El fútbol no es una cuestión de vida
o muerte,
es mucho más que eso.
Bill Shankly
Ese día el Negro Flores llegó tarde al colegio. No había
pasado una buena noche debido al regaño de su mamá cuando revisó sus cuadernos y
se encontró con la queja del profesor Ortiz, el de español. “Diego Fernando no
leyó La Isla del Tesoro. Es poco probable que alcance a pasar el período”. Con
ése ya eran tres los libros que no había leído en el año. Tanto trabajo que me
cuesta, Diego Fernando, yo moliéndome el lomo para comprarle esos libros y
usted sólo pensando en jugar fútbol, igualito a su papá, y hablando todo el día
de ese tal Zimán. Zidane mamá, Zinedine Zidane. No me interrumpa, me importa un
carajo cómo se llama ese señor, sea considerado Diego Fernando. Qué mala noche.
Por eso había llegado tarde, tenía frío y sueño y un poco de culpa también.
En lo único que pensó durante el primer bloque fue en el
descanso, en que ojalá pudiera reunirse con sus amigos, pues por la mañana no
había alcanzado a hablar con ellos del asunto importante que se traía entre
manos. De la clase de biología solo le quedó el recuerdo de las bolitas de
papel que estuvo haciendo mientras el profesor Jiménez explicaba quien sabe qué
cosas de la digestión humana. La clase de geografía no habría dejado ningún
registro en su memoria de no ser por la pregunta, la capital de Italia, señor
Flores, que lo tomó desprevenido y que respondió de cualquier manera. Pocos
compañeros pudieron contener la risa con el acceso de rabia del profesor quien,
a manera de represalia, le asignó una exposición para el día siguiente, me trae
una lista de todas las capitales de Europa, señor Flores, desquitándose, de
paso, de los chistes malos que con frecuencia soltaba y distraían al grupo.
El timbre sonó a las 9:30 en punto y el Negro salió
corriendo del salón con la manzana que tenía de medias nueves a la tienda de
los quintos y los sextos. Ahí estaban el Jirafa y Cauchola, pero ni rastros del
Mono Pérez ni de Botilín, cosa extraña porque siempre llegaban de primeros a
gastarse los dos mil pesos que les daban. Qui’hubo parces, ¿todo bien? Ya llegó
el Negro a gorrear Chocorramo, dijo el Jirafa y lo miró mal, y alejó el paquete
pero luego se rió ofreciéndole un pedazo. Aún masticando, el Negro empezó a
hablar. Ustedes me entienden, desayuné a las cinco con mi mamá, solo un agua de
panela y un pan. Sí, ya nos sabemos el cuentico, dijo Cauchola con expresión
seria en su rostro. Te las vas a dar de actor ahora, pues, dijo el Jirafa. Dame
más bien de tus chitos, Caucho, que les tengo noticias, dijo el Negro. Me crucé
con el Tanque López cuando venía al colegio por la mañana. Cauchola daba sorbos
a su jugo de pitillo, estará rabón, dijo, y sorbió de nuevo y comió sin
decencia algunos chitos. Que quieren la revancha, dijo el Negro, dándole un
mordisco a su manzana y robándole más chitos a Cauchola. Que esta vez le
metamos gaseosa y empanada de las de Don Peter porque las de la Gorda Julia son
muy chandas. ¿Y cuándo?, preguntó Cauchola, sacando más chitos. Hoy a las
cuatro donde la vez pasada. Yo tengo que estudiar, dijo el Jirafa. Yo no tengo
plata, y me duele el pie del patadón que me metió Gómez el domingo, dijo
Cauchola. No podemos calcetearnos parces, dijo el Negro mientras tomaba otro
pedazo de Chocorramo, yo ya acepté, revancha es revancha. Estoy a un pelo de
perderme el Nintendo que me prometió mi papá, dijo el Jirafa, no quiero
quedarme sin Nintendo. Yo ya no tengo plata, dijo Cauchola, y si perdemos,
paila. Eso ganamos, parceritos, dijo el Negro, el domingo jugamos como los
dioses. Qué partidazo, ¿no?, replicó el Jirafa. Sí Jirafita, dijo el Negro robándole
un poco de jugo a Cauchola, mano de goles los que te hiciste. Y tú sí que
tapaste Cauchola, dijo el Negro, que sabía que el dolor de pie se olvidaba con
un halago. Ah, ¿qué hacemos?, dijo el Jirafa, ya me dieron ganas de jugar pero
no puedo demorarme. Jugamos a diez goles nomás, dijo el Negro, y si es el caso,
Cauchola, yo te presto para que pagues. No tienes para pagar ni lo tuyo, Negro
gorrero, dijo Cauchola riéndose y empujando al Negro cariñosamente. Es que no
vamos a perder.
El timbre anunció el final del descanso y los tres
regresaron a sus salones. Ni el Mono ni Botilín dieron señales de vida. Ya
aparecerán a la hora de la salida, pensó el Negro mientras salía del baño. La
clase de historia pasó en medio de la batalla de un puñado de griegos contra el
gigantesco ejército persa de Jerjes en las Termópilas, nada interesante
comparada con las que había visto en el Libro de los Mundiales, de portada
verde chillón, que su padre le había regalado en su cumpleaños junto con la
camiseta de Francia, el último campeón del mundo. Casi nunca se veía con su
padre, pero las pocas veces que iba a visitarlo lo sorprendía y llegaba con un
balón, o unos guayos, o una entrada al clásico capitalino. Una verdadera
batalla habían sostenido los uruguayos en 1950 sobre los verdes pastos del
Maracaná contra el mejor equipo del mundo, respaldado por más de ciento ochenta
mil espectadores sedientos de gloria, convencidos de ser campeones mucho antes
de jugar el partido, doblemente convencidos al empezar ganando la tan anhelada
final. Y después, el marcador remontado por los aguerridos uruguayos, el pitazo
final, el estupor, la angustia, los suicidios cariocas, la posterior condena al
ostracismo de Ademir, el arma letal de los auriverdes con ocho goles en seis
partidos. Gracias al Libro de los Mundiales sabía lo que eso significaba y pudo
responder la pregunta del examen sobre la democracia en Grecia escribiendo que
“ostracismo es el desprecio de todo un pueblo por un hombre cuando la embarra,
como el que sintieron los brasileños hacia Ademir después del mundial del 50”.
Y luego, la clase de matemáticas y la de sistemas, que
tanto le gustaba. Le enseñaron a realizar diapositivas en PowerPoint y a hacer
búsquedas en Altavista. No desaprovechó la oportunidad para hacer desorden con
sus compañeros de al lado, que celebraron su absurda respuesta en la clase de
geografía por haberles alegrado el rato. Faltaban cinco minutos para que sonara
el timbre de salida y el Negro no aguantó más. Le entró el desespero. Caminaba
de un lado a otro, una y otra vez, una y otra vez, anhelando que quizá de esa
manera el tiempo se acelerara. Se puso a mirar los trabajos de sus compañeros,
a molestar a Milena, la gordita del salón que a veces le regalaba dulces o le
escribía notas pero que él nunca se tomaba en serio, charló con la profe que
hasta bonita estaba ese día. De repente, la señal de la libertad. Todos afuera.
El Negro se encontró con Cauchola en medio de la cancha de
básquet, rodeados por el bullicio de los demás estudiantes. ¿Vas a jugar al fin
o te arrugas, niñita? Salieron del colegio y giraron a la derecha, caminando
dificultosamente por entre la multitud de niños y la gritería. Ni niñita ni me
arrugo, respondió con severidad. A las 4 nos vemos. Ambos sintieron un golpe en
la cabeza. Era el Jirafa, que sonreía. Les dio otro calvazo. ¿Entonces qué,
perros? ¿Listos pa’l cotejo? Claro que sí, dijo el Negro al mismo tiempo que se
sobaba la cabeza, tenemos que hacerla igual que el domingo. Cauchola miraba al
piso, pensativo. Desde lejos, acercándose, sonaba el tilín de una campana.
Tienes que soltarla más rápido, Negro huevón. Por tu culpa cagamos muchos
goles. Deja la maricada, Cauchola, dijo el Negro, dándole un golpe en el brazo
derecho. Cruzaron la calle. Siempre se la pongo al Mono o se la centro al
Jirafa si me acompañan. El Jirafa chupaba un Bon Bon Bum, pero intenta
centrarla mejor, Negro patichueco, te sale uno de diez. El Negro se rió, que
man pa’ exagerar, Jirafa, te puse como ocho goles la vez pasada. Dos nomás,
respondió el Jirafa, y chupó de nuevo el dulce. Los demás los hice yo solito.
El tilín se hacía cada vez más fuerte, y sobre la esquina siguiente divisaron
un carrito de helados, empujado por una vieja grande, parsimoniosa. Jugamos a
diez nomás, ¿cierto?, preguntó Cauchola, todavía pensativo. Sí, Caucho,
relájate hermano, respondió el Negro. Veci, deme tres paletas, porfa, dijo el
Negro al llegar junto a la vieja. ¿Me prestas pa’ pagar, Jirafín?, dijo. El
Negro siempre invitando por cuenta mía, ¿no?, dijo el Jirafa, y sacó algunas
monedas de mala gana. Tenemos que estar finitos, compadres, prosiguió.
Recuerden que no me puedo demorar mucho. ¿Saben algo del Mono o de Botilín?,
preguntó el Negro, alarmado al recordar que no los había visto a la salida. No,
Negrito, dijo Cauchola. Creo que no vinieron al colegio.
Caminaron durante diez minutos más. Al llegar a la
plazoleta del barrio, botaron los palitos y el papel de la paleta, y se
despidieron. Quedaron en verse a las tres y cincuenta en el parque para ultimar
detalles. El Negro tomó rumbo a la casa de Botilín. Timbró, y luego de una
espera de algunos segundos, le abrió Doña Mercedes. Cómo está, Diego Fernando,
¿qué se le ofrece? Doña Mercedes, buenas tardes, vengo a averiguar por Botilín.
No le diga así a mi Juanfer, respondió molesta. Tiene gripa y debe descansar.
Con permisito. Doña Mercedes se disponía a cerrar la puerta. Vengo también a
traerle las tareas, Doña Merceditas, se apresuró a decir el Negro. ¿Puedo subir
a entregárselas? Doña Mercedes hizo una mueca. Pues será. Está en su cuarto.
El Negro subió apresuradamente y encontró a Botilín
acostado en su cama bajo las cobijas, con un gorro de lana en su cabeza. Huy
Botilín, estás en la inmunda, perrito. Botilín volteó su cabeza hacia la
puerta, sorprendido, pues no esperaba visitas. Qui’hubo Negrito, acá aburrido
con esta gripa, respondió débilmente. ¿Qué más? Bien, Boti, acá viniendo a
saludarte. El Negro se sentó en una silla junto a la cama. ¿Y muy grave o qué?,
preguntó con voz seria. Pues ni tanto, Negrito, vino el doctor Rodríguez y le
dijo a mi mamá que era de dos días de cama y aguepanela y ensaladas, pero ya
sabes cómo se pone la cucha con estas cosas. Paila entonces las Lecheritas, yo
que te traía dos paquetes, dijo el Negro, y se echó a reír. Se puede hacer una
excepción, mi Negro, dijo Botilín, e intentó reírse pero un acceso de tos lo
interrumpió. Entonces ni modo de que juegues hoy, compa, dijo el Negro,
sombrío. ¿Jugar? ¿Hoy?, preguntó Botilín. Sí, Boti. El Tanque me propuso la
revancha. Ah no jodás, Negro marica, replicó Botilín. ¿Es en serio? Sí, dijo
con preocupación el Negro. No, parce, respondió Botilín. Yo creo que paila. Con
esta gripa, y mi mamá allá afuera pendiente… Sí, eso veo, dijo el Negro. Mejor
te cuidas esa gripa porque está como grave. Te encogió las pelotas y todo, dijo
sarcástico el Negro y soltó una nueva carcajada. Botilín se quitó el gorro y se
lo lanzó al Negro a la cara. Negro huevón. Haz un esfuerzo, Boti, replicó el
Negro. Te necesitamos ahí para que no dejes pasar a nadie. Botilín tosió pero
intentó disimular el acceso, hacerse el fuerte. Tiró las cobijas al piso,
enderezándose. Yo quiero jugar, dijo, algo tenemos que hacer. Es a las 4, dijo
el Negro, un poco más animado por el interés que Botilín demostraba. Tú fresas
que yo crema, mi Negro, dijo Botilín con una sonrisa, allá nos vemos. No se te
olvide llevar el balón, replicó el Negro. Con ese Golty no perdemos nunca.
Bajó corriendo al primer piso y cerró de un portazo, sin
despedirse de Doña Mercedes. Se fue apresurado a la casa del Mono Pérez, una de
las más grandes del barrio. Al Negro le gustaba mucho el jardín, sembrado y
protegido con gran esmero por Doña Estelita, la abuela del Mono. Después de
cruzar con cuidado la calle, encontró a la vieja sentada en su mecedora de
siempre, en medio del antejardín, tomando el sol con uno de los dos gatos
siameses de la casa recostado sobre sus piernas. Buenas, Doña Estelita.
Dieguito, mi amor, ¿cómo estás? Bien, bien, Doña Estelita. ¿Usted cómo se
encuentra? Pues ahí vamos, mijito, todavía respirando, dijo, soltó un suspiro y
acarició al gato. ¿Dónde está Manu?, preguntó de repente la vieja. Pues venía a
buscarlo, Doña Estelita, dijo el Negro confundido. ¿No está aquí? La vieja alzó
al gato y se levantó lentamente. No, mijito, se fue temprano al colegio y no ha
vuelto. Ah, juemadre, dijo en voz baja el Negro, pensativo. ¿Quieres unas
galleticas? ¿Un juguito?, preguntó Doña Estelita mientras jugueteaba con el
gato, aún dormido. No, Doña Estelita, muchas gracias, vengo de pasada. ¿Dónde
está Manu?, preguntó de nuevo Doña Estelita y soltó al gato, que empezó a
caminar con pereza hacia el jardín. Ve, Melquiades, ve a buscarme a Manu.
¿Puedo pedirle un favor, Doña Estelita? Sí, mijito, lo que quieras. Apenas
regrese el Mono, ¿le puede decir que si me busca en la cancha, a las 4? Bueno,
mi niño, yo le digo. ¡Melquiades! ¡Melquiades! ¡Quieto con esas matas! Chivato
éste.
El Negro le dio un beso en la mejilla a Doña Estelita y se
fue, cabizbajo. Mono berraco, pensó. Otra vez capando clase. ¿Qué se habrá hecho?
Se asomó por el local de maquinitas que quedaba en la plazoleta. Allá iba el
Mono casi siempre que se escapaba. No lo encontró. Pasó luego por la heladería
del señor Gutiérrez. Don Victor, saludó el Negro. ¿Ha visto al Mono Pérez por
acá? El tendero negó con la cabeza, sin prestar atención. Tiene que aparecer,
pensó preocupado. Ese Mono es un mago, nunca le quitan el balón sin hacerle
falta.
Finalmente, el Negro llegó a su casa. No había nadie, como
era habitual. Tiró al sofá de la sala su maleta desvencijada por el uso de
varios años, bostezó y se dirigió a la cocina. En la nevera encontró dos platos
cubiertos de papel aluminio. Sopa de plátano. Pollo sudado con arvejas y arroz.
Junto a ellos, un vaso de jugo de mora, su favorito. Sacó los platos, los
desenvolvió, buscó las ollas bajo la estufa. Con sumo cuidado, como le había
enseñado su mamá para evitar accidentes, encendió dos fogones, y una vez que
hubo salido la flama, le dio un sorbo al jugo. ¡Bebida de los dioses, como dice
la Nana! En esas estaba cuando sonó el teléfono.
Corrió a la sala. ¡El Mono!, farfulló, y levantó la bocina.
Hola mi amor. ¿Mamá? Sí, soy yo, ¿a quién esperabas? No, no, a nadie. ¿Cómo
estás, mi vida? Bien. ¿Ya almorzaste?, ahí te dejé los platicos envueltos en la
nevera. Sí, mamá, ya los estoy calentando. Habrás prendido los fogones como te
dije, ¿cierto? Sí, mamá, todos los días los prendo como me has dicho mil veces.
No sea contestón, Diego Fernando, a mí me respeta, me hace el favor… Pero mamá,
yo… este culicagado anda de un grosero, uich, Dios mío, no sé qué voy a hacer
con usted, Diego Fernando, Virgen Santísima… Perdón, mamá, no lo vuelvo a
hac... Más le vale, Diego Fernando, porque a la próxima le vuelo el mascadero y
lo meto al colegio militar a ver si… Ay, mami, todo bien, por fa discúlpame,
discúlpame en serio. ¡Eh!, cosita con este vergajo, ole, ¿tiene tareas? Sí,
mamá, almuerzo y me pongo a hacerlas. Más le vale, Diego Fernando, tenga por
seguro que cuando llegue revisamos. Bueno, mami. Y juicioso en la casa, ¿no?,
arregle su cuarto y deje todo listo para mañana. Sí señora, yo lo dejo listo.
Bueno pues, un beso pues mijito, nos vemos más tarde.
Colgaron. De la cocina salía un leve olor a quemado. El
Negro apagó los fogones rápidamente, tomó un limpión de la despensa y retiró
las ollas con cuidado. Después de ponerlas sobre el lavaplatos y esperar a que
se enfriaran, agarró la loza que había dejado en el mesón y sirvió el almuerzo.
Cuando terminó de comer, el reloj marcaba las dos y
veintiocho. Hago la tarea rápido, llamo al Mono a ver si ya está en la casa y
me voy para la cancha, pensó. Dejó los platos sin lavar en la cocina y se fue a
la pequeña biblioteca que tenía su madre en el cuarto. Entre viejos
best-sellers del Círculo, libros de Paulo Coelho y enciclopedias, el Negro
ubicó el destartalado atlas de El Tiempo que su madre había coleccionado
pensando en sus futuras labores escolares. Durante algunos meses el Negro se
embelesó con los mapas, con los nombres de tierras desconocidas que intentaba
imaginarse detalladamente, con los países lejanos que había visto jugar en
televisión, cuando pequeño, en el mundial de fútbol de Estados Unidos. Pero
poco a poco su interés decayó y ya solo lo consultaba cuando le era
indispensable. Sacó el atlas del estante y se dirigió hacia la mesa del
comedor, llevándolo sin cuidado del lomo entre sus dedos.
Dejó el atlas sobre la mesa y fue por su maleta. Una vez la
tomó, se sentó en una silla del comedor, sacó su cuaderno de geografía, y de
entre una multitud de lápices a punto de acabarse, de colores rotos y sin
punta, de esferos medio vomitados de tinta y de borradores inservibles, separó
el lápiz más decente que pudo encontrar. Todo listo para empezar la tarea.
***
Lo despertó el timbre de la casa, que sonaba con
vehemencia. Tenía la cabeza recostada sobre el cuaderno de geografía, cubierto
de babas. El reloj de pared de la sala daba las tres y cincuenta y cinco.
Mierda. El Negro se limpió la cara con la manga del saco y fue corriendo a
abrir la puerta. Qui’hubo Negrito, ¿en qué andabas, pues?, saludó Botilín,
severo peinado talco. Boti, parce, respondió el Negro, me quedé dormido y no
hice la tarea de geografía, juemadre, e invitó a Botilín a entrar y cerró la
puerta. Espérame aquí mientras me cambio. Botilín se sentó en una de las sillas
del comedor y empezó a rebotar el balón contra el piso. Tenía la cabeza
cubierta con el mismo gorro, un pantalón de sudadera negro descolorido y unos
guantes de lana azul oscura. ¿Y cómo hiciste para salirte, Boti marica?, gritó
desde lejos el Negro, ¿emborrachaste a tu mamá o qué? Botilín se río y dejó de
rebotar el balón. No, Negrito, hice la típica, le eché seguro a mi cuarto y me
salí con cuidado por la ventana. ¿Y no rompiste el techo?, preguntó burlón el
Negro, y soltó una risa estridente. No, Negro huevón, respondió Botilín
ofendido. No rompí ningún puto techo. Ayyy, se nos delicó el nené, pues, no te
sulfures, perrito, relájate. El Negro salió vestido con su camiseta de Francia,
la misma pantaloneta de lycra a punto de romperse que usaba desde los nueve
años, y los guayos As que le había regalado su padre en Navidad. Pura pinta de
gala, ¿no?, dijo Botilín, y se levantó de la silla. Apúrale que vamos tarde. El
Negro se encaminó hacia la puerta, y justo en el momento en que pasó junto a Botilín,
recibió un puño en el hombro izquierdo. Por montador, Negro marica. Botilín
sonreía mientras el Negro, aceptando la justa represalia, se frotaba hacia
arriba y hacia abajo el brazo golpeado. Vamos, pues, Botilito rabón.
Al llegar a la cancha se encontraron con Cauchola y con el
Jirafa, que esperaban sentados en una de las bancas del parque. ¿Hasta qué
horas, perritos?, dijo el Jirafa haciendo como si señalara un reloj en su
muñeca. Rótala, Gordo, gritó Cauchola, y Botilín lanzó fuerte el balón, con intenciones
de golpearlo. ¿Y el Mono qué?, preguntó el Jirafa con preocupación. ¿Viene o
no? Sí, Jirafita, no demora, dijo el Negro, estirando su pierna derecha,
rogando desde lo más profundo que ojalá así fuera. ¿Esos manes ya llegaron?,
preguntó. No, Negrito, todavía nada, dijo Cauchola, que se tiraba pases con el
Botilín y con el Jirafa, que ahora se incorporaba al calentamiento. ¿Y por qué
no fuiste a estudiar, Boti?, preguntó el Jirafa mientras hacía una veintiuna
fallida. No, parce, tenía una gripa, respondió Botilín, y sorbió mocos. Menos
mal era solo una, ¿no?, dijo Cauchola, y se rió, y todos se contagiaron de la
risa chillona del Jirafa. Es en serio perritos, intentó defenderse el Botilín,
que tampoco podía parar de reír. Pregúntenle al Negro y verán.
Jugaron al bobito un rato, primero el Negro en el centro,
después Botilín, luego el Negro de nuevo. Tras algunos minutos escucharon una
algarabía que cruzaba la puerta del parque. Llegaron, parceros, dijo Cauchola,
y como hipnotizados detuvieron el balón y se quedaron mirando. Están completos,
dijo Botilín, y el Mono nada que llega. Frescolas, Boti, dijo el Negro, el Mono
no nos deja morir. Pues yo no estaría tan seguro, dijo el Jirafa, la otra vez
nos dejó metidos por irse detrás de la Cindy. Los rivales seguían acercándose.
Conversaban animados, se reían, se daban calvazos. Ya viene, ya viene el
Monito, dijo el Negro intentando también convencerse a sí mismo. ¿Entonces qué,
chinos?, dijo el Tanque López, imponente desde su 1.50 de estatura. ¿Listos pa’
la revancha? Sizas, contestó Cauchola, lentamente, con seguridad. Ja, pero yo
no los veo completos, dijo con sorna el Radio Quintero. ¿Sí pueden jugar así?
Ya viene el Mono, todo bien, dijo el Negro. Bueno, igual no respondemos por
equipo, dijo Gómez, que siempre llevaba los cordones de los guayos
desamarrados. Sí, todo bien, dijo el Jirafa, y miró con brusquedad al Negro,
como presintiendo que el Mono no llegaría a tiempo. Bueno, la vaina es así,
empezó a decir el Tanque López, el que pierda paga empanada y gaseosa donde Don
Peter. A quince goles. Juguemos a diez, dijo el Negro, después no vemos nada y
fijo nos cantan goles falsos. ¿De qué habla, Negro desteñido?, dijo el Radio
Quintero rascándose la nariz. Bueno, bueno, a diez goles, dijo el Tanque López,
previendo una discusión interminable. De una, contestó el Negro, píntela nomás.
Les vamos es pero a pintar la cara, nenitos, dijo el Radio Quintero haciendo un
ademán con el dedo índice sobre el cachete. Juguemos a ver y no hablemos tanto,
dijo Botilín. Primero hay que cuadrar lo de la apuesta, dijo Gómez, mientras se
rascaba la cabeza. Sí, respaldó el Tanque López, nada de salir corriendo como
la vez pasada, y miró al Negro fijamente. ¿Cuáles, parce?, dijo el Negro,
sonrojándose, siempre les hemos pagado, los que se hacen los locos son ustedes.
Más les vale, chinos, dijo Gómez, igual les cobramos como sea, y como nunca
perdemos... Ja, todo bien, dijo Cauchola, entonces armemos las parejas.
El Jirafa quedó con el Radio, Botilín con el Tanque,
Cauchola con Gómez, el Negro con el Flaco Nuñez, viejo conocido suyo y de
Botilín pues había sido el arquero del equipo hasta el día en que se trasteó a
la Unidad B y dejó de hablarles, y el Mono, si llegaba, con Restrepo. Restrepo
era el más calidoso de los rivales, menudo, pelirrojo y crespo, de cabello
enmarañado, apodado Krusty por sus amigos. A pesar de ser del equipo contrario
era respetado por el Negro y los demás tanto por su talento como por su sentido
de la justicia, pues no le gustaba hacer trampa y siempre cobraba las jugadas
que eran. De no llegar el Mono, todos asumirían la deuda. ¿Empezamos o qué?,
preguntó el Radio a modo de presión. Cinco minuticos, que ya llega el Mono,
dijo el Negro, todo bien, y se fueron, cada uno de los grupos por su lado a
ajustar los últimos detalles del partido. Bueno, vamos a meterle toda, perros,
dijo el Negro con ese tono de capitán que siempre imponía antes de cada
partido. Ya saben, la soltamos rápido, fácil, no te pongas a amagar allá atrás
Boti que siempre te la gana Krusty, Cauchola sin miedo, ese Gómez es retronco y
palomero y no te querrás ganar otro patadón como el de la otra vez, y tú,
Jirafa, aprovecha ese salto que siempre ganas los centres. Y tú, glorioso capi,
a ver si aplicas lo que dices, dijo Cauchola, y todos se rieron a la par, con
ganas. Este Mono marica no llega, dijo el Jirafa, ya se está haciendo tarde.
Frescos, parceros, dijo el Negro, este partido lo sacamos porque lo sacamos.
Pasaron los cinco minutos y el Tanque se les acercó. No
respondemos por equipo, dijo, hagámosle de una. El Negro y los demás no
tuvieron más remedio que empezar. Se hicieron en el costado más terroso de la
cancha, Cauchola y el Jirafa se quitaron el saco y Botilín hizo el arco,
contando seis pasos de un saco a otro. No vayan a hacerlo más chiquito, ¿no?,
le gritó el Negro al Radio, y le pidió a Botilín que fuera a comprobar el
tamaño del improvisado arco de los rivales. Saquen ustedes, dijo el Tanque. Son
menos. El Negro tomó el balón entre sus manos, miró hacia la puerta del parque,
volteó la cabeza y observó uno a uno a sus amigos, todos con cara de
preocupación. Vamos con toda, perritos, gritó, y puso el balón en el centro de
esa cancha que tantos duelos había albergado.
El comienzo del partido no fue nada fácil. Krusty se sacaba
a todos, les hacía amagues, cuquitas, en algún momento lo único en lo que todos
pensaban era en bajarlo. Botilín, aprovechando su peso, le hizo frente y en una
jugada lo empujó descaradamente. Gordo rabón, lo increpó el Radio Quintero y
volteó a mirar al Tanque López, este man como no puede por las buenas le toca a
lo sucio. Tuvo la intención de frentearlo, pero el Tanque se interpuso, cobró
la falta rápido y le hizo un pase a Gómez que aprovechó la desconcentración.
1-0. No te pongas a pelear, Boti marica, concentradito más bien, dijo el Negro
mientras iba por el balón lejano detrás del arco, concentradito, parcero. De
nuevo sacaron, esta vez el Negro desbordó por la punta izquierda sacándose a
Gómez y luego al Tanque, vio al Jirafa y centró, el Jirafa no llegó al balón y
por detrás venía corriendo Botilín trabajosamente, con intenciones de patear,
pero nunca llegó y dejó descubierta la defensa, Boti huevón, no hay marca
atrás, el balón lo ganó el Radio y lo tiró arriba a Krusty que esperaba anclado
en las cinco con cincuenta, y solo tuvo que pararla como él sabía y patear duro
abajo, a la derecha de Cauchola. 2-0.
¡Bajen, maricas!, gritó Cauchola, molesto por no haber
podido hacer nada frente a Krusty, si somos solo cuatro hay que marcar bien o
quedarnos atrás, huevones, Botilín regresaba cabizbajo, con lentitud, pálido,
estoy paila parceros, no creo que pueda terminar el partido, y sorbió mocos y
escupió una plasta de flema verde, el Negro se acercó y le dio tres cachetadas
cariñosas, deja de huevoniar, Botilín, vamos p’arriba, vamos p’arriba
maricones. El Jirafa le quitó el balón de las manos a Cauchola y lo puso en el
centro de la cancha. Con un ademán le indicó al Negro que se acercara para
sacar. El Negro le hizo un pase a Botilín, que estaba muy mal parado y alcanzó
a llegar por el balón pero con dificultad, Gómez se acercó a marcarlo, Botilín
intentó hacerle un amague que no resultó, se cayó al piso, el balón quedó
rodando sin dueño, Gómez fue tras él, dominándolo torpemente, y al ver a
Cauchola salir como un caballo desbocado, punteó el balón. 3-0.
¡Golazo!, gritó provocador el Radio y se fue a abrazar a
Gómez, que celebraba con euforia. ¿Qué te pasa, Gordo marica?, dijo bruscamente
el Negro. Botilín, levantándose con dificultad, lo miró mal, Negro imbécil, me
echas un pase re paila y ahora la culpa es mía, tienes huevo. El Negro se quedó
parado junto al arco con los brazos cruzados, pa’ qué te pones a amagar ahí, lo
habíamos hablado. El Jirafa, con rostro severo, se acercó a ellos, bueno, ¡ya!,
dejemos de joder pues y organicémonos porque si no nos van es a golear.
Cauchola regresaba con el balón, sí perros, dejemos la huevonada, si vamos a
perder pues perdemos, pero como hombres.
Durante diez minutos lograron mantener el marcador, aunque
sin conseguir el descuento. Krusty seguía haciendo de las suyas, el Radio no
paraba de provocarlos, de cantar faltas inexistentes, de insultar a Botilín y
al Negro. El Tanque, por su parte, estaba inspirado, las ganaba todas, parecía
adivinar siempre la intención del Jirafa, anticipaba las jugadas como todo un
profesional. El Flaco Núñez bien habría podido irse a su casa. Su único asedio,
el aburrimiento. Su único peligro, quedarse dormido. El Negro intentaba hacer
algo, juntarse con Jirafa para generar alguna oportunidad de gol, gritar con
ganas para motivar a sus amigos que parecían no creer en la posibilidad de
remontar, sacar alguna jugada maestra y hacerse un gol de otro partido. Pero
nada. El partido entró en un sopor que solo logró romperse cuando el Radio,
buscando despejar un ataque fallido del Jirafa, pateó durísimo hacia adelante
con tan buena suerte que el balón desvió su trayectoria por un bache en el
campo y dejó a Cauchola sin el más mínimo chance de reaccionar. 4-0.
¿Acabamos el calentamiento aquí, o qué?, dijo el Radio, y
se echó a reír apoyado por Gómez y el Flaco. El Negro estuvo a punto de
encararlo, la frustración lo embargaba y no podía soportar más las burlas.
Botilín se interpuso. No seas huevón, Negro, tú haces lo mismo siempre que
vamos arriba. A este paso nos van a blanquear, perritos, dijo Cauchola,
enjugándose el sudor del rostro con la manga del saco. ¿Y entonces qué?, dijo
el Jirafa, visiblemente molesto. ¿Dejamos así? Tan marica, dijo Cauchola, que
nos goleen pero sin llorar. Vamos arriba con toda, perritos, hasta las últimas
consecuencias.
Hubo algunos minutos de toque intrascendente, el Negro
llegaba hasta tres cuartos de cancha y por física impotencia devolvía el balón
hacia su arco, a Botilín o a Cauchola, anhelando que quizá ellos pudieran
superar la muralla que el Radio y el Tanque habían levantado. Ese Mono nos
jodió, Negro, dijo el Jirafa, triste. Por poco les empacan el 5-0 cuando, por
intentar hacer un globito, el Jirafa había perdido el balón con el Tanque y
éste, vislumbrando el pique que Gómez se pegaba, lanzó un pase al vacío que
sobró a Botilín. Gómez alcanzó el balón pero se enredó con los cordones de los
guayos, trastabilló y pateó el balón hacia cualquier lado, con tan mala
puntería que el balón golpeó en la rodilla a Cauchola, que había salido a
achicar, y se desvió hacia la esquina.
Esta vez fue Botilín por el balón, escurriendo mocos, y
mientras regresaba al campo, como si en una batalla llegaran los refuerzos de
un ejército a punto de ser derrotado, se limpió la cara con la mano y estalló
en un grito emocionado. ¡El Mono! ¡El Mono, perros! Ahí venía, trotando, con
ese pantalón grande que lo hacía ver más bajito de lo que era, con la camiseta
que usó la Selección Colombia en Italia 90, con el pelo largo, desordenado,
moviéndose al vaivén de la carrera. El Negro no pudo esconder la emoción que
sentía, ¿viste Jirafín?, yo te dije que el Mono no nos iba a dejar morir.
¿Cuánto vamos?, preguntó el Mono apenas llegó al arco y saludó a sus amigos.
Vamos por cuatro abajo, perrito, dijo el Jirafa con desánimo, a ver si te
apuras más. Parceros, lo siento, dijo el Mono, mi abuelita me acaba de contar. ¿Y
tú dónde andabas, Mono huevón?, preguntó el Jirafa, mirándolo con seriedad.
Después les cuento, parces, dijo el Mono, y sonrió con malicia. Bueno, bueno,
pero ánimo, ¡ahora sí, perritos!, gritó el Negro, recobrando el ímpetu que
había mostrado antes de iniciar el partido, ¡vamos a sacar esta mierda
adelante!
Y como siempre, el Mono hizo magia. El Tanque cobró el tiro
de esquina y el Mono, mucho más bajo de estatura que el Radio, le ganó el
cabezazo y salió disparado hacia adelante, como un tren, imparable, acompañado
por el Negro y por el Jirafa que se abrieron por las bandas, ¡tócala, perrito!,
gritaba el Jirafa, que recibió un pase preciso al pie derecho pero no logró
rematar bien. ¡Vamos, Jirafín!, dijo el Negro, hay que empezar a cobrarlas,
parce. El Tanque se desconectó, empezó a perder el balón fácilmente, a pelear
con el Radio que no desaprovechaba oportunidad alguna de protestar y de echarle
la culpa de sus errores a los demás. Qué estás haciendo, Tanque, suéltala más
rápido. Krusty, hermano, ¿se te descargó la pila o qué? Gómez huevón, ¿no me
viste ahí en posición de remate? Krusty parecía un fantasma en medio de la
cancha, silencioso, perdido en un abismo de impotencia, y Gómez, cada que la
agarraba, hacía una torpeza y le dejaba el balón a Botilín o a Cauchola.
Desde abajo, Botilín gritaba y organizaba a sus compañeros,
contagiado por la emoción que mostraba el Negro, ¡Jirafa, a tu izquierda!, ¡ahí
está el Negrito!, ¡Negro marica, suéltala más rápido, maricón!, ¡ahí tienes
atrás al Monito!, ¡eso, Mono, qué grande!, ¡remata de una, Mono huevón! Y el
tiro, potente, a media altura, pasó por el costado del Tanque y dejó al Flaco
atornillado en la mitad de su arco. 4-1. ¡Buena esa, perros!, gritó Botilín y
abrazó a Cauchola. ¡Qué pepo!
El partido se puso áspero. El Radio golpeó un par de veces
al Mono en los tobillos, fingiendo torpeza y falta de distancia, qué pena,
chino, me sobró el balón, el Mono no se amedrentó y, callado, con esa
tranquilidad que siempre mostraba, ponía al Negro y al Jirafa a jugar y a
correr. El Negro metió dos centres igualitos, a buena altura, que el Jirafa no
supo capitalizar, en uno gracias al codazo disimulado que le tiró el Tanque.
Después dices que los haces solito, ¿no, Jirafín?, dijo el Negro, y sonrío. En
una de esas, Botilín recuperó un balón en media cancha, se la filtró al Mono,
que se sacó al Tanque de cuquita, hizo un amague rápido hacia la izquierda y le
puso el balón al Jirafa, que no tuvo más que tirarlo a la derecha del Flaco,
hacia todo el palo. 4-2. ¡Este man ya prendió la moto!, dijo el Negro
efusivamente, y todos se abrazaron en un tumulto caótico y feliz.
Mientras celebraban, el otro equipo se reunió brevemente,
se oyeron murmullos y luego un grito del Radio, ¿nos vamos a dejar joder de
estos nenitos o qué, maricones?, Krusty tomó el balón en sus manos y se fue con
Gómez al centro de la cancha, salieron tocándola, y Krusty, como si se hubiera
despertado de su letargo, empezó a correr y a amagar y a amarrar la pelota como
sólo él sabía hacer, se quitó de encima al Mono y luego al Negro, que siempre
abría mucho las piernas cuando marcaba y se ganó su túnel, Botilín le intentó
hacer cuerpo pero de alguna manera Krusty se las arregló para que siguiera de
largo, y en el momento menos esperado, lanzó un tirazo que Cauchola, haciendo
honor a su apodo, sacó como pudo.
El Negro y sus amigos ganaban terreno, tocaban rápido, con
precisión, exasperaban al Tanque y al Radio que se hacían un ocho allá atrás
marcándolos, el Flaco Nuñez intentaba organizarlos pero la confusión era tan
grande que poco pudo hacer, el Mono puso una, dos, tres opciones de gol
claritas que el Negro y el Jirafa desaprovecharon, y la última, el Flaco, muy
bien parado, pudo sacar a la esquina. ¡A ver pues, Krusty, a marcar, si no
estás haciendo nada allá arriba!, gritó colérico el Radio, todavía vamos
ganando, no podemos dejarnos empatar. El Negro, con un gesto de la boca que
tenía ensayado, le indicó al Jirafa que se la iba a poner justo detrás del
Tanque, que pretendía marcarlo, y con precisión de geómetra le dio al balón la
inclinación perfecta para que el Jirafa saltara y cabeceara duro, por debajo
del brazo izquierdo del Flaco. 4-3.
El Negro y el Mono abrazaron con fuerza al Jirafa. Qué
golazo, Jirafín, dijo el Mono. Ya los tenemos ahí, parces, gritó el Negro,
vamos a aprovechar. El Radio y el Tanque discutían. Krusty, callado, miraba
hacia el piso y levantaba una polvareda con su guayo, ¿qué nos pasa, mijos?,
¿nos creímos ganadores?, dijo el Tanque ofuscado, a levantarnos pues,
maricones. El Tanque agarró el balón con su manaza y desde el centro de la
cancha pateó duro al arco de Cauchola, que estaba desprevenido y alcanzó a reaccionar
estirándose, pero dejó el balón ahí nomás, y el rebote, que no fue despejado ni
por Botilín ni por el Negro, que todavía celebraban el gol del Jirafa, le quedó
a Gómez, que había salido a correr apenas vio al Tanque acomodar el balón, y
sin mucho esfuerzo, con el arco a su completa disposición, dio un toque sutil
que se adentró en el arco en cámara lenta. 5-3.
¡A qué jugamos, perros!, gritó Cauchola desde el piso, rojo
de la rabia. No podemos desconcentrarnos así, todavía no hemos ganado nada,
jueputa. Gómez fue por el balón y lo puso en el centro del campo, no más
ventajas, parceros, le gritó a su equipo, y se paró en actitud defensiva junto
a Krusty. El Negro no podía salir de su asombro, y duraron atontados durante
algunos minutos en los que por fortuna no pasó nada. Tan sólo se escuchaba al
Radio dirigir a su equipo, eso Gómez, bien marcado, no la amarres tanto,
Krusty, que te van a cascar, Negro desteñido, no me sacas nunca.
Oscurecía. Cada vez se hacía más difícil seguir la pelota.
El Mono hacía lo que podía, el Jirafa no paraba de correr detrás del Radio o
del Tanque, buscando quitarles el balón, el Negro mandó un par de pases
rastreros que el Flaco controló sin problemas. Krusty enfrió el partido,
poniendo el balón a rodar por toda la cancha y dejando mano a mano en dos
ocasiones a Gómez, que no pudo resolver ninguna. Hasta que el Negro, molesto
por un empujón del Tanque, adelantó un poco el balón y pateó hacia la derecha
del Flaco, que estaba mal parado. 5-4.
Y lo que parecía imposible, poco a poco empezó a tomar
forma. Todos, motivados por el gol del Negro, tomaron un segundo aire y se
conectaron, les salían todas, ganaban todos los balones, adivinaban todos los
pases. Botilín se multiplicó allá atrás, corriendo como nunca, la gripa ya
olvidada en un lejano pasado, Cauchola seguro en el arco dando órdenes, con
calma Monito, el Negro está ahí atrás, ¡ole, Tanque!, ¡ole, Radio!, el Mono
amagando y amagando, el Negro finito en los pases, el Jirafa definiendo bien
pero el Flaco se había crecido en su arco. A marcar con ganas, Radio, Tanque,
dijo el Flaco, no todo puedo hacerlo yo solo. Y en un tiro de esquina, el Mono,
a lo Pibe Valderrama, le hizo un pase al Negro que se había parado frente a él,
y sin pensarlo dos veces se la pidió de nuevo, el balón rodó perfecto para un
tiro rasante que el Mono impactó como los mejores. 5-5. Gritaron, se abrazaron,
se tiraron al piso en una montonera asfixiante, todos cantando el gol como si
de eso hubiera dependido vivir o morir, qué grande, Mono, qué crack, el Flacucho
ese no la ve ni en repetición, vamos a ganar esto, perritos, qué golazo, Dios
mío.
El Tanque y sus amigos se pusieron serios. Nunca esperaron
esa impresionante reacción de un equipo al que daban por muerto hacía tan solo media
hora. Se reunieron en un círculo sobre su arco, hablando en voz baja. No iban a
darse por vencidos. El partido aún no había terminado. Y a la euforia por el
empate siguió un dominio casi absoluto del balón por parte del Tanque y de
Krusty que no perdía una. El Negro, el Jirafa y el Mono corrían desesperados
detrás de la pelota que se había hecho esquiva, inalcanzable, cada vez más
exhaustos, con el desgaste del empate pesándoles en los huesos. Diez minutos
duraron empatados, y en una jugada que se inventó Krusty, dejando en el camino
primero al Negro y luego a Botilín, que se veía lento, pasmado, quedó frente a
frente con Cauchola, mandó la pierna izquierda hacia afuera y rápidamente giró
hacia la derecha, Cauchola en el piso, sin posibilidad de reaccionar, y solo
tuvo que empujarla para matar la ilusión de una remontada histórica. 6-5.
Desde ahí, el partido fue otro. Botilín daba nuevas muestras
de gripa, escupía, jadeaba y sorbía mocos con frecuencia, el Negro había dejado
de hablar y se veía desconcentrado, el Jirafa ya no corría como antes,
desmotivado por el sexto gol del contrincante, el Mono la perdía fácil, como si
la energía se le hubiera acabado con el empate transitorio. Y en una de esas
jugadas fallidas del Mono, el Radio la ganó y se la pasó a Krusty que, de
globito, le elevó el balón a Gómez para que cabeceara, y Cauchola, contagiado
por el desgano generalizado de su equipo, se quedó quieto en su arco y no hizo
nada para cortar el centro. 7-5.
El desespero se adueñó del Negro y sus amigos. Ya no doy
más perritos, dijo el Botilín, y se tiró al piso y ahí se quedó durante varios
minutos. Los otros, en la cancha, peleaban por todo. Negro marica, suéltala
pues, recriminaba el Jirafa. Despiértate ya, Mono huevón, increpaba el Negro, a
ver Botilín deja ya la maricada y pa’ dentro, Cauchola regañaba a todo el
mundo, y el Radio se reía y aprovechaba el momento para sumirlos aún más en la
confusión. Estos nenitos no tienen nada, parces, decía con sorna, nos ganamos
facilito esa empanada. En la defensa, el Tanque y el Radio habían retomado
nuevamente el control, hacían faltas indiscriminadas y ganaban arriba y abajo,
recios, seguros. Botilín tomó fuerzas y entró de nuevo a la cancha, pero parecía
loco, había perdido toda noción de orden, se iba para adelante y dejaba a
Cauchola allá atrás solo, sin escuchar las recriminaciones de los demás. El
Negro ganó la banda, se sacó al Tanque dos veces y centró el balón al Jirafa
que estaba solo frente al arco, pero Botilín, desesperado, se atravesó y desvió
el balón hacia atrás, dejando a Krusty y a Gómez solos en posición de ataque, a
años luz de distancia, y Cauchola quedó, presa fácil, a merced de los amagues
de Krusty y de la buena puntería de Gómez. 8-5.
El gol los sumió en la oscuridad de las seis de la tarde.
Gordo huevón, recriminó el Negro, ¿qué estabas haciendo allá arriba?, ¿quieres
defender en el otro equipo o qué?, Botilín, exhausto y tirado en la cancha, no
decía nada, el Negro seguía la cantaleta y en una de esas Botilín se levantó y
lo empujó, Negro marica, no das un pase bueno hace dos horas y sí jodes a todo
el mundo, el Jirafa ya ni decía nada, Cauchola, impotente, mandó un par de
puños contra el piso, Botilín y el Negro seguían discutiendo, mejor te hubieras
quedado con tu mami jugando a las muñecas, niñita, va a tocar conseguirse un
balón para no tener que volverte a llamar, y el Radio y el Tanque no podían de
la risa escuchándolos, ¡pelea de novias!, ¡dense un pico ya, pues!, y
estallaban en carcajadas.
El Mono fue por el balón, intentando imprimirle algo de
ritmo al partido, pero ya no hubo tiempo para más. Mientras el Negro y Botilín
proseguían la discusión, una sombra rápida y furtiva como un gato cruzó por la
entrada del parque, Diego Fernando, chino vergajo, usted sí qué cosita, ¡eh!,
Dios mío. La madre del Negro, vociferando, entró a la cancha ante la mirada
estupefacta de sus amigos y las risas apagadas del Tanque. ¿No le dije que
juicioso en la casa, culicagado? ¿No le dije que no más fútbol, ah? Botilín,
boquiabierto, agarró el balón y dio dos pasos hacia atrás, intentando evitar la
mirada asesina de la señora. El Mono no sabía dónde meterse y se escondió detrás
de Cauchola, que observaba con total asombro cómo la madre del Negro lo agarraba
de la camisa y lo sacaba de la cancha casi arrastrado por en medio de los dos
equipos. Me va a oír, chino berraco, me va a oír. El Jirafa no sabía si burlarse
o echarse a la pena, la señora empujaba al Negro mientras éste protestaba
inútilmente, mamá, mamá, por favor, déjeme acabar el partido, por favor, el
Radio empezó a reírse con estruendo, seguido por todos los de su equipo, Negro
desteñido, hijo de mami, ¡no se te olvide pagarnos la empanada!, y el Negro
supo al instante que no había nada que hacer, que tendrían que pagar la apuesta
sin dar la última batalla, que el Radio no demoraría en inventarle un apodo de
esos que manchan la adolescencia entera, y pensó que así seguramente se había
sentido Roberto Baggio en la final del 94, humillado, desolado por dejar
tirados a sus compañeros en el momento crucial. Desde la salida del parque echó
una última mirada a la cancha y vio al Mono, a Botilín, al Jirafa y a Cauchola
cabizbajos, absolutamente derrotados ante las carcajadas interminables de los
rivales.