domingo, 18 de marzo de 2012

La persecución


       El ruido de sus zapatos sobre el asfalto, repetitivo, constante, cada vez más fuerte. Detrás, a una distancia no muy amplia, dos sombras nebulosas corren con paso regular como el de la milicia, acechándolo con sus miradas penetrantes e impenetrables. Su pulso es cada vez más frenético. Su corazón late con fuerza, a punto de explotar en mil pedazos; se siente desfallecer pero no se detiene, obligado por sus piernas a seguir adelante, hacia el anhelado escape. Intenta descifrar a sus repentinos verdugos, misteriosas parcas de gabán y sombrero y guantes negros cuyos ojos refulgen a la luz de la luna creciente, pero la respuesta se escabulle. No sabe de dónde vienen, ni de quién reciben órdenes, ni por qué lo quieren muerto. Y mientras corre, huyendo de la fatalidad que lo ha arrinconado, comprueba eso que tantas veces escuchó decir, escéptico: que ante la proximidad de la muerte la vida entera pasa por la cabeza como un hilo infinito, y recuerda escenas olvidadas de su infancia, su padre ofreciéndole un camioncito de regalo, su primera bicicleta, Melissa la niña más inteligente del segundo grado y su olor a mandarina, las botas sucias luego de jugar en el parque, la torta de canela preparada por su tía en sus cumpleaños, recuerdos que se confunden con los postes de luz erguidos a sus lados, algo borrosos por la incertidumbre y el vértigo. Siente miedo. La calle está desierta. Los interminables postes no señalan más que un camino opaco y desolador, no sabe dónde está pero eso ya no tiene importancia, pues lo único en lo que piensa ahora es en encontrar una salida.

No puede decidir si el fragor de aquel disparo es una ilusión causada por el frenesí de la huida o si en efecto lo han dirigido a su cuerpo. No tiene derecho a titubear, cualquier error podría condenarlo a la crueldad de sus verdugos. Mueve su pierna izquierda con dificultad. Siente un ardor intenso en su pantorrilla y como un escurrir de sangre, pero no disminuye el paso. Sólo tiene ojos y piernas para buscar un recodo por el cual escabullirse. ¿Quién se hará cargo de su madre?

Ve al lado izquierdo del callejón una barda en mal estado por la cual podría caber. Es una maniobra arriesgada, debe agazaparse y perderá cierta ventaja con las implacables sombras que aún siguen tras él sin inmutarse, sin dejar su intimidante figura. Acelera el paso. Siente otro disparo que al parecer no lo impacta. Se lanza al suelo pero no prevé el alambre de púas oculto en el pasto, sus ropas se rasgan y un fino ardor cosquillea en sus brazos y muslos. Se siente pesado. Se pone en pie y arroja lejos el saco desgarrado. De repente se encuentra en medio de una inmensa plantación, parece estar rodeado de girasoles pero no puede afirmarlo bajo el apremio, la asfixia y la tenue luz de la luna creciente, es al fin y al cabo un cultivo de enormes plantas tupidas que lo esconden y le dan a su huida un poco de esperanza. En su mente, otra escena de su infancia. Un viaje con sus padres y su hermana, juegan a encontrarse entre los girasoles que despuntan en la calidez de la primavera, tropieza torpemente, sus rodillas sangran un poco y su hermana ríe con malicia, como ahora hacen, algunos pasos atrás, los perseguidores.

La huída continúa, y bajo el estrépito de los disparos al aire y de las injurias de las sombras, “¡Alto! ¡Detente, escoria! ¡No nos obligues a acribillarte como a un perro!”, pum, “malnacido”, pum, pum, intenta reconstruir los hechos que lo han llevado a aquel cultivo enorme por el que serpentea para evadir su destino. La obsesión por un cigarrillo a las afueras de un bar; un tufillo de vodka rodeando su boca; la desconfianza que despertaron en él aquellas dos sombras sentadas dentro de un lujoso auto en la acera del frente y sus miradas como sin párpados hacia la puerta del bar; la demanda de un fósforo a un desconocido bajo la pálida luz de una lámpara colgada en una esquina; la torva mirada del hombre a quien acudió, del todo afín al lugar en el que se embriagaba; el repentino deseo de quitarse el sombrero y de sentir sobre su rojo pelo la brisa, fría y suave, de la noche; el sobresalto de las sombras, apresurándose a salir del coche y gritar, con desgarrada voz: “Reddy, desgraciado, a ti te estábamos buscando, pequeño hijo de puta miserable” (¿lo estaban llamando Reddy?) seguida de un disparo que hirió de muerte al hombre del fósforo y lo arrojó al suelo mientras lanzaba un quejido; dos disparos más que rozaron su hombro y su rostro, lo obligaron a darse a la fuga y no le dieron chance de ofrecer ni pedir explicaciones (¿por qué demonios le decían Reddy?); y el terror, la impotencia, la angustia.

Poco puede comprender, y sin embargo sigue corriendo durante largos minutos a través de la gigantesca plantación. A pesar de la oscuridad y el cultivo que lo refugian aún puede sentir tras de sí las tormentosas presencias. Su esperanza de perderlas se ha ido transformando poco a poco en una inmensa tristeza. No ha avanzado lo más mínimo en su huida, las sombras se mantienen tan firmes como al comienzo y su cuerpo cada vez responde menos a las exigencias de la fuga. Es evidente que pronto dejará de hacerlo: se desplomará sobre la tierra. Por un momento piensa en la hermosa Marge, consternada y sola en el bar, pidiendo explicaciones a todo el que se cruce en su camino. ¡Tantos encuentros en que pudo haberle dicho que la amaba! Lo asalta la sensación del fracaso. Ya no quiere seguir pero tampoco caer en manos de las sombras, algo así como un orgullo ante la muerte se lo impide, y se deja llevar por la inercia, hastiado ya del sudor y del cansancio.

Y al fin puede vislumbrar enfrente suyo que el terreno se inclina levemente hacia abajo y que más adelante el cultivo empieza a disminuir hasta hacerse yermo y desaparecer. Bajo la luz de la luna creciente alcanza a ver el final del campo y comprende que no tiene escapatoria alguna. Tan sólo un hermoso horizonte, intrincadas nubes sobre un fondo negro-azul, una sonrisa en su rostro y la certeza de que el mundo es bello y fatal. “No desfallezcas, Reddy Schmidt, perro malnacido, no desfallezcas, ya pronto dejarás de escapar y serás libre”, grita una de las sombras, desafiante, y ambas sueltan un enjambre de carcajadas que ya no pueden lastimarlo. El roce de sus cuerpos contra las ramas de las plantas apaga el silencio.

De repente el panorama se hace claro y aparece ante sus ojos un colosal abismo. No se detiene, avanza con paso firme, constante, cada vez más rápido hacia adelante.

domingo, 4 de marzo de 2012

Los Ejércitos - El descenso a los infiernos


Los Ejércitos
Evelio Rosero
Tusquets Editores, 2007


Los Ejércitos es un retrato crudo, fiel si se quiere, de la guerra de todos contra todos que se vive en Colombia, que aún padecen los sectores desamparados por el Estado que tienen que vérselas por sí mismos y que están a merced de los poderes del momento. La historia de siempre, la condena recurrente de estas tierras empapadas desde su origen en violencia, ambientada en un pueblo sometido a Erinnias desbocadas, sedientas de sangre y de venganza, renuentes a cualquier principio de justicia.
En la novela se encuentran ecos de esa historia de infortunios que es Colombia. Porque lo que tenía todo para ser un lugar idílico, bendecido por los dioses con abundancia y fertilidad, poco a poco se convierte en un infierno del que nadie saldrá incólume, ya sea porque la guerra dejará en su espíritu una huella de dolor marcada con fuego y sangre, ya porque morirá a manos de un verdugo impune. Junto a Ismael, el viejo profesor que parece encarnar el espíritu del pueblo, y de paso el de la patria, el lector va descendiendo al abismo, va despojándose de toda vitalidad, va sumiéndose en el más oscuro de los destinos sin poder hacer nada para evitarlo. Absolutamente nada.
Ismael pierde a Otilia, su esposa; pierde su memoria, sus amigos, sus goces terrenales; pierde su condición de hombre al transformarse paulatinamente en un salvaje que a duras penas balbuce; pierde a sus gatos, a su pueblo; pierde su cordura y su casa. Y en el proceso, su dignidad se va quebrando. Su alma se seca por dentro, se petrifica, se hace fardo insoportable. Al final de la historia ya no hay esperanza ni ganas de vivir, y lo único que Ismael desea es explotar a la par de una granada o recibir un tiro de gracia. La forma es lo de menos: lo que importa es que la muerte llegue misericordiosa a llevárselo pronto, que le sople los sufrimientos de la piel y lo hunda en un barranco en que la angustia no pueda perseguirlo más.
A veces es bueno incomodarse con el mundo. A veces es necesario sentir malestar en las tripas y despertar de la modorra en la que sin darnos cuenta permanecemos. Esta novela nos enfrenta a las cavernas del ser humano, nos muestra las honduras en las que cualquiera de nosotros podría caer en tiempos sin ley ni castigo. Con un estilo pulcro y estremecedor, casi escalofriante, Rosero nos susurra que en la otra esquina quizá no nos espera el paraíso.