lunes, 20 de enero de 2014

Sobre la impermanencia

Por Sigmund Freud
Traducido de la versión en inglés de James Strachey

No hace mucho estuve en una caminata de verano a través de un sonriente campo en la compañía de un amigo taciturno y de un poeta joven pero ya famoso. El poeta admiraba la belleza de la escena a nuestro alrededor pero no sentía regocijo alguno por ella. Estaba perturbado por el pensamiento de que toda esa belleza estaba destinada a la extinción, que se esfumaría cuando llegara el invierno, como toda la belleza humana y la belleza y esplendor que los hombres han creado o podrían crear. Todo lo que de otra manera él hubiera amado y admirado le parecía desprovisto de su valor por la impermanencia, su condena.

La disposición a la decadencia de todo lo bello y perfecto puede, como sabemos, dar surgimiento a dos impulsos distintos en la mente. Uno lleva a la dolorosa congoja sentida por el joven poeta, mientras que el otro lleva a la rebelión contra el hecho afirmado. ¡No! Es imposible que toda la gracia de la Naturaleza y el Arte, del mundo de nuestras sensaciones y del mundo exterior, realmente se desvanezcan en la nada. Sería demasiado desprovisto de sentido y demasiado presuntuoso creerlo. De una manera u otra esta gracia debe ser capaz de persistir y de escapar a todos los poderes de la destrucción.

Pero esta exigencia de inmortalidad es un producto de nuestros deseos demasiado inequívoco como para hacerle reclamo a la realidad: lo que es doloroso puede sin embargo ser cierto. No pude ver un camino para entrar en disputas sobre la impermanencia de todas las cosas, ni pude insistir en una excepción a favor de lo que es bello y perfecto. Pero sí disputé la visión pesimista del poeta de que la impermanencia de lo que es bello implica alguna pérdida en su valor.

Por el contrario, ¡un aumento! El valor de la impermanencia es el valor de la escasez en el tiempo. La limitación en la posibilidad del goce incrementa el valor del goce. Es incomprensible, declaré, que el pensamiento de la impermanencia de la belleza pueda interferir con nuestro gozo de ella. Considerando la belleza de la Naturaleza, cada vez que es destruida por el invierno regresa de nuevo al siguiente año, y eso en relación con la longitud de nuestras vidas puede de hecho ser considerado como eterno. La belleza de la forma y rostro humanos se esfuman para siempre en el transcurso de nuestras propias vidas, pero su evanescencia solo les brinda un fresco encanto. Una flor que se abra solamente por una noche no nos parece por esa razón menos encantadora. Ni tampoco puedo entender nada mejor por qué la belleza y perfección de una obra de arte o de un logro intelectual deba perder su valor debido a su limitación temporal. Un tiempo vendrá, ciertamente, en que las pinturas y estatuas que hoy admiramos se derrumben de polvo, o en que una raza de hombres que ya no comprendan las obras de nuestros poetas y pensadores nos suceda, o puede incluso llegar una era geológica en la que toda la vida animada sobre la tierra cese; pero ya que el valor de toda esta belleza y perfección solo está determinado por su importancia para nuestras propias vidas emocionales, no tiene ninguna necesidad de sobrevivirnos, y es, por lo tanto, independiente de la duración absoluta.

Estas consideraciones me parecieron indiscutibles; pero noté que no había causado impresión alguna sobre el poeta o sobre mi amigo. Mi fracaso me llevó a inferir que algún factor emocional poderoso que estaba en marcha perturbaba sus juicios, y  más tarde creí que había descubierto cuál era. Lo que arruinó su goce de la belleza tuvo que ser una rebelión en contra del duelo. La idea de que toda esta belleza era impermanente le estaba dando a estas dos mentes sensitivas un anticipo de duelo sobre su deceso; y, dado que la mente instintivamente huye de cualquier cosa dolorosa, sintieron que su goce de la belleza interfería con los pensamientos de su impermanencia.

El duelo por la pérdida de algo que hemos amado o admirado parece tan natural para el lego que es vista por él como auto-evidente. Pero para los psicólogos, el duelo es un gran enigma, uno de esos fenómenos que no pueden ser explicados por sí mismos pero a partir de los cuales otras oscuridades pueden ser rastreadas. Poseemos, como parece, una cierta porción de capacidad para el amor – que llamamos libido -  la cuál en las etapas más tempranas de su desarrollo está dirigida hacia nuestro propio ego. Más tarde, aunque todavía en una etapa muy temprana, esta libido se riega desde el ego hacia los objetos, los cuáles son, en cierto sentido, llevados hacia nuestro ego. Si tales objetos son destruidos o los perdemos, nuestra capacidad para el amor (nuestra libido) es una vez más liberada; y puede entonces tomar otros objetos a cambio o puede temporalmente regresar al ego. Pero por qué este desprendimiento de sus objetos por parte de la libido debe ser un proceso tan doloroso es un misterio para nosotros, y hasta el momento no hemos sido capaces de esbozar ninguna hipótesis para dar cuenta de ello. Sólo vemos que la libido se aferra a sus objetos y no renunciará a aquellos que se han perdido incluso cuando un sustituto se encuentra listo a mano. Eso, pues, es el duelo.

Mi conversación con el poeta tuvo lugar en el verano antes de la guerra. Un año después, la guerra se desató y le robó sus bellezas al mundo. No solo destruyó la belleza de los campos por los cuales pasó y las obras de arte que se cruzó en su camino, sino que también destrozó nuestro orgullo por los logros de nuestra civilización, nuestra admiración por muchos filósofos y artistas y nuestras esperanzas en el triunfo final sobre las diferencias entre las naciones y las razas. Empañó la noble imparcialidad de nuestra ciencia, reveló nuestros instintos en toda su desnudez y liberó los espíritus malignos de nuestro interior que creíamos domesticados para siempre por la continua educación de siglos de las mentes más nobles. Hizo a nuestro país nuevamente pequeño y convirtió al resto del mundo en algo muy remoto. Nos robó mucho de lo que amábamos,  y nos mostró cuan efímeras eran muchas de las cosas que veíamos como inalterables.


No podemos sorprendernos de que nuestra libido, así despojada de tantos de sus objetos, se haya aferrado con la mayor intensidad a lo que nos quedó, que nuestro amor por nuestro país, nuestro afecto por aquellos cercanos a nosotros y nuestro orgullo en lo que es común a nosotros de repente se hayan fortalecido. Pero aquellas otras posesiones, que ya hemos perdido, ¿realmente han cesado de tener algún valor para nosotros porque se han mostrado tan perecederas y tan poco resistentes? Para muchos de nosotros esto parece ser así, pero una vez más erróneamente, en mi perspectiva. Creo que quienes piensan así, y parecen listos a realizar una renuncia permanente porque lo que era precioso no se ha mostrado duradero, están simplemente en estado de duelo por lo que se ha perdido. El duelo, como sabemos, por doloroso que pueda ser llega espontáneamente a un fin. Cuando ha renunciado a todo lo que se ha perdido, entonces se ha consumido a sí mismo, y nuestra libido es de nuevo libre (en la medida en que aún seamos jóvenes y activos) para reemplazar los objetos perdidos por otros más frescos, igual o aún más preciosos. Es de esperarse que lo mismo sea cierto sobre las pérdidas causadas por esta guerra. Una vez el duelo se termine, se encontrará que nuestra alta opinión sobre las riquezas de la civilización no ha perdido nada por el descubrimiento de su fragilidad. Debemos construir de nuevo todo lo que la guerra ha destruido, y quizás en un suelo más firme, y más duraderamente que antes.

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