Por Sigmund Freud
Traducido de la versión en inglés de James Strachey
No hace mucho estuve en una caminata de verano a través de
un sonriente campo en la compañía de un amigo taciturno y de un poeta joven
pero ya famoso. El poeta admiraba la belleza de la escena a nuestro alrededor
pero no sentía regocijo alguno por ella. Estaba perturbado por el pensamiento
de que toda esa belleza estaba destinada a la extinción, que se esfumaría
cuando llegara el invierno, como toda la belleza humana y la belleza y
esplendor que los hombres han creado o podrían crear. Todo lo que de otra
manera él hubiera amado y admirado le parecía desprovisto de su valor por la
impermanencia, su condena.
La disposición a la decadencia de todo lo bello y perfecto
puede, como sabemos, dar surgimiento a dos impulsos distintos en la mente. Uno
lleva a la dolorosa congoja sentida por el joven poeta, mientras que el otro
lleva a la rebelión contra el hecho afirmado. ¡No! Es imposible que toda la
gracia de la Naturaleza y el Arte, del mundo de nuestras sensaciones y del
mundo exterior, realmente se desvanezcan en la nada. Sería demasiado
desprovisto de sentido y demasiado presuntuoso creerlo. De una manera u otra
esta gracia debe ser capaz de persistir y de escapar a todos los poderes de la
destrucción.
Pero esta exigencia de inmortalidad es un producto de
nuestros deseos demasiado inequívoco como para hacerle reclamo a la realidad:
lo que es doloroso puede sin embargo ser cierto. No pude ver un camino para
entrar en disputas sobre la impermanencia de todas las cosas, ni pude insistir
en una excepción a favor de lo que es bello y perfecto. Pero sí disputé la
visión pesimista del poeta de que la impermanencia de lo que es bello implica
alguna pérdida en su valor.
Por el contrario, ¡un aumento! El valor de la impermanencia
es el valor de la escasez en el tiempo. La limitación en la posibilidad del
goce incrementa el valor del goce. Es incomprensible, declaré, que el
pensamiento de la impermanencia de la belleza pueda interferir con nuestro gozo
de ella. Considerando la belleza de la Naturaleza, cada vez que es destruida
por el invierno regresa de nuevo al siguiente año, y eso en relación con la
longitud de nuestras vidas puede de hecho ser considerado como eterno. La
belleza de la forma y rostro humanos se esfuman para siempre en el transcurso
de nuestras propias vidas, pero su evanescencia solo les brinda un fresco encanto.
Una flor que se abra solamente por una noche no nos parece por esa razón menos
encantadora. Ni tampoco puedo entender nada mejor por qué la belleza y
perfección de una obra de arte o de un logro intelectual deba perder su valor
debido a su limitación temporal. Un tiempo vendrá, ciertamente, en que las
pinturas y estatuas que hoy admiramos se derrumben de polvo, o en que una raza
de hombres que ya no comprendan las obras de nuestros poetas y pensadores nos suceda,
o puede incluso llegar una era geológica en la que toda la vida animada sobre
la tierra cese; pero ya que el valor de toda esta belleza y perfección solo
está determinado por su importancia para nuestras propias vidas emocionales, no
tiene ninguna necesidad de sobrevivirnos, y es, por lo tanto, independiente de
la duración absoluta.
Estas consideraciones me parecieron indiscutibles; pero noté
que no había causado impresión alguna sobre el poeta o sobre mi amigo. Mi
fracaso me llevó a inferir que algún factor emocional poderoso que estaba en
marcha perturbaba sus juicios, y más
tarde creí que había descubierto cuál era. Lo que arruinó su goce de la belleza
tuvo que ser una rebelión en contra del duelo. La idea de que toda esta belleza
era impermanente le estaba dando a estas dos mentes sensitivas un anticipo de
duelo sobre su deceso; y, dado que la mente instintivamente huye de cualquier
cosa dolorosa, sintieron que su goce de la belleza interfería con los
pensamientos de su impermanencia.
El duelo por la pérdida de algo que hemos amado o admirado
parece tan natural para el lego que es vista por él como auto-evidente. Pero
para los psicólogos, el duelo es un gran enigma, uno de esos fenómenos que no
pueden ser explicados por sí mismos pero a partir de los cuales otras
oscuridades pueden ser rastreadas. Poseemos, como parece, una cierta porción de
capacidad para el amor – que llamamos libido -
la cuál en las etapas más tempranas de su desarrollo está dirigida hacia
nuestro propio ego. Más tarde, aunque todavía en una etapa muy temprana, esta
libido se riega desde el ego hacia los objetos, los cuáles son, en cierto
sentido, llevados hacia nuestro ego. Si tales objetos son destruidos o los
perdemos, nuestra capacidad para el amor (nuestra libido) es una vez más
liberada; y puede entonces tomar otros objetos a cambio o puede temporalmente
regresar al ego. Pero por qué este desprendimiento de sus objetos por parte de
la libido debe ser un proceso tan doloroso es un misterio para nosotros, y
hasta el momento no hemos sido capaces de esbozar ninguna hipótesis para dar
cuenta de ello. Sólo vemos que la libido se aferra a sus objetos y no
renunciará a aquellos que se han perdido incluso cuando un sustituto se
encuentra listo a mano. Eso, pues, es el duelo.
Mi conversación con el poeta tuvo lugar en el verano antes
de la guerra. Un año después, la guerra se desató y le robó sus bellezas al
mundo. No solo destruyó la belleza de los campos por los cuales pasó y las
obras de arte que se cruzó en su camino, sino que también destrozó nuestro
orgullo por los logros de nuestra civilización, nuestra admiración por muchos
filósofos y artistas y nuestras esperanzas en el triunfo final sobre las
diferencias entre las naciones y las razas. Empañó la noble imparcialidad de
nuestra ciencia, reveló nuestros instintos en toda su desnudez y liberó los
espíritus malignos de nuestro interior que creíamos domesticados para siempre
por la continua educación de siglos de las mentes más nobles. Hizo a nuestro
país nuevamente pequeño y convirtió al resto del mundo en algo muy remoto. Nos
robó mucho de lo que amábamos, y nos
mostró cuan efímeras eran muchas de las cosas que veíamos como inalterables.
No podemos sorprendernos de que nuestra libido, así
despojada de tantos de sus objetos, se haya aferrado con la mayor intensidad a
lo que nos quedó, que nuestro amor por nuestro país, nuestro afecto por
aquellos cercanos a nosotros y nuestro orgullo en lo que es común a nosotros de
repente se hayan fortalecido. Pero aquellas otras posesiones, que ya hemos
perdido, ¿realmente han cesado de tener algún valor para nosotros porque se han
mostrado tan perecederas y tan poco resistentes? Para muchos de nosotros esto
parece ser así, pero una vez más erróneamente, en mi perspectiva. Creo que
quienes piensan así, y parecen listos a realizar una renuncia permanente porque
lo que era precioso no se ha mostrado duradero, están simplemente en estado de
duelo por lo que se ha perdido. El duelo, como sabemos, por doloroso que pueda
ser llega espontáneamente a un fin. Cuando ha renunciado a todo lo que se ha
perdido, entonces se ha consumido a sí mismo, y nuestra libido es de nuevo
libre (en la medida en que aún seamos jóvenes y activos) para reemplazar los
objetos perdidos por otros más frescos, igual o aún más preciosos. Es de
esperarse que lo mismo sea cierto sobre las pérdidas causadas por esta guerra.
Una vez el duelo se termine, se encontrará que nuestra alta opinión sobre las
riquezas de la civilización no ha perdido nada por el descubrimiento de su
fragilidad. Debemos construir de nuevo todo lo que la guerra ha destruido, y
quizás en un suelo más firme, y más duraderamente que antes.
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