martes, 27 de agosto de 2013

Dualidad

“-Una buena parte del mundo va naciendo y otra buena parte muriendo, y todos sabemos que todos tenemos que vivir o todos morir: en esto no hay término medio.”
Roberto Bolaño, primer manifiesto infrarrealista

No hay sino una única verdad, absoluta, contundente, irrefutable: nacemos y morimos. Ni la existencia de Dios, ni la realidad del mundo tal y como lo vemos y experimentamos pueden considerarse irrefutables. Tampoco la convicción de que el Big Bang en efecto ocurrió tal y como lo describen los físicos (quienes navegan a tientas entre especulaciones y luces borrosas, entre imágenes de telescopios poderosísimos pero en últimas producto de la imperfecta industria humana). Como hombres, nuestra única verdad y nuestro único consuelo es ese: nacemos y morimos.

En nuestra existencia consciente no hay más límites concretos que esos dos puntos definitivos. Hemos nacido en un lugar y momento específicos del que la mayoría tenemos noticias por nuestros padres o por alguien mayor que nosotros. Aunque bien es cierto que miles de personas en el mundo desconocen su origen, ya sea por abandono, por engaño o por obra de tiranías, sobre el hecho mismo de que todos y cada uno de los habitantes de este planeta hemos nacido no cabe la menor duda. Hemos nacido. Eso es incuestionable.

Con la muerte solo hay incertidumbre. Sabemos que es una realidad, algo así como una guillotina que pende sobre nuestro cuello permanentemente y que no sabemos nunca en qué momento nos cercenará la cabeza. Con mucha frecuencia, quizás, nos olvidamos de esa carga sobre nosotros. Nos sumergimos tanto en el flujo cotidiano, en el afán consumista, en el vivir desentendido, que por momentos nos sentimos inmortales. Otras veces, empujados por la fatalidad, la evidencia de la muerte se nos hace tan urgente que su sombra nos atormenta incluso en el sueño. Pero seamos indiferentes a ella o estemos sometidos a la psicosis, la muerte es un fardo que cargamos desde el momento mismo de nuestro alumbramiento y que mientras estemos vivos, nunca, querámoslo o no, podremos quitarnos de encima.

Los griegos (ese pueblo trágico, por lo mismo extremadamente creativo) creían que la existencia toda era una condena a la muerte. Que desde el momento mismo de nuestra concepción ya estábamos muriendo. Sócrates, uno de los más lúcidos de ellos, fue aún más allá, y estableció que la vida misma no era nada más que una preparación para una buena muerte: nada de lo que hacemos en vida tiene sentido si no está dirigido a aceptar y a asumir de la mejor manera nuestra partida.

No poca razón tenían. Pues tan solo en un aspecto fisiológico, es evidente que nuestro cuerpo a partir de cierta edad, en la cual todas sus funciones alcanzan su plenitud, comienza a decaer inevitablemente. Y que nuestras facultades mentales (en particular la memoria) se ven seriamente afectadas con el tiempo. Y que cada día que pasa nos hacemos menos proclives al cambio y a la transformación, una manera de empezar a morir en vida.

Pero en algo se quedaron cortos. Porque aunque es cierto que parte de nosotros muere todo el tiempo, también obedecemos a fuerzas poderosas, creativas, fértiles, que nos obligan constantemente a reconstruirnos, a redescubrirnos, a incinerarnos. En una palabra, nos obligan a renacer.

Así que nos debatimos constantemente entre uno y otro punto; entre el punto fijo, inamovible, de nuestro nacimiento, y el punto siempre flotante e incierto de la muerte. Esos dos límites determinan nuestra existencia, y no es ilícito suponer que todo el tiempo nos movemos en repercusiones a pequeña escala de esos límites. Como el universo es dinámico, nosotros, sometidos a sus leyes, lo somos también. Por eso la diversidad de estados de ánimo, de emociones, de deseos. Por eso la inestabilidad de nuestros anhelos y de nuestras convicciones. Todos los días se mueren en nosotros aspectos que en otros tiempos y en otras circunstancias constituían la esencia misma de nuestras vidas, y se abren paso nuevas realidades. Cada mañana nacemos de nuevo. Cada noche morimos un poco. Cada mañana al bañarnos muere algo que ya no es nuestro. Cada noche al entrar en el mundo de los sueños algo a lo que no estábamos atentos se despierta en nosotros. Pero con frecuencia nos negamos a esas muertes y a esos nacimientos, porque no hemos sido lo suficientemente educados para asumir la transitoriedad de todo lo que somos, ni para vivir de acuerdo a ella. Asumirnos como energía fluctuante, como olas de mar arrastradas por la corriente y por la intensidad de la luna.

No significa esto, sin embargo, que en momentos específicos de nuestras vidas dejamos de ser totalmente lo que éramos y que nuestro ‘yo’ del pasado se convierte en un cadáver putrefacto al que hay que enterrar. Somos más bien un árbol repleto de frutas diversas, de todos los colores y sabores, que brotan y se caen de nosotros todo el tiempo. Algunas de ellas, enterradas en lo más profundo, dejan de ser vitales y se pudren. Y ahí se hace necesario escarbar en nosotros y botarlas, porque como ocurre con las manzanas enfermas, si no son sacadas a tiempo terminarán por pudrir al árbol entero.

Más que en rupturas radicales con nuestro pasado, deberíamos creer en la transformación paulatina y constante de nuestras fuerzas interiores. Emparentados con los reptiles y las aves, mudamos de piel con regularidad y abrimos las alas a nuevas realidades, a nuevos estados de conciencia y aprendizaje.

El motor de estos cambios es sin duda la existencia misma, con sus grandes dosis de inestabilidad y caos. Y de inevitable sufrimiento. Pero es ahí, en el sufrimiento, donde el proceso de nacimiento y muerte más evidente se hace, donde con más virulencia se manifiesta la dinámica dual de nuestra existencia. Porque gracias a ese motor, que en principio no sabemos enfrentar y que nos abruma, nos vemos obligados a hacer limpieza de nuestro árbol interior, arrojamos lejos las frutas podridas y encontramos otras nuevas, quizás de sabores fuertes y desconocidos, quizás incluso frutas prohibidas, pero que sin duda nos abren otras puertas y otros caminos que nos llevarán, inevitablemente, a nosotros mismos.

1 comentario:

  1. Sí, nacer y morir, esa es la cuestión... Excelente epígrafe...
    Saludos, MM.

    ResponderEliminar