El ruido de sus zapatos sobre el asfalto, repetitivo, constante, cada
vez más fuerte. Detrás, a una distancia no muy amplia, dos sombras nebulosas
corren con paso regular como el de la milicia, acechándolo con sus miradas
penetrantes e impenetrables. Su pulso es cada vez más frenético. Su corazón
late con fuerza, a punto de explotar en mil pedazos; se siente desfallecer pero
no se detiene, obligado por sus piernas a seguir adelante, hacia el anhelado escape.
Intenta descifrar a sus repentinos verdugos, misteriosas parcas de gabán y
sombrero y guantes negros cuyos ojos refulgen a la luz de la luna creciente, pero
la respuesta se escabulle. No sabe de dónde vienen, ni de quién reciben órdenes,
ni por qué lo quieren muerto. Y mientras corre, huyendo de la fatalidad que lo
ha arrinconado, comprueba eso que tantas veces escuchó decir, escéptico: que
ante la proximidad de la muerte la vida entera pasa por la cabeza como un hilo
infinito, y recuerda escenas olvidadas de su infancia, su padre ofreciéndole un
camioncito de regalo, su primera bicicleta, Melissa la niña más inteligente del
segundo grado y su olor a mandarina, las botas sucias luego de jugar en el
parque, la torta de canela preparada por su tía en sus cumpleaños, recuerdos
que se confunden con los postes de luz erguidos a sus lados, algo borrosos por
la incertidumbre y el vértigo. Siente miedo. La calle está desierta. Los
interminables postes no señalan más que un camino opaco y desolador, no sabe
dónde está pero eso ya no tiene importancia, pues lo único en lo que piensa
ahora es en encontrar una salida.
No puede decidir si el fragor de aquel disparo es una ilusión causada
por el frenesí de la huida o si en efecto lo han dirigido a su cuerpo. No tiene
derecho a titubear, cualquier error podría condenarlo a la crueldad de sus
verdugos. Mueve su pierna izquierda con dificultad. Siente un ardor intenso en
su pantorrilla y como un escurrir de sangre, pero no disminuye el paso. Sólo
tiene ojos y piernas para buscar un recodo por el cual escabullirse. ¿Quién se hará
cargo de su madre?
Ve al lado izquierdo del callejón una barda en mal estado por la cual
podría caber. Es una maniobra arriesgada, debe agazaparse y perderá cierta
ventaja con las implacables sombras que aún siguen tras él sin inmutarse, sin
dejar su intimidante figura. Acelera el paso. Siente otro disparo que al
parecer no lo impacta. Se lanza al suelo pero no prevé el alambre de púas
oculto en el pasto, sus ropas se rasgan y un fino ardor cosquillea en sus
brazos y muslos. Se siente pesado. Se pone en pie y arroja lejos el saco
desgarrado. De repente se encuentra en medio de una inmensa plantación, parece
estar rodeado de girasoles pero no puede afirmarlo bajo el apremio, la asfixia y
la tenue luz de la luna creciente, es al fin y al cabo un cultivo de enormes
plantas tupidas que lo esconden y le dan a su huida un poco de esperanza. En su
mente, otra escena de su infancia. Un viaje con sus padres y su hermana, juegan
a encontrarse entre los girasoles que despuntan en la calidez de la primavera,
tropieza torpemente, sus rodillas sangran un poco y su hermana ríe con malicia,
como ahora hacen, algunos pasos atrás, los perseguidores.
La huída continúa, y bajo el estrépito de los disparos al aire y de las
injurias de las sombras, “¡Alto! ¡Detente, escoria! ¡No nos obligues a
acribillarte como a un perro!”, pum, “malnacido”, pum, pum, intenta reconstruir
los hechos que lo han llevado a aquel cultivo enorme por el que serpentea para
evadir su destino. La obsesión por un cigarrillo a las afueras de un bar; un
tufillo de vodka rodeando su boca; la desconfianza que despertaron en él
aquellas dos sombras sentadas dentro de un lujoso auto en la acera del frente y
sus miradas como sin párpados hacia la puerta del bar; la demanda de un fósforo
a un desconocido bajo la pálida luz de una lámpara colgada en una esquina; la
torva mirada del hombre a quien acudió, del todo afín al lugar en el que se
embriagaba; el repentino deseo de quitarse el sombrero y de sentir sobre su
rojo pelo la brisa, fría y suave, de la noche; el sobresalto de las sombras,
apresurándose a salir del coche y gritar, con desgarrada voz: “Reddy,
desgraciado, a ti te estábamos buscando, pequeño hijo de puta miserable” (¿lo
estaban llamando Reddy?) seguida de un disparo que hirió de muerte al hombre
del fósforo y lo arrojó al suelo mientras lanzaba un quejido; dos disparos más
que rozaron su hombro y su rostro, lo obligaron a darse a la fuga y no le
dieron chance de ofrecer ni pedir explicaciones (¿por qué demonios le decían
Reddy?); y el terror, la impotencia, la angustia.
Poco puede comprender, y sin embargo sigue corriendo durante largos
minutos a través de la gigantesca plantación. A pesar de la oscuridad y el
cultivo que lo refugian aún puede sentir tras de sí las tormentosas presencias.
Su esperanza de perderlas se ha ido transformando poco a poco en una inmensa tristeza.
No ha avanzado lo más mínimo en su huida, las sombras se mantienen tan firmes
como al comienzo y su cuerpo cada vez responde menos a las exigencias de la
fuga. Es evidente que pronto dejará de hacerlo: se desplomará sobre la tierra. Por
un momento piensa en la hermosa Marge, consternada y sola en el bar, pidiendo
explicaciones a todo el que se cruce en su camino. ¡Tantos encuentros en que
pudo haberle dicho que la amaba! Lo asalta la sensación del fracaso. Ya no
quiere seguir pero tampoco caer en manos de las sombras, algo así como un
orgullo ante la muerte se lo impide, y se deja llevar por la inercia, hastiado
ya del sudor y del cansancio.
Y al fin puede vislumbrar enfrente suyo que el terreno se inclina
levemente hacia abajo y que más adelante el cultivo empieza a disminuir hasta
hacerse yermo y desaparecer. Bajo la luz de la luna creciente alcanza a ver el
final del campo y comprende que no tiene escapatoria alguna. Tan sólo un
hermoso horizonte, intrincadas nubes sobre un fondo negro-azul, una sonrisa en
su rostro y la certeza de que el mundo es bello y fatal. “No desfallezcas,
Reddy Schmidt, perro malnacido, no desfallezcas, ya pronto dejarás de escapar y
serás libre”, grita una de las sombras, desafiante, y ambas sueltan un enjambre
de carcajadas que ya no pueden lastimarlo. El roce de sus cuerpos contra las
ramas de las plantas apaga el silencio.
De repente el panorama se hace claro y aparece ante sus ojos un colosal
abismo. No se detiene, avanza con paso firme, constante, cada vez más rápido
hacia adelante.