martes, 2 de marzo de 2010

Lozana Hierba

A los dueños de su destino

En el escenario errante,
difuso,
que llamamos pensamiento
por comodidad y por pobreza,
pasan fugaces,
cual fantasmas,
las señales tristes de la muerte.

Un instante, eternidad robada,
en que la vida se convierte
en caos y oscuridad,
y en que vuela la sombra
de la parca y su guadaña
sobre el hombre,
ciñéndose sobre su marchito cuerpo.

Pero yo no soy mi cuerpo.
Esta sangre y estas venas
no me pertenecen.
Son tan mías como el aire
el agua
el silencio.

La muerte de mi cuerpo
no me pertenece
ni me destruye.
Solo me transforma.

Y pensar la muerte
en mi cuerpo, desde mi cuerpo,
me transforma en vida:
infinitos son
el Cielo y la Tierra.

Cuando logro vislumbrar
lo pequeño que yo soy
-una hebra en el desierto
del desierto que es la vida-
una sonrisa
se apodera de mis labios,
y un cálido aliento,
como un hada,
me ilumina por dentro.

Tal vez ser mortal
sea un juego de los dioses
cuyo premio, al vencedor,
no sea oro
ni sea gloria,
sino la inmortalidad.

¡Oh mórbidos mortales,
presas del olvido y la rutina!
¡Cuán poco conocéis
las profundidades de vuestra alma!

Si pudierais despojarte
por un instante
de la máscara,
del fino velo
que yace sobre tus ojos,
y aún dormitarais sobre tus odios
y tu miseria,
la luz se haría tu enemiga
y veríais solo trazos,
trazos hirientes
para tu mirada enceguecida.

Pero si habéis comprendido
el secreto juego de los dioses
que nos juzgan
y observan desde las alturas,
te embriagaréis
con la dulce y lozana hierba
de la inmortalidad.

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