“-Una
buena parte del mundo va naciendo y otra buena parte muriendo, y todos sabemos
que todos tenemos que vivir o todos morir: en esto no hay término medio.”
Roberto Bolaño, primer manifiesto infrarrealista
No hay
sino una única verdad, absoluta, contundente, irrefutable: nacemos y morimos. Ni
la existencia de Dios, ni la realidad del mundo tal y como lo vemos y
experimentamos pueden considerarse irrefutables. Tampoco la convicción de que
el Big Bang en efecto ocurrió tal y como lo describen los físicos (quienes
navegan a tientas entre especulaciones y luces borrosas, entre imágenes de
telescopios poderosísimos pero en últimas producto de la imperfecta industria
humana). Como hombres, nuestra única verdad y nuestro único consuelo es ese:
nacemos y morimos.
En
nuestra existencia consciente no hay más límites concretos que esos dos puntos
definitivos. Hemos nacido en un lugar y momento específicos del que la mayoría
tenemos noticias por nuestros padres o por alguien mayor que nosotros. Aunque
bien es cierto que miles de personas en el mundo desconocen su origen, ya sea
por abandono, por engaño o por obra de tiranías, sobre el hecho mismo de que todos
y cada uno de los habitantes de este planeta hemos nacido no cabe la menor
duda. Hemos nacido. Eso es incuestionable.
Con la
muerte solo hay incertidumbre. Sabemos que es una realidad, algo así como una
guillotina que pende sobre nuestro cuello permanentemente y que no sabemos
nunca en qué momento nos cercenará la cabeza. Con mucha frecuencia, quizás, nos
olvidamos de esa carga sobre nosotros. Nos sumergimos tanto en el flujo
cotidiano, en el afán consumista, en el vivir desentendido, que por momentos
nos sentimos inmortales. Otras veces, empujados por la fatalidad, la evidencia
de la muerte se nos hace tan urgente que su sombra nos atormenta incluso en el
sueño. Pero seamos indiferentes a ella o estemos sometidos a la psicosis, la
muerte es un fardo que cargamos desde el momento mismo de nuestro alumbramiento
y que mientras estemos vivos, nunca, querámoslo o no, podremos quitarnos de
encima.
Los
griegos (ese pueblo trágico, por lo mismo extremadamente creativo) creían que
la existencia toda era una condena a la muerte. Que desde el momento mismo de
nuestra concepción ya estábamos muriendo. Sócrates, uno de los más lúcidos de
ellos, fue aún más allá, y estableció que la vida misma no era nada más que una
preparación para una buena muerte: nada de lo que hacemos en vida tiene sentido
si no está dirigido a aceptar y a asumir de la mejor manera nuestra partida.
No
poca razón tenían. Pues tan solo en un aspecto fisiológico, es evidente que
nuestro cuerpo a partir de cierta edad, en la cual todas sus funciones alcanzan
su plenitud, comienza a decaer inevitablemente. Y que nuestras facultades
mentales (en particular la memoria) se ven seriamente afectadas con el tiempo.
Y que cada día que pasa nos hacemos menos proclives al cambio y a la
transformación, una manera de empezar a morir en vida.
Pero
en algo se quedaron cortos. Porque aunque es cierto que parte de nosotros muere
todo el tiempo, también obedecemos a fuerzas poderosas, creativas, fértiles,
que nos obligan constantemente a reconstruirnos, a redescubrirnos, a
incinerarnos. En una palabra, nos obligan a renacer.
Así
que nos debatimos constantemente entre uno y otro punto; entre el punto fijo,
inamovible, de nuestro nacimiento, y el punto siempre flotante e incierto de la
muerte. Esos dos límites determinan nuestra existencia, y no es ilícito suponer
que todo el tiempo nos movemos en repercusiones a pequeña escala de esos
límites. Como el universo es dinámico, nosotros, sometidos a sus leyes, lo
somos también. Por eso la diversidad de estados de ánimo, de emociones, de
deseos. Por eso la inestabilidad de nuestros anhelos y de nuestras
convicciones. Todos los días se mueren en nosotros aspectos que en otros
tiempos y en otras circunstancias constituían la esencia misma de nuestras
vidas, y se abren paso nuevas realidades. Cada mañana nacemos de nuevo. Cada
noche morimos un poco. Cada mañana al bañarnos muere algo que ya no es nuestro.
Cada noche al entrar en el mundo de los sueños algo a lo que no estábamos
atentos se despierta en nosotros. Pero con frecuencia nos negamos a esas
muertes y a esos nacimientos, porque no hemos sido lo suficientemente educados
para asumir la transitoriedad de todo lo que somos, ni para vivir de acuerdo a
ella. Asumirnos como energía fluctuante, como olas de mar arrastradas por la
corriente y por la intensidad de la luna.
No significa
esto, sin embargo, que en momentos específicos de nuestras vidas dejamos de ser
totalmente lo que éramos y que nuestro ‘yo’ del pasado se convierte en un
cadáver putrefacto al que hay que enterrar. Somos más bien un árbol repleto de
frutas diversas, de todos los colores y sabores, que brotan y se caen de
nosotros todo el tiempo. Algunas de ellas, enterradas en lo más profundo, dejan
de ser vitales y se pudren. Y ahí se hace necesario escarbar en nosotros y botarlas,
porque como ocurre con las manzanas enfermas, si no son sacadas a tiempo terminarán
por pudrir al árbol entero.
Más
que en rupturas radicales con nuestro pasado, deberíamos creer en la
transformación paulatina y constante de nuestras fuerzas interiores. Emparentados
con los reptiles y las aves, mudamos de piel con regularidad y abrimos las alas
a nuevas realidades, a nuevos estados de conciencia y aprendizaje.
El
motor de estos cambios es sin duda la existencia misma, con sus grandes dosis
de inestabilidad y caos. Y de inevitable sufrimiento. Pero es ahí, en el
sufrimiento, donde el proceso de nacimiento y muerte más evidente se hace,
donde con más virulencia se manifiesta la dinámica dual de nuestra existencia.
Porque gracias a ese motor, que en principio no sabemos enfrentar y que nos
abruma, nos vemos obligados a hacer limpieza de nuestro árbol interior, arrojamos
lejos las frutas podridas y encontramos otras nuevas, quizás de sabores fuertes
y desconocidos, quizás incluso frutas prohibidas, pero que sin duda nos abren
otras puertas y otros caminos que nos llevarán, inevitablemente, a nosotros
mismos.
Sí, nacer y morir, esa es la cuestión... Excelente epígrafe...
ResponderEliminarSaludos, MM.