunca perdemos... Ja, todo bien, dijo Cauchola, entonces armemos las parejas.

El Jirafa quedó con el Radio, Botilín con el Tanque, Cauchola con Gómez, el Negro con el Flaco Nuñez, viejo conocido suyo y de Botilín pues había sido el arquero del equipo hasta el día en que se trasteó a la Unidad B y dejó de hablarles, y el Mono, si llegaba, con Restrepo. Restrepo era el más calidoso de los rivales, menudo, pelirrojo y crespo, de cabello enmarañado, apodado Krusty por sus amigos. A pesar de ser del equipo contrario era respetado por el Negro y los demás tanto por su talento como por su sentido de la justicia, pues no le gustaba hacer trampa y siempre cobraba las jugadas que eran. De no llegar el Mono, todos asumirían la deuda. ¿Empezamos o qué?, preguntó el Radio a modo de presión. Cinco minuticos, que ya llega el Mono, dijo el Negro, todo bien, y se fueron, cada uno de los grupos por su lado a ajustar los últimos detalles del partido. Bueno, vamos a meterle toda, perros, dijo el Negro con ese tono de capitán que siempre imponía antes de cada partido. Ya saben, la soltamos rápido, fácil, no te pongas a amagar allá atrás Boti que siempre te la gana Krusty, Cauchola sin miedo, ese Gómez es retronco y palomero y no te querrás ganar otro patadón como el de la otra vez, y tú, Jirafa, aprovecha ese salto que siempre ganas los centres. Y tú, glorioso capi, a ver si aplicas lo que dices, dijo Cauchola, y todos se rieron a la par, con ganas. Este Mono marica no llega, dijo el Jirafa, ya se está haciendo tarde. Frescos, parceros, dijo el Negro, este partido lo sacamos porque lo sacamos.

Pasaron los cinco minutos y el Tanque se les acercó. No respondemos por equipo, dijo, hagámosle de una. El Negro y los demás no tuvieron más remedio que empezar. Se hicieron en el costado más terroso de la cancha, Cauchola y el Jirafa se quitaron el saco y Botilín hizo el arco, contando seis pasos de un saco a otro. No vayan a hacerlo más chiquito, ¿no?, le gritó el Negro al Radio, y le pidió a Botilín que fuera a comprobar el tamaño del improvisado arco de los rivales. Saquen ustedes, dijo el Tanque. Son menos. El Negro tomó el balón entre sus manos, miró hacia la puerta del parque, volteó la cabeza y observó uno a uno a sus amigos, todos con cara de preocupación. Vamos con toda, perritos, gritó, y puso el balón en el centro de esa cancha que tantos duelos había albergado.

El comienzo del partido no fue nada fácil. Krusty se sacaba a todos, les hacía amagues, cuquitas, en algún momento lo único en lo que todos pensaban era en bajarlo. Botilín, aprovechando su peso, le hizo frente y en una jugada lo empujó descaradamente. Gordo rabón, lo increpó el Radio Quintero y volteó a mirar al Tanque López, este man como no puede por las buenas le toca a lo sucio. Tuvo la intención de frentearlo, pero el Tanque se interpuso, cobró la falta rápido y le hizo un pase a Gómez que aprovechó la desconcentración. 1-0. No te pongas a pelear, Boti marica, concentradito más bien, dijo el Negro mientras iba por el balón lejano detrás del arco, concentradito, parcero. De nuevo sacaron, esta vez el Negro desbordó por la punta izquierda sacándose a Gómez y luego al Tanque, vio al Jirafa y centró, el Jirafa no llegó al balón y por detrás venía corriendo Botilín trabajosamente, con intenciones de patear, pero nunca llegó y dejó descubierta la defensa, Boti huevón, no hay marca atrás, el balón lo ganó el Radio y lo tiró arriba a Krusty que esperaba anclado en las cinco con cincuenta, y solo tuvo que pararla como él sabía y patear duro abajo, a la derecha de Cauchola. 2-0.

¡Bajen, maricas!, gritó Cauchola, molesto por no haber podido hacer nada frente a Krusty, si somos solo cuatro hay que marcar bien o quedarnos atrás, huevones, Botilín regresaba cabizbajo, con lentitud, pálido, estoy paila parceros, no creo que pueda terminar el partido, y sorbió mocos y escupió una plasta de flema verde, el Negro se acercó y le dio tres cachetadas cariñosas, deja de huevoniar, Botilín, vamos p’arriba, vamos p’arriba maricones. El Jirafa le quitó el balón de las manos a Cauchola y lo puso en el centro de la cancha. Con un ademán le indicó al Negro que se acercara para sacar. El Negro le hizo un pase a Botilín, que estaba muy mal parado y alcanzó a llegar por el balón pero con dificultad, Gómez se acercó a marcarlo, Botilín intentó hacerle un amague que no resultó, se cayó al piso, el balón quedó rodando sin dueño, Gómez fue tras él, dominándolo torpemente, y al ver a Cauchola salir como un caballo desbocado, punteó el balón. 3-0.

¡Golazo!, gritó provocador el Radio y se fue a abrazar a Gómez, que celebraba con euforia. ¿Qué te pasa, Gordo marica?, dijo bruscamente el Negro. Botilín, levantándose con dificultad, lo miró mal, Negro imbécil, me echas un pase re paila y ahora la culpa es mía, tienes huevo. El Negro se quedó parado junto al arco con los brazos cruzados, pa’ qué te pones a amagar ahí, lo habíamos hablado. El Jirafa, con rostro severo, se acercó a ellos, bueno, ¡ya!, dejemos de joder pues y organicémonos porque si no nos van es a golear. Cauchola regresaba con el balón, sí perros, dejemos la huevonada, si vamos a perder pues perdemos, pero como hombres.

Durante diez minutos lograron mantener el marcador, aunque sin conseguir el descuento. Krusty seguía haciendo de las suyas, el Radio no paraba de provocarlos, de cantar faltas inexistentes, de insultar a Botilín y al Negro. El Tanque, por su parte, estaba inspirado, las ganaba todas, parecía adivinar siempre la intención del Jirafa, anticipaba las jugadas como todo un profesional. El Flaco Núñez bien habría podido irse a su casa. Su único asedio, el aburrimiento. Su único peligro, quedarse dormido. El Negro intentaba hacer algo, juntarse con Jirafa para generar alguna oportunidad de gol, gritar con ganas para motivar a sus amigos que parecían no creer en la posibilidad de remontar, sacar alguna jugada maestra y hacerse un gol de otro partido. Pero nada. El partido entró en un sopor que solo logró romperse cuando el Radio, buscando despejar un ataque fallido del Jirafa, pateó durísimo hacia adelante con tan buena suerte que el balón desvió su trayectoria por un bache en el campo y dejó a Cauchola sin el más mínimo chance de reaccionar. 4-0.

¿Acabamos el calentamiento aquí, o qué?, dijo el Radio, y se echó a reír apoyado por Gómez y el Flaco. El Negro estuvo a punto de encararlo, la frustración lo embargaba y no podía soportar más las burlas. Botilín se interpuso. No seas huevón, Negro, tú haces lo mismo siempre que vamos arriba. A este paso nos van a blanquear, perritos, dijo Cauchola, enjugándose el sudor del rostro con la manga del saco. ¿Y entonces qué?, dijo el Jirafa, visiblemente molesto. ¿Dejamos así? Tan marica, dijo Cauchola, que nos goleen pero sin llorar. Vamos arriba con toda, perritos, hasta las últimas consecuencias.

Hubo algunos minutos de toque intrascendente, el Negro llegaba hasta tres cuartos de cancha y por física impotencia devolvía el balón hacia su arco, a Botilín o a Cauchola, anhelando que quizá ellos pudieran superar la muralla que el Radio y el Tanque habían levantado. Ese Mono nos jodió, Negro, dijo el Jirafa, triste. Por poco les empacan el 5-0 cuando, por intentar hacer un globito, el Jirafa había perdido el balón con el Tanque y éste, vislumbrando el pique que Gómez se pegaba, lanzó un pase al vacío que sobró a Botilín. Gómez alcanzó el balón pero se enredó con los cordones de los guayos, trastabilló y pateó el balón hacia cualquier lado, con tan mala puntería que el balón golpeó en la rodilla a Cauchola, que había salido a achicar, y se desvió hacia la esquina.

Esta vez fue Botilín por el balón, escurriendo mocos, y mientras regresaba al campo, como si en una batalla llegaran los refuerzos de un ejército a punto de ser derrotado, se limpió la cara con la mano y estalló en un grito emocionado. ¡El Mono! ¡El Mono, perros! Ahí venía, trotando, con ese pantalón grande que lo hacía ver más bajito de lo que era, con la camiseta que usó la Selección Colombia en Italia 90, con el pelo largo, desordenado, moviéndose al vaivén de la carrera. El Negro no pudo esconder la emoción que sentía, ¿viste Jirafín?, yo te dije que el Mono no nos iba a dejar morir. ¿Cuánto vamos?, preguntó el Mono apenas llegó al arco y saludó a sus amigos. Vamos por cuatro abajo, perrito, dijo el Jirafa con desánimo, a ver si te apuras más. Parceros, lo siento, dijo el Mono, mi abuelita me acaba de contar. ¿Y tú dónde andabas, Mono huevón?, preguntó el Jirafa, mirándolo con seriedad. Después les cuento, parces, dijo el Mono, y sonrió con malicia. Bueno, bueno, pero ánimo, ¡ahora sí, perritos!, gritó el Negro, recobrando el ímpetu que había mostrado antes de iniciar el partido, ¡vamos a sacar esta mierda adelante!

Y como siempre, el Mono hizo magia. El Tanque cobró el tiro de esquina y el Mono, mucho más bajo de estatura que el Radio, le ganó el cabezazo y salió disparado hacia adelante, como un tren, imparable, acompañado por el Negro y por el Jirafa que se abrieron por las bandas, ¡tócala, perrito!, gritaba el Jirafa, que recibió un pase preciso al pie derecho pero no logró rematar bien. ¡Vamos, Jirafín!, dijo el Negro, hay que empezar a cobrarlas, parce. El Tanque se desconectó, empezó a perder el balón fácilmente, a pelear con el Radio que no desaprovechaba oportunidad alguna de protestar y de echarle la culpa de sus errores a los demás. Qué estás haciendo, Tanque, suéltala más rápido. Krusty, hermano, ¿se te descargó la pila o qué? Gómez huevón, ¿no me viste ahí en posición de remate? Krusty parecía un fantasma en medio de la cancha, silencioso, perdido en un abismo de impotencia, y Gómez, cada que la agarraba, hacía una torpeza y le dejaba el balón a Botilín o a Cauchola.

Desde abajo, Botilín gritaba y organizaba a sus compañeros, contagiado por la emoción que mostraba el Negro, ¡Jirafa, a tu izquierda!, ¡ahí está el Negrito!, ¡Negro marica, suéltala más rápido, maricón!, ¡ahí tienes atrás al Monito!, ¡eso, Mono, qué grande!, ¡remata de una, Mono huevón! Y el tiro, potente, a media altura, pasó por el costado del Tanque y dejó al Flaco atornillado en la mitad de su arco. 4-1. ¡Buena esa, perros!, gritó Botilín y abrazó a Cauchola. ¡Qué pepo!

El partido se puso áspero. El Radio golpeó un par de veces al Mono en los tobillos, fingiendo torpeza y falta de distancia, qué pena, chino, me sobró el balón, el Mono no se amedrentó y, callado, con esa tranquilidad que siempre mostraba, ponía al Negro y al Jirafa a jugar y a correr. El Negro metió dos centres igualitos, a buena altura, que el Jirafa no supo capitalizar, en uno gracias al codazo disimulado que le tiró el Tanque. Después dices que los haces solito, ¿no, Jirafín?, dijo el Negro, y sonrío. En una de esas, Botilín recuperó un balón en media cancha, se la filtró al Mono, que se sacó al Tanque de cuquita, hizo un amague rápido hacia la izquierda y le puso el balón al Jirafa, que no tuvo más que tirarlo a la derecha del Flaco, hacia todo el palo. 4-2. ¡Este man ya prendió la moto!, dijo el Negro efusivamente, y todos se abrazaron en un tumulto caótico y feliz.

Mientras celebraban, el otro equipo se reunió brevemente, se oyeron murmullos y luego un grito del Radio, ¿nos vamos a dejar joder de estos nenitos o qué, maricones?, Krusty tomó el balón en sus manos y se fue con Gómez al centro de la cancha, salieron tocándola, y Krusty, como si se hubiera despertado de su letargo, empezó a correr y a amagar y a amarrar la pelota como sólo él sabía hacer, se quitó de encima al Mono y luego al Negro, que siempre abría mucho las piernas cuando marcaba y se ganó su túnel, Botilín le intentó hacer cuerpo pero de alguna manera Krusty se las arregló para que siguiera de largo, y en el momento menos esperado, lanzó un tirazo que Cauchola, haciendo honor a su apodo, sacó como pudo.

El Negro y sus amigos ganaban terreno, tocaban rápido, con precisión, exasperaban al Tanque y al Radio que se hacían un ocho allá atrás marcándolos, el Flaco Nuñez intentaba organizarlos pero la confusión era tan grande que poco pudo hacer, el Mono puso una, dos, tres opciones de gol claritas que el Negro y el Jirafa desaprovecharon, y la última, el Flaco, muy bien parado, pudo sacar a la esquina. ¡A ver pues, Krusty, a marcar, si no estás haciendo nada allá arriba!, gritó colérico el Radio, todavía vamos ganando, no podemos dejarnos empatar. El Negro, con un gesto de la boca que tenía ensayado, le indicó al Jirafa que se la iba a poner justo detrás del Tanque, que pretendía marcarlo, y con precisión de geómetra le dio al balón la inclinación perfecta para que el Jirafa saltara y cabeceara duro, por debajo del brazo izquierdo del Flaco. 4-3.

El Negro y el Mono abrazaron con fuerza al Jirafa. Qué golazo, Jirafín, dijo el Mono. Ya los tenemos ahí, parces, gritó el Negro, vamos a aprovechar. El Radio y el Tanque discutían. Krusty, callado, miraba hacia el piso y levantaba una polvareda con su guayo, ¿qué nos pasa, mijos?, ¿nos creímos ganadores?, dijo el Tanque ofuscado, a levantarnos pues, maricones. El Tanque agarró el balón con su manaza y desde el centro de la cancha pateó duro al arco de Cauchola, que estaba desprevenido y alcanzó a reaccionar estirándose, pero dejó el balón ahí nomás, y el rebote, que no fue despejado ni por Botilín ni por el Negro, que todavía celebraban el gol del Jirafa, le quedó a Gómez, que había salido a correr apenas vio al Tanque acomodar el balón, y sin mucho esfuerzo, con el arco a su completa disposición, dio un toque sutil que se adentró en el arco en cámara lenta. 5-3.

¡A qué jugamos, perros!, gritó Cauchola desde el piso, rojo de la rabia. No podemos desconcentrarnos así, todavía no hemos ganado nada, jueputa. Gómez fue por el balón y lo puso en el centro del campo, no más ventajas, parceros, le gritó a su equipo, y se paró en actitud defensiva junto a Krusty. El Negro no podía salir de su asombro, y duraron atontados durante algunos minutos en los que por fortuna no pasó nada. Tan sólo se escuchaba al Radio dirigir a su equipo, eso Gómez, bien marcado, no la amarres tanto, Krusty, que te van a cascar, Negro desteñido, no me sacas nunca.

Oscurecía. Cada vez se hacía más difícil seguir la pelota. El Mono hacía lo que podía, el Jirafa no paraba de correr detrás del Radio o del Tanque, buscando quitarles el balón, el Negro mandó un par de pases rastreros que el Flaco controló sin problemas. Krusty enfrió el partido, poniendo el balón a rodar por toda la cancha y dejando mano a mano en dos ocasiones a Gómez, que no pudo resolver ninguna. Hasta que el Negro, molesto por un empujón del Tanque, adelantó un poco el balón y pateó hacia la derecha del Flaco, que estaba mal parado. 5-4.

Y lo que parecía imposible, poco a poco empezó a tomar forma. Todos, motivados por el gol del Negro, tomaron un segundo aire y se conectaron, les salían todas, ganaban todos los balones, adivinaban todos los pases. Botilín se multiplicó allá atrás, corriendo como nunca, la gripa ya olvidada en un lejano pasado, Cauchola seguro en el arco dando órdenes, con calma Monito, el Negro está ahí atrás, ¡ole, Tanque!, ¡ole, Radio!, el Mono amagando y amagando, el Negro finito en los pases, el Jirafa definiendo bien pero el Flaco se había crecido en su arco. A marcar con ganas, Radio, Tanque, dijo el Flaco, no todo puedo hacerlo yo solo. Y en un tiro de esquina, el Mono, a lo Pibe Valderrama, le hizo un pase al Negro que se había parado frente a él, y sin pensarlo dos veces se la pidió de nuevo, el balón rodó perfecto para un tiro rasante que el Mono impactó como los mejores. 5-5. Gritaron, se abrazaron, se tiraron al piso en una montonera asfixiante, todos cantando el gol como si de eso hubiera dependido vivir o morir, qué grande, Mono, qué crack, el Flacucho ese no la ve ni en repetición, vamos a ganar esto, perritos, qué golazo, Dios mío.

El Tanque y sus amigos se pusieron serios. Nunca esperaron esa impresionante reacción de un equipo al que daban por muerto hacía tan solo media hora. Se reunieron en un círculo sobre su arco, hablando en voz baja. No iban a darse por vencidos. El partido aún no había terminado. Y a la euforia por el empate siguió un dominio casi absoluto del balón por parte del Tanque y de Krusty que no perdía una. El Negro, el Jirafa y el Mono corrían desesperados detrás de la pelota que se había hecho esquiva, inalcanzable, cada vez más exhaustos, con el desgaste del empate pesándoles en los huesos. Diez minutos duraron empatados, y en una jugada que se inventó Krusty, dejando en el camino primero al Negro y luego a Botilín, que se veía lento, pasmado, quedó frente a frente con Cauchola, mandó la pierna izquierda hacia afuera y rápidamente giró hacia la derecha, Cauchola en el piso, sin posibilidad de reaccionar, y solo tuvo que empujarla para matar la ilusión de una remontada histórica. 6-5.

Desde ahí, el partido fue otro. Botilín daba nuevas muestras de gripa, escupía, jadeaba y sorbía mocos con frecuencia, el Negro había dejado de hablar y se veía desconcentrado, el Jirafa ya no corría como antes, desmotivado por el sexto gol del contrincante, el Mono la perdía fácil, como si la energía se le hubiera acabado con el empate transitorio. Y en una de esas jugadas fallidas del Mono, el Radio la ganó y se la pasó a Krusty que, de globito, le elevó el balón a Gómez para que cabeceara, y Cauchola, contagiado por el desgano generalizado de su equipo, se quedó quieto en su arco y no hizo nada para cortar el centro. 7-5.

El desespero se adueñó del Negro y sus amigos. Ya no doy más perritos, dijo el Botilín, y se tiró al piso y ahí se quedó durante varios minutos. Los otros, en la cancha, peleaban por todo. Negro marica, suéltala pues, recriminaba el Jirafa. Despiértate ya, Mono huevón, increpaba el Negro, a ver Botilín deja ya la maricada y pa’ dentro, Cauchola regañaba a todo el mundo, y el Radio se reía y aprovechaba el momento para sumirlos aún más en la confusión. Estos nenitos no tienen nada, parces, decía con sorna, nos ganamos facilito esa empanada. En la defensa, el Tanque y el Radio habían retomado nuevamente el control, hacían faltas indiscriminadas y ganaban arriba y abajo, recios, seguros. Botilín tomó fuerzas y entró de nuevo a la cancha, pero parecía loco, había perdido toda noción de orden, se iba para adelante y dejaba a Cauchola allá atrás solo, sin escuchar las recriminaciones de los demás. El Negro ganó la banda, se sacó al Tanque dos veces y centró el balón al Jirafa que estaba solo frente al arco, pero Botilín, desesperado, se atravesó y desvió el balón hacia atrás, dejando a Krusty y a Gómez solos en posición de ataque, a años luz de distancia, y Cauchola quedó, presa fácil, a merced de los amagues de Krusty y de la buena puntería de Gómez. 8-5.

El gol los sumió en la oscuridad de las seis de la tarde. Gordo huevón, recriminó el Negro, ¿qué estabas haciendo allá arriba?, ¿quieres defender en el otro equipo o qué?, Botilín, exhausto y tirado en la cancha, no decía nada, el Negro seguía la cantaleta y en una de esas Botilín se levantó y lo empujó, Negro marica, no das un pase bueno hace dos horas y sí jodes a todo el mundo, el Jirafa ya ni decía nada, Cauchola, impotente, mandó un par de puños contra el piso, Botilín y el Negro seguían discutiendo, mejor te hubieras quedado con tu mami jugando a las muñecas, niñita, va a tocar conseguirse un balón para no tener que volverte a llamar, y el Radio y el Tanque no podían de la risa escuchándolos, ¡pelea de novias!, ¡dense un pico ya, pues!, y estallaban en carcajadas.

El Mono fue por el balón, intentando imprimirle algo de ritmo al partido, pero ya no hubo tiempo para más. Mientras el Negro y Botilín proseguían la discusión, una sombra rápida y furtiva como un gato cruzó por la entrada del parque, Diego Fernando, chino vergajo, usted sí qué cosita, ¡eh!, Dios mío. La madre del Negro, vociferando, entró a la cancha ante la mirada estupefacta de sus amigos y las risas apagadas del Tanque. ¿No le dije que juicioso en la casa, culicagado? ¿No le dije que no más fútbol, ah? Botilín, boquiabierto, agarró el balón y dio dos pasos hacia atrás, intentando evitar la mirada asesina de la señora. El Mono no sabía dónde meterse y se escondió detrás de Cauchola, que observaba con total asombro cómo la madre del Negro lo agarraba de la camisa y lo sacaba de la cancha casi arrastrado por en medio de los dos equipos. Me va a oír, chino berraco, me va a oír. El Jirafa no sabía si burlarse o echarse a la pena, la señora empujaba al Negro mientras éste protestaba inútilmente, mamá, mamá, por favor, déjeme acabar el partido, por favor, el Radio empezó a reírse con estruendo, seguido por todos los de su equipo, Negro desteñido, hijo de mami, ¡no se te olvide pagarnos la empanada!, y el Negro supo al instante que no había nada que hacer, que tendrían que pagar la apuesta sin dar la última batalla, que el Radio no demoraría en inventarle un apodo de esos que manchan la adolescencia entera, y pensó que así seguramente se había sentido Roberto Baggio en la final del 94, humillado, desolado por dejar tirados a sus compañeros en el momento crucial. Desde la salida del parque echó una última mirada a la cancha y vio al Mono, a Botilín, al Jirafa y a Cauchola cabizbajos, absolutamente derrotados ante las carcajadas interminables de los rivales.